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sábado, 4 de julio de 2015

Del desarrollo como metáfora, y la sustentabilidad como problema

El desarrollo de que en verdad se trata hoy es el de nuestra especie a lo largo de los últimos cien mil años en su doble y simultánea dimensión biológica y sociocultural. Los problemas de ese desarrollo incluyen, por supuesto, aquellos que se derivan de las condiciones creadas por ese proceso en el curso de los últimos cinco siglos – y del XX al XXI en particular –, desde el extraordinario crecimiento de nuestro número hasta la formación de una primera comunidad mundial de los humanos.

Guillermo Castro Herrera / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

Cuando de una concepción se pasa a otra, el lenguaje precedente permanece, pero se usa metafóricamente. Todo el lenguaje se ha convertido en una metáfora y la historia de la semántica es también un aspecto de la historia de la cultura: el lenguaje es una cosa viva y al mismo tiempo un museo de fósiles de una vida pasada.
Antonio Gramsci, Cuadernos de la Cárcel, 2 (1930 – 1932), p. 150.
Ediciones ERA, México, 1984.

Poco se dice del desarrollo sostenible que vaya mucho más allá de la necesidad de encontrar alguna solución duradera a los graves conflictos que hoy aquejan a las relaciones de las sociedades humanas entre sí, y con su entorno natural. Y es que, en efecto, el mayor de los desafíos que encara el desarrollo sostenible sigue siendo el de encarar su imprecisión, útil quizás para transacciones políticas de corto plazo, pero que dificulta en realidad la definición de acuerdos puntuales sobre temas concretos.

En este terreno, las Humanidades nos ayudan a comprender mejor el lugar que ocupa este desafío en el proceso mayor que algunos han llamado “la historia natural de la especie humana”, a partir del importante papel que desempeñan las metáforas en la formación del conocimiento científico.  La metáfora, en efecto, posee la capacidad de combinar simultáneamente a múltiples significados no excluyentes entre sí, como lo hace José Martí al decir de su verso que es “como un puñal / que por el puño echa flor” y al mismo tiempo “un surtidor / que da un agua de coral”. Esto permite a la metáfora aludir a aquellos factores de incertidumbre que nutren las situaciones de malestar en la cultura, facilitando así el paso de la intuición a la certeza, y de ésta a la acción humana.

En esta tarea, la metáfora suele operar mediante intercambios de muy diverso orden entre campos distintos de la cultura y el conocimiento. Así, por ejemplo, la comprensión básica de nuestras relaciones de el mundo natural se ve facilitada cuando tomamos en préstamo una relación biocultural para aludir a la naturaleza como una madre generosa que trabaja para sostener a sus hijos, pero que puede también someterlos a duro castigo si éstos abusan de ella. Y, a la inversa, la noción de desarrollo opera a partir de una apropiación metafórica, por parte de las ciencias sociales, de un concepto proveniente de la biología, que designa el proceso de formación, maduración y muerte de los organismos vivientes.

La metáfora, sin embargo, alude y elude a un tiempo el sentido más profundo de aquello que señala. Así, al atribuir a la naturaleza la capacidad de trabajar que caracteriza nuestra especie puede distorsionar nuestro conocimiento del mundo natural. Igualmente, al excluir del desarrollo como categoría social y económica la muerte del organismo que se desarrolla, puede llevarnos a atribuir un carácter natural a hechos que en realidad corresponden a creaciones culturales, limitando la posibilidad de comprender las contradicciones que los animan y, con ello, la de encarar de manera adecuada los conflictos que se derivan de esas contradicciones.

El desarrollo sostenible, por ejemplo, alude al agotamiento de aquella visión del mundo que, entre las década de 1950 y 1970, sintetizó en el desarrollo (sin adjetivos) la esperanza de que el progreso técnico y sus frutos llegaran a toda la Humanidad, de modo que el crecimiento económico sostenido garantizara bienestar social y participación política crecientes para todos. Al propio tiempo, sin embargo, el problema así planteado elude referir ese concepto particular a las condiciones históricas que le dieron forma – aquellas asociadas a la culminación del proceso de formación del mercado mundial –, y a sus expresiones ideológicas más relevantes.

El desarrollo – y su contrario, el subdesarrollo -, en efecto,  culminan un largo proceso de construcción cultural. En ese proceso, el binomio desarrollo / subdesarrollo fue precedido por los de civilización / progreso, entre mediados del siglo XVIII y del XIX, y de progreso / atraso, entre mediados del XIX y del XX. En nuestra cultura, Humboldt y Sarmiento encarnaron el espíritu de la civilización, como Darwin y Spencer encarnaron el del progreso, y Keynes y Prebisch el del desarrollo. El paso de una fase a otra en esta historia, además, incluyó no sólo el paso al intento de expresión de problemas nuevos y más complejos que iban emergiendo del proceso de formación y transformaciones de nuestras sociedades: además, incluyó la integración de una amplia variedad de los fósiles que iba dejando en su camino cada etapa superada, que pasaban a constituirse en elementos de legitimación de la siguiente.

Sin embargo, el desarrollo de que en verdad se trata hoy es el de nuestra especie a lo largo de los últimos cien mil años en su doble y simultánea dimensión biológica y sociocultural. Los problemas de ese desarrollo incluyen, por supuesto, aquellos que se derivan de las condiciones creadas por ese proceso en el curso de los últimos cinco siglos – y del XX al XXI en particular –, desde el extraordinario crecimiento de nuestro número hasta la formación de una primera comunidad mundial de los humanos; el despliegue de formas de intervención en la naturaleza y de niveles de producción material y contaminación sin precedentes, y el hecho de que las formas de relación social y de organización de la cultura que hicieron posible todo esto han venido a entrar en contradicción creciente con las necesidades que se derivan de esos resultados.

Lo ilegítimo aquí – esto es, lo eludido en la metáfora – consiste en confundir ese proceso general con cualquiera de las formas históricas puntuales que han contribuido a su despliegue, o han terminado por distorsionarlo y aun bloquearlo. Visto así, todo apunta al problema político de decidir si aún cabe subordinar el desarrollo humano a la preservación de una forma histórica de organización de las relaciones sociales que ya conspira incluso contra sus bases naturales de sustentación, o si por el contrario ha llegado la hora de encarar de la manera más decidida la construcción de aquellas formas nuevas de socialidad que mejor se correspondan con el pleno aprovechamiento de las enormes conquistas que ha logrado nuestra especie en materia de ciencia y tecnología.

Asumir esta disyuntiva obliga a trascender la metáfora del desarrollo sostenible, para pasar del problema sin solución de hacer sostenible una forma histórica particular del desarrollo humano, a encarar la necesidad de encontrar y construir las formas nuevas que hagan sostenible ese desarrollo en el futuro. Hoy, en suma, ya resulta evidente que nuestro desarrollo será sostenible por lo humano que sea, o no será, como es evidente también que ese carácter tiene y tendrá su expresión más clara en nuestras capacidades para la cooperación solidaria. Haber llegado a esta disyuntiva constituye quizás el mayor de nuestros logros como especie. La forma en que la encaremos definirá nuestro destino y, en alguna medida, el del Planeta en que ha tenido lugar nuestra existencia.

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