El problema central es que el Estado
belicista norteamericano sea la cabeza de un mundo y estado de cosas que nos
arrastra a todos a la debacle. En esto no hay distinciones: ricos y pobres,
cristianos y musulmanes, chiitas y sunitas, blancos y negros, todos vamos en
dirección al precipicio por este rumbo.
Rafael
Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
El presidente Obama en su discurso ante la Asamblea General de la ONU. |
Caracterizando a los Estados Unidos como
una “potencia pacífica” en la Asamblea General de Naciones Unidas, Barak Obama
toca las cumbres del cinismo. Solo porque estamos ante una tragedia tal que ha
llevado al Secretario General, Ban Ki Moon, a señalar el 2014 como “un año
oscuro para la esperanza”, no estallamos en risas desenfrenadas.
Estados Unidos de América es una
potencia que estructuralmente tiene que estar en guerra permanente.
En primer lugar, porque sigue siendo la
primera potencia del mundo por su capacidad militar, a pesar que su lugar en la
producción mundial ha venido decreciendo desde aquellos ahora lejanos años
posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando producía el 44% del PIB global,
hasta poco más del 20% actual, cuando China le pisa los talones. Solo por su
apabullante poderío militar sigue siendo el gran árbitro que ordena y castiga
en función sus intereses.
En segundo lugar, porque la industria
militar constituye su gran pivote económico, su locomotora, la piedra angular
que le permite seguir manteniendo su economía más o menos a flote. Esta
industria está a la vanguardia no solo de las exportaciones norteamericanas
sino, también, en innovación tecnológica. Sin ella, los Estados Unidos se
derrumban.
En tercer lugar porque la guerra es el
instrumento principal para asegurar el flujo permanente de materias primas, en
primer lugar del petróleo, que le permite mantener su modo de vida y su aparato
productivo funcionando.
Sin la guerra y el aparato industrial
que la respalda, pues, los Estados Unidos de América estarían perdidos.
En torno a ella se teje el paisaje
catastrófico del que se lamenta Ban Ki Moon en esta última Asamblea General.
Solo este año hemos asistido al salvaje asedio de Gaza, a una nueva
intervención en Irak y al hostigamiento de Siria y Rusia. Incluso a países en
donde se pide ayuda internacional urgente por razones humanitarias, como es el
caso del occidente de África azotada por el ébola, la respuesta norteamericana
es enviar militares.
En esta estrategia bélica no habrá nunca
pausa ni desvío. Primero hicieron de la lucha contra el comunismo su razón de
ser, y luego fue la lucha anti terrorista. Así como antes todos los que se
oponían a los designios de Washington eran catalogados como subversivos, hoy
todos los que no se acoplan son terroristas.
Pobre Obama, qué triste papel le ha
tocado jugar, ser un gris continuador de las políticas belicistas de sus
antecesores republicanos, de aquellos a los que el pueblo norteamericano
rechazó enfáticamente eligiéndolo a él con tantas esperanzas. No tiene, sin
embargo, escapatoria, es la lógica del sistema en el que él mismo ocupa un
lugar relevante siendo, al mismo tiempo, su rehén.
El problema central es, sin embargo, que
el Estado belicista norteamericano sea la cabeza de un mundo y estado de cosas
que nos arrastra a todos a la debacle. En esto no hay distinciones: ricos y
pobres, cristianos y musulmanes, chiitas y sunitas, blancos y negros, todos
vamos en dirección al precipicio por este rumbo. Pueden clamar lo que quieran
los líderes mundiales en el hemiciclo de la ONU, pero de una sola cosa pueden
estar totalmente seguros: el gobierno de los Estados Unidos de América va a
hacer caso omiso de lo que digan. No les importa en absoluto y no les importará
en el futuro, en tanto los intereses de las grandes transnacionales estén
resguardados.
Y para ello harán la guerra en todas
partes, esta semana aquí y la próxima allá, siempre con alguna excusa y con
alguien que le ayude porque comparsas no faltan ni faltarán.
Caminos hay que le quedan al ser humano común, para contrarrestar la barbarie del imperio agónico. Uno es: dejar de comprar el cúmulo enorme de mercancías prescindibles con cuyo dinero las granddes corporaciones se nutren hasta el hartazgo.
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