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sábado, 6 de septiembre de 2014

Desarrollo (in)sustentable

Ni el PIB ni el IDH fueron pensados para evaluar los desafíos ambientales de la sustentabilidad. En sí mismos, ambos indicadores no son ni deficientes ni perversos. Pero comienzan a serlo cuando, incorporados a la retórica del poder político, ocultan tras la cortina del exitismo de la economía capitalista los problemas ambientales provocados.

Fander Falconí / El Telégrafo (Ecuador)

La retórica tradicional asume que el crecimiento del PIB es el indicador adecuado para medir el éxito de un gobierno y su política económica y, por ende, también es una buena medida del bienestar. El PIB sigue siendo el indicador más importante, a pesar de que hace ya un cuarto de siglo el PNUD amplió la estrecha perspectiva del crecimiento por una más amplia, de desarrollo, al publicar su Índice de Desarrollo Humano (IDH). El IDH es un indicador sintético que reúne al PIB per cápita, la escolaridad y la esperanza de vida al nacer, pero no considera la base física en la que esos factores pueden progresar (la naturaleza).

Ocurre que el crecimiento del PIB o un adelanto en el IDH, incluso siendo positivos de año en año, pueden ser insustentables a largo plazo. La combinación de desarrollo y sustentabilidad produce el oxímoron ‘desarrollo sustentable’: idea absurda, como ‘la luminosa oscuridad’ o ‘un instante eterno’. La sustentabilidad es la capacidad de carga del medio ambiente, determinada por el nivel máximo de población que puede soportar, sin sufrir un impacto negativo importante. Esta idea permite distinguir la biología humana de la del resto de las especies animales.

Este oxímoron también plantea un problema práctico: ¿cómo valorar los impactos ambientales dejados por las actividades humanas en la naturaleza? ¿Deben los daños ecológicos y el agotamiento de los recursos naturales valorarse en dinero o en unidades físicas?

Existen dos opciones. Para quienes defienden la ‘sustentabilidad débil’ es posible sustituir el capital económico (conocimiento, infraestructura, maquinaria, patentes…) por ‘capital natural’. Por lo tanto, si es posible ‘transformar’ o ‘intercambiar’ un tipo de capital por otro tipo, es correcto valorar en dinero los servicios ambientales y los daños infligidos a la naturaleza. Para esta opción el patrimonio natural se considera ‘capital natural’, por lo que es necesario y conveniente individualizarlo, privatizar su propiedad y asignarle un precio. En este caso la valoración del daño o del servicio se expresa en dinero, esto confunde valor con precio y reduce la naturaleza al ámbito del mercado.

Los defensores de la ‘sustentabilidad fuerte’ afirman que la naturaleza no es reemplazable —intercambiable— por capital económico producido por seres humanos. Utilizan medidas biofísicas (toneladas, joules, etc.) y de espacio (hectáreas) que producen indicadores diferentes, no monetarios, como el agua virtual (la cantidad de insumos de agua necesarios para obtener un producto). Al salir de la noción de que valor es equivalente a ingresos monetarios, para expresar dimensiones en cantidad, es una constatación fáctica de que la valoración monetaria es imprecisa para efectos de la gestión de la naturaleza.

Ni el PIB ni el IDH fueron pensados para evaluar los desafíos ambientales de la sustentabilidad. En sí mismos, ambos indicadores no son ni deficientes ni perversos. Pero comienzan a serlo cuando, incorporados a la retórica del poder político, ocultan tras la cortina del exitismo de la economía capitalista los problemas ambientales provocados. Esos problemas son de magnitud suficiente como para desencadenar una crisis planetaria.

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