Todas las votaciones en
el seno de las Naciones Unidas piden que se levante por fin el infame bloqueo a
Cuba, pero los Estados Unidos persisten en su error.
William Ospina / El Espectador (Colombia)
Creyeron posible
derrotar a un pueblo por el hambre, aunque Cartagena demostró, desde los
tiempos de la Guerra de la Oreja de Jenkins, que para someter a un pueblo digno
no bastan los cañones.
El desembarco de Vernón
en Cartagena en 1741 fue el más grande de la historia antes del desembarco en
Normandía. Y sin embargo Cartagena obligó a Jorge II a esconder las medallas de
la victoria que su vanidad había acuñado antes de tiempo.
La resistencia de Cuba
ha sido mayor. Alguna vez alguien le preguntó a García Márquez por qué seguía
apoyando esa revolución a la que tantos intelectuales le habían retirado su
apoyo, y él respondió: “El día en que Cuba deje de ser un país bloqueado y
pueda ser dueña de sí misma, podremos saber de qué tamaño son sus errores. Pero
muchos de ellos no son debidos a sus opciones sino impuestos por la realidad”.
Añadió que no es que no
tuviera críticas a lo que ocurría en Cuba (¿qué país latinoamericano funciona
tan bien que no merezca críticas?), sino que “actualmente, cualquier crítica
que hiciera —y tengo muchas— sería utilizada contra Cuba”.
Todo país sometido a un
régimen de privación y de guerra se ve obligado a imponer restricciones a su
población. Basta ver en qué quedan los derechos de los ciudadanos en Estados
Unidos cuando se declara una guerra. Todo país en guerra trata con dureza a sus
opositores, y con dureza extrema cuando están aliados con el enemigo.
Pero en Cuba, más allá
de la precariedad a que se ve enfrentada por cuenta del bloqueo, se respira un
clima de cordialidad. Los cubanos no se odian entre sí, muchos odian al
Gobierno y a algunos líderes de la oposición, sobre todo de los establecidos en
Miami, pero en general los cubanos se quieren, y hay algo que destacar: en un
continente donde impera la criminalidad desde los desiertos del río Grande
hasta las barriadas de Buenos Aires, pasando por las barriadas de San Salvador
y de Cali, de Caracas y de Río de Janeiro, en un continente donde se mata sin
piedad y sin tregua, en Cuba no hay criminalidad.
¿Por qué, en medio de
tantas críticas, nadie se atreve a hacerle a Cuba ese mínimo reconocimiento?
Dirán que no hay criminalidad porque el Estado no lo permite, pero esa debería
ser la tarea del Estado. Todos los estados utilizan la fuerza con ese fin, pero
casi en vano, y yo creo que lo que impide la criminalidad en Cuba no es la
violencia sino el hecho de que el Estado piensa en los ciudadanos y los incluye
en un proyecto de país.
En Cuba no sólo no hay
hostilidad sino que hay cordialidad, una nobleza y una dignidad que es difícil
encontrar en otra parte. Recuerdo un día en que andaba solo por las playas de
Santa María, y desde un grupo familiar cubano alguien me dijo: “Oye, no estés
solo, ven pa’cá”.
No se puede negar que
muchos cubanos se han ido y muchos quieren irse. Pero ¿de qué país de América
Latina no se va la gente buscando mejores horizontes?
Nunca aprobaré la
arbitrariedad del Estado: por eso soy tan crítico de la calamidad en que vive
Colombia, no sólo por la falta del Estado sino por su influencia negativa sobre
el orden social.
Nunca aprobaré las
restricciones a los derechos de los ciudadanos, pero en un continente donde
nunca podemos escoger entre lo óptimo y lo pésimo sino entre niveles de
precariedad, no sé decir qué es preferible, si el gobierno cubano, con su
control estatal, sus restricciones a los ciudadanos, su partido único y sus
insoportables cursos de materialismo histórico por la televisión, con su diario
oficial y sus filas de racionamiento, pero que brinda educación, salud y
dignidad a su pueblo, o mi país, donde la gente humilde tiene que pedir permiso
a los criminales para ir de un barrio a otro, y donde todo se hace a espaldas
de la comunidad.
Allá el Estado no
permite la propiedad privada; aquí el Estado permitió que la propiedad de cinco
millones de campesinos les fuera arrebatada a sangre y fuego, para tardíamente
decretar, con conciencia de que no tiene cómo lograrlo, la restitución de esas
propiedades.
Nos envanecemos mucho
del derecho a la propiedad, pero la mitad de la población colombiana no tiene
casa propia, y unos cuantos son dueños de las casas de todos los demás. Vivimos
en un país tan lleno de exclusiones y resentimientos que las fiestas de barrio
terminan en las salas de urgencia, y los hospitales parecen campamentos de
guerra.
Y no estoy seguro de
que en todas partes los medios de comunicación no dicten la verdad de sus
dueños con un dogmatismo más sutil y más eficaz que el propio Granma.
No es poco mérito haber
resistido durante medio siglo el bloqueo de los sucesivos gobiernos del país
más poderoso del mundo. Si yo estuviera seguro de que lo que quieren los
Estados Unidos es la felicidad del pueblo cubano, expresaría todas mis críticas
hacia Cuba, porque también tengo muchas.
Pero como sé que al día
siguiente de la caída de Cuba, La Habana se convertiría en una inmensa sala de
juego para el ocio de los norteamericanos, en una frontera más desgarrada que
la de Ciudad Juárez, y en una encrucijada de todas las violencias y
corrupciones de nuestra época, prefiero que Cuba siga resistiendo hasta que
caiga el bloqueo, y que la dignidad cubana garantice una mejor transición que
la que permitiría el oscuro poder de las multinacionales.
Mejor no se puede decir.
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