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jueves, 9 de octubre de 2014

Cuba

Todas las votaciones en el seno de las Naciones Unidas piden que se levante por fin el infame bloqueo a Cuba, pero los Estados Unidos persisten en su error.

William Ospina / El Espectador (Colombia)

Creyeron posible derrotar a un pueblo por el hambre, aunque Cartagena demostró, desde los tiempos de la Guerra de la Oreja de Jenkins, que para someter a un pueblo digno no bastan los cañones.

El desembarco de Vernón en Cartagena en 1741 fue el más grande de la historia antes del desembarco en Normandía. Y sin embargo Cartagena obligó a Jorge II a esconder las medallas de la victoria que su vanidad había acuñado antes de tiempo.

La resistencia de Cuba ha sido mayor. Alguna vez alguien le preguntó a García Márquez por qué seguía apoyando esa revolución a la que tantos intelectuales le habían retirado su apoyo, y él respondió: “El día en que Cuba deje de ser un país bloqueado y pueda ser dueña de sí misma, podremos saber de qué tamaño son sus errores. Pero muchos de ellos no son debidos a sus opciones sino impuestos por la realidad”.

Añadió que no es que no tuviera críticas a lo que ocurría en Cuba (¿qué país latinoamericano funciona tan bien que no merezca críticas?), sino que “actualmente, cualquier crítica que hiciera —y tengo muchas— sería utilizada contra Cuba”.

Todo país sometido a un régimen de privación y de guerra se ve obligado a imponer restricciones a su población. Basta ver en qué quedan los derechos de los ciudadanos en Estados Unidos cuando se declara una guerra. Todo país en guerra trata con dureza a sus opositores, y con dureza extrema cuando están aliados con el enemigo.

Pero en Cuba, más allá de la precariedad a que se ve enfrentada por cuenta del bloqueo, se respira un clima de cordialidad. Los cubanos no se odian entre sí, muchos odian al Gobierno y a algunos líderes de la oposición, sobre todo de los establecidos en Miami, pero en general los cubanos se quieren, y hay algo que destacar: en un continente donde impera la criminalidad desde los desiertos del río Grande hasta las barriadas de Buenos Aires, pasando por las barriadas de San Salvador y de Cali, de Caracas y de Río de Janeiro, en un continente donde se mata sin piedad y sin tregua, en Cuba no hay criminalidad.
¿Por qué, en medio de tantas críticas, nadie se atreve a hacerle a Cuba ese mínimo reconocimiento? Dirán que no hay criminalidad porque el Estado no lo permite, pero esa debería ser la tarea del Estado. Todos los estados utilizan la fuerza con ese fin, pero casi en vano, y yo creo que lo que impide la criminalidad en Cuba no es la violencia sino el hecho de que el Estado piensa en los ciudadanos y los incluye en un proyecto de país.

En Cuba no sólo no hay hostilidad sino que hay cordialidad, una nobleza y una dignidad que es difícil encontrar en otra parte. Recuerdo un día en que andaba solo por las playas de Santa María, y desde un grupo familiar cubano alguien me dijo: “Oye, no estés solo, ven pa’cá”.

No se puede negar que muchos cubanos se han ido y muchos quieren irse. Pero ¿de qué país de América Latina no se va la gente buscando mejores horizontes?

Nunca aprobaré la arbitrariedad del Estado: por eso soy tan crítico de la calamidad en que vive Colombia, no sólo por la falta del Estado sino por su influencia negativa sobre el orden social.

Nunca aprobaré las restricciones a los derechos de los ciudadanos, pero en un continente donde nunca podemos escoger entre lo óptimo y lo pésimo sino entre niveles de precariedad, no sé decir qué es preferible, si el gobierno cubano, con su control estatal, sus restricciones a los ciudadanos, su partido único y sus insoportables cursos de materialismo histórico por la televisión, con su diario oficial y sus filas de racionamiento, pero que brinda educación, salud y dignidad a su pueblo, o mi país, donde la gente humilde tiene que pedir permiso a los criminales para ir de un barrio a otro, y donde todo se hace a espaldas de la comunidad.

Allá el Estado no permite la propiedad privada; aquí el Estado permitió que la propiedad de cinco millones de campesinos les fuera arrebatada a sangre y fuego, para tardíamente decretar, con conciencia de que no tiene cómo lograrlo, la restitución de esas propiedades.

Nos envanecemos mucho del derecho a la propiedad, pero la mitad de la población colombiana no tiene casa propia, y unos cuantos son dueños de las casas de todos los demás. Vivimos en un país tan lleno de exclusiones y resentimientos que las fiestas de barrio terminan en las salas de urgencia, y los hospitales parecen campamentos de guerra.

Y no estoy seguro de que en todas partes los medios de comunicación no dicten la verdad de sus dueños con un dogmatismo más sutil y más eficaz que el propio Granma.

No es poco mérito haber resistido durante medio siglo el bloqueo de los sucesivos gobiernos del país más poderoso del mundo. Si yo estuviera seguro de que lo que quieren los Estados Unidos es la felicidad del pueblo cubano, expresaría todas mis críticas hacia Cuba, porque también tengo muchas.

Pero como sé que al día siguiente de la caída de Cuba, La Habana se convertiría en una inmensa sala de juego para el ocio de los norteamericanos, en una frontera más desgarrada que la de Ciudad Juárez, y en una encrucijada de todas las violencias y corrupciones de nuestra época, prefiero que Cuba siga resistiendo hasta que caiga el bloqueo, y que la dignidad cubana garantice una mejor transición que la que permitiría el oscuro poder de las multinacionales.

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