Páginas

sábado, 16 de mayo de 2015

Cómo reproducimos la cultura del capital

La cultura del capital educa para verse primero a sí mismo y no preocuparse de los demás y del bien común. Este, ya lo hemos dicho varias veces, vive en el limbo desde hace mucho tiempo.

Leonardo Boff / Servicios Koinonia

En el artículo anterior –La cultura capitalista es anti-vida y anti-felicidad– intentamos, teóricamente, mostrar que la fuerza de su perpetuación y reproducción reside en la exacerbación de un aspecto de nuestra naturaleza, que consiste en el afán de autoafirmarse, de fortificar el propio yo para no desaparecer o ser engullido por los otros. Pero difumina e incluso niega el otro aspecto, igualmente natural, el de la integración del yo y del individuo en un todo, en la especie, de la cual es un representante.

Sin embargo no es suficiente detenernos en este tipo de reflexión es insuficiente. Junto a ese dato originario existe otra fuerza que garantiza la perpetuación de la cultura capitalista. Es el hecho de que nosotros, la mayoría de la sociedad, internalizamos los “valores” y el propósito básico del capitalismo, que es la expansión constante del lucro, que permite un consumo ilimitado de bienes materiales. Quien no tiene, quiere tener, quien tiene quiere tener más, y quien tiene más dice: nunca es suficiente. Y para la gran mayoría, la competición y no la solidaridad y la supremacía del más fuerte prevalecen sobre cualquier otro valor en las relaciones sociales, especialmente en los negocios.

La llave para sustentar la cultura del capital es la cultura del consumo, de la permanente adquisición de productos nuevos: un teléfono móvil nuevo con más aplicaciones, un modelo más sofisticado de ordenador, un estilo de zapatos o de vestido diferentes, facilidades de crédito bancario para posibilitar la compra-consumo, aceptación acrítica de las propagandas de productos etc.

Se ha creado una mentalidad donde todas estas cosas se dan por naturales. En las fiestas entre amigos o familiares y en los restaurantes se consume hasta hartarse, mientras al mismo tiempo las noticias hablan de millones de personas que pasan hambre. No son muchos los que se dan cuenta de esta contradicción, pues la cultura del capital educa para verse primero a sí mismo y no preocuparse de los demás y del bien común. Este, ya lo hemos dicho varias veces, vive en el limbo desde hace mucho tiempo.

Pero no basta atacar la cultura del consumo. Si el problema es sistémico, tenemos que oponerle otro sistema, anticapitalista, antiproductivista, anticrecimiento lineal e ilimitado. Al TINA capitalista (there is no alternative): «no hay otra alternativa» tenemos que contraponer otra TINA humanista (there is a new alternative): «hay una nueva alternativa».

Por todas partes surgen brotes alternativos de los cuales cito solo tres como ejemplo: el “bien vivir” de los pueblos andinos, que consiste en la armonía y el equilibrio de todos los factores en la familia, en la sociedad (democracia comunitaria), con la naturaleza (las aguas, los suelos, los paisajes) y con la Pachamama, la Madre Tierra. La economía no se guía por la acumulación sino por la producción de lo suficiente y decente para todos.

Segundo ejemplo: se está fortaleciendo cada vez más el ecosocialismo, que no tiene nada que ver con el socialismo una vez existente (que era en verdad un capitalismo de Estado), sino con los ideales del socialismo clásico de igualdad, solidaridad, subordinación del valor de cambio al valor de uso, con los ideales de la moderna ecología, como ha sido excelentemente presentado entre nosotros por Michael Löwy en Qué es el ecosocialismo (Cortez 2015) y por otros en varios países, como las contribuciones significativas de James O’Connor y de Jovel Kovel. Ahí se postula la economía en función de las necesidades sociales y de las exigencias de la protección del sistema-vida y del planeta como un todo. Un socialismo democrático, según O’Connor, tendría como objetivo una sociedad racional fundada en el control democrático, en la igualdad social y en el predominio del valor de uso. Löwy añade aún «que tal sociedad supone la propiedad colectiva de los medios de producción, un planeamiento democrático que permita a la sociedad definir los objetivos de la producción y las inversiones, y una nueva estructura tecnológica de las fuerzas productivas» (op.cit. p.45-46). El socialismo y la ecología comparten los valores cualitativos, irreductibles al mercado, como la cooperación, la reducción del tiempo de trabajo para vivir el reino de la libertad de convivir, de crear, de dedicarse a la cultura y a la espiritualidad y a recuperar la naturaleza devastada. Este ideal está en el ámbito de las posibilidades históricas y orienta prácticas que lo anticipan.

Un tercer modelo de cultura yo la llamaría la “vía franciscana”. Francisco de Asís, actualizado por Francisco de Roma es más que un nombre o un ideal religioso; es un proyecto de vida, un espíritu y un modo de ser. Entiende la pobreza no como un no tener sino como capacidad de desprenderse siempre de sí mismo para dar y dar, la sencillez de vida, el consumo como sobriedad compartida, el cuidado de los desvalidos, la confraternización universal con todos los seres de la naturaleza, respetados como hermanos y hermanas, la alegría de vivir, de danzar y de cantar hasta cantilenae amatoriae provenzales, cantares de amor. En términos políticos sería un socialismo de la suficiencia y de la decencia y no de la abundancia, por lo tanto, un proyecto radicalmente anti-capitalista y anti-acumulador.

¿Utopías? Sí, pero necesarias para no hundirnos en la crasa materialidad, utopías que pueden volverse una referencia inspiradora después de la gran crisis sistémica ecológico-social que vendrá inevitablemente como reacción de la propia Tierra que ya no aguanta tanta devastación. Tales valores culturales sustentarán un nuevo ensayo civilizatorio, finalmente más justo, espiritual y humano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario