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sábado, 13 de junio de 2015

Chile: Tiempos de crisis, tiempos de decisiones

Por los acontecimientos que se estando viviendo en los primeros seis meses del año 2015 queda claro que el modelo económico y político de estos últimos treinta años ha cumplido lo suyo. Los problemas a los que nos enfrentamos los chilenos en la segunda década del nuevo siglo son otros. Por ello es cada vez más claro que para superarlos el país requiere de nuevas herramientas políticas y nuevas estrategias de desarrollo.

Manuel Barrera / Especial para Con Nuestra América
Desde Santiago de Chile

En estos días de fines del verano e inicios del otoño, 2014- 2015, a las catástrofes naturales se les ha añadido una severa crisis de credibilidad respecto  del sistema político y de la gran empresa. La confianza de los ciudadanos en las instituciones y actores del sistema político y del económico ha llegado a niveles históricos mínimos. Todo ello, catástrofes y desafección, han traído desazón en la población y afectado su ánimo. La crisis de credibilidad, en especial,  ha impactado especialmente a la subjetividad del hombre/mujer común. La  desconfianza se ha instalado en gran parte de los chilenos. La desconfianza es un sentimiento cercano del miedo, ambos empobrecen el tejido social del país. A ese nivel  constituye un proceso que aumenta el estado de ansiedad, incertidumbre y malestar, muy presentes en esta etapa que vive, hoy por hoy, no sólo nuestro país sino gran parte de la humanidad.

Las causas objetivas en Chile, detrás de estos sentimientos, no son nuevas. Se vienen gestando desde tiempo atrás en nuestra historia reciente: muchas tienen que ver con el tipo de transición que tuvimos de la dictadura a la democracia. Una transición concertada con el dictador, ambigua, prolongada en el tiempo. Nuestra democracia se construyó con las normas constitucionales heredadas del régimen militar. Con los sectores y personas participantes en el poder dictatorial que conservaron el poder económico y gran parte del poder político. Con la misma ley laboral, el mismo régimen previsional, de salud, de educación. Incluso  los medios de comunicación escritos favorables a los sectores opositores al régimen militar disminuyeron en número en relación a los que tuvieron durante los años de dictadura. Además, la mayoría de los exonerados de las instituciones del Estado, como las universidades por ejemplo, siguieron fuera de ellas. Los que se incorporaron fueron, en los substancial, los militantes destacados de los partidos. El poder político ha sido monopolizado por los partidos políticos de todas las tendencias. Cuando el Senado debe decidir nombramientos en instituciones del Estado suele producirse un cuoteo político entre gobierno y oposición, cualquiera sea la naturaleza y calidad de esas instituciones. Al interior del Ejecutivo ha habido, a veces, un reparto de posiciones de poder entre las tendencias que conviven al interior de los partidos. Algunos de ellos están constituido por neo-tribus, es decir, tribus urbanas, grupos de amistad que surgen de determinadas familias, de colegios particulares de la élite, “trenzas” formadas por leales entre sí, que se auto promueven rebasando, a veces, el marco nacional y proyectándose incluso a las organizaciones internacionales. Este es un rasgo propio de las sociedades tradicionales, claramente contrario a los valores de la modernidad.

A su vez la economía ha mejorado, pero lo que más ha aumentado es la riqueza de los ricos.

Por su parte las ciudades son centros de desigualdad, lo que es insostenible para una sociedad urbana civilizada. Ello facilita el aumento de la delincuencia, lo que ha agregado mayor ansiedad en una población cada vez más expuesta a los robos y otros actos de violencia. Frente a la delincuencia en muchas poblaciones de la capital y en ciudades provinciales la gente tiene la sensación que el Estado los ha abandonado a su suerte. Que su defensa de la delincuencia corre por su propia iniciativa. De hecho pareciera que amplios sectores políticos, y la  izquierda muy en especial, no percibieran el drama del ciudadano común que debe organizar su vida considerando como una de sus prioridades, la defensa personal y familiar frente a la delincuencia tanto de sus bienes como, incluso, de sus vidas. 

De modo que las causas objetivas de la desafección política no son nuevas. Lo que es nuevo es que ahora se manifiesta con fuerza un cambio en la subjetividad de gran parte de la población. De repente las carencias, frustraciones y dificultades de la comunidad y las personas han quedado al descubierto. En la misma medida en que ha quedado al descubierto la vinculación espuria del poder político con el poder económico.

La historia del país desde 1970 adelante ha sido tan pletórica de circunstancias políticas, económicas y sociales  profundas y  diversas en su sello ideológico, que  es casi imposible que dejara intacto tanto el sistema de valores que orientaba la existencia de la sociedad como la orientación misma de las personas. Tanto en su acción exterior como en su subjetividad.  

Cuando ocurren episodios que afectan la subjetividad de las personas se está en presencia de un fenómeno que no puede enfrentarse con las herramientas que tradicionalmente usan los gobiernos para resolver problemas objetivos, situados en el mundo de lo real. Por ello, si  los agentes públicos y privados- gobierno, parlamento, judicatura, partidos políticos, movimientos sociales, organizaciones gremiales- no dan respuesta a estos problemas,   aumenta el temor al futuro. Las instituciones pierden, aún más, su pasada legitimidad por esa falta de eficacia.

En este proceso de des institucionalización sólo tres actores, en el mundo globalizado de hoy, tienen el poder suficiente para crecer de modo independiente y acelerado: el capital transnacional; el sistema de ciencia/tecnología y la opinión pública.

Actualmente es posible constatar que en las democracias occidentales existe una creciente capacidad de la opinión pública para erigirse en la institución universal dominante. De ahí la importancia de ganar la batalla de las ideas, de los sentimientos, de las expectativas de futuro en la opinión pública que en tiempos de escepticismo político puede inclinarse hacia sectores no democráticos.

La opinión pública se está constituyendo, en una primera instancia, en un contrapoder versus las oligarquías económicas, políticas, mediáticas, culturales y sociales. En el pasado fueron los sindicatos,  la clase obrera, los pobladores los emblemas de esa oposición. Actualmente lo es la ciudadanía, el pueblo, la gente en su conjunto. Se refuerzan estas tendencias con una sociedad civil organizada y actuante.

Así se empieza a limitar el margen de acción de los poderes oligárquicos. Es decir, el poder del dinero y el consiguiente abuso de las grandes empresas, el control mediático, el  antidemocrático  sistema binominal y  la composición de las cámaras a que ha dado origen, todo ello tiende a limitarse por una opinión pública informada y deliberante.

Es el momento de recordar que la palabra “crisis”, del griego “krisis” y ésta del verbo “krinein”,  significa “separar” y “decidir”. Designa el momento de tomar decisiones. Quizás ha llegado el momento, en Chile, de instalar las bases para la vigencia de una democracia más participativa. De modo que  los ciudadanos, los auténticos titulares del poder, tengan la posibilidad de incidir en las grandes decisiones.

En la situación del país la toma de decisiones tiene un sentido de urgencia. En el mundo actual la rapidez, promovida por el desarrollo tecnológico, se ha constituido en una variable fundamental en una variedad de ámbitos, incluyendo los sociales y políticos. En Chile el cambio tanto de la realidad política como de la social  es evidente. Y está pidiendo a gritos un nuevo paradigma para la vinculación de los individuos con la sociedad.  Uno clave es, sin duda, la participación democrática.

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