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sábado, 21 de febrero de 2015

Panamá: Nota sobre el Estado, el país y su Universidad

La Universidad no sabe hacia dónde encaminarse –y tiende espontáneamente a replegarse sobre sí misma hasta el riesgo de asfixia-, como no lo sabe la Nación, porque el Estado ha dejado de cumplir la función de representante del interés general de nuestra sociedad.

Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra américa
Desde Ciudad Panamá

La discusión sobre el Gobierno de la Universidad de Panamá está íntimamente asociada a la que demanda el Gobierno del país. La dificultad para encararla en estos términos se hace aún mayor cuando los medios de comunicación informen sobre la Universidad y el Gobierno de un modo que busca exacerbar los conflictos entre personas, antes que para discutir las ideas que puedan estar en pugna, convirtiéndose así en verdaderas armas de distracción masiva.

En el caso de la Universidad de Panamá, por ejemplo, esto acentúa la percepción de que la contradicción principal radica en quién ocupa la Rectoría, cuando habría que buscarla en la pérdida de vinculación de la Universidad con el país al que debe servir de centro de producción y debate de conocimientos sobre sí mismo, y sobre sus desafíos y oportunidades en el mundo contemporáneo.
  

Este problema se agrava, además, porque el Estado nacional ha venido a reducir su relación con la Universidad a la de un mero proveedor de fondos de funcionamiento, y no está -desde hace mucho- en capacidad ni disposición de proporcionar un marco de relación correspondiente a una visión del desarrollo nacional que vaya más allá de proporcionarle al mercado los subsidios y la protección legal que necesita para funcionar a su libre arbitrio.

No es de extrañar, así, que el sistema nacional de educación superior tienda cada vez más a convertirse en un mercado de servicios académicos de formación profesional. En ese mercado convergen como si fueran iguales entidades públicas y privadas, y son las primeras, con sus intereses legítimamente particulares, las que imponen su lógica y sus demandas a las segundas, cuyos intereses sólo puede ser legítimos en la medida en que sean nacionales. En una situación como esta, la Universidad no sabe hacia dónde encaminarse – y tiende espontáneamente a replegarse sobre sí misma hasta el riesgo de asfixia -, como no lo sabe la Nación, porque el Estado ha dejado de cumplir la función de representante del interés general de nuestra sociedad.

En estas circunstancias, el orden de cosas vigente en el país y en sus instituciones, origen de los problemas que nos aquejan, tiende inevitablemente a aislar a la Universidad de su entorno. Distinta sería – y será – la situación cuando el tema de las relaciones entre la Universidad y la sociedad sea llevado a la sociedad misma, saliendo del campus para debatirlo con organizaciones sindicales, profesionales, empresariales, comunitarias y con el propio Estado, además de hacerlo con todos los estamentos universitarios, como es natural.

Para algunos, esto puede parecer un riesgo político excesivo. Y, sin embargo, el riesgo puede ser mucho mayor si no se entiende que si no se resuelve el problema por esa vía a partir de la alianza de los universitarios con los sectores más sanos de nuestra sociedad, la solución quedará en manos de los sectores más retrógrados de nuestra vida nacional, para mal del país entero.

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