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sábado, 8 de agosto de 2015

Racismo y civilización

La mirada europea, al ser la de la civilización, descubre todo territorio en que su codicia se deposite. La civilización introduce en la Historia todo territorio descubierto. Así, los conquistados estarán siempre en deuda con los conquistadores, aun cuando éstos saqueen sus riquezas: sin ellos, quedarían fuera de la Historia.

José Pablo Feinman / Página12 (Argentina)

Nuestra literatura está atragantada de textos racistas. También la de los países restantes de Suramérica. No “restantes” porque son lo que queda después de nosotros. Somos semejantes en muchas, demasiadas cosas como para establecer diferencias sustanciales. Somos un continente que ha tenido y sufrido una historia similar, no idéntica pues nada es idéntico, lo similar establece un paralelismo y no un bloque, no una mismidad. Esa mismidad surge dentro de las diferencias, surge como diferencia, pero se establece, existe como destino compartido, paralelo. Eso nos permite señalarla. Nosotros, los pueblos de Suramérica, tenemos una mismidad que es la de nuestros destinos compartidos, la de nuestro origen y la de nuestro despojo.

En junio de 2013, el presidente Evo Morales se presentó en la reunión de los Estados productores de petróleo, en Moscú. Llevó a cabo un operativo asombroso y profundo. Hasta ese momento deambulaba por Internet un texto impecable. Se le atribuía al cacique Guaicaipuro Cuauhtémoc, se decía que era falso ya que lo había escrito el venezolano Luis Britto García. Qué pena: el texto es magnífico. Pero ese sabor a falsía, le erosionaba sus verdades. Evo decidió solucionar la cuestión. Lo hizo suyo, leyó ese texto en esa reunión de países productores de petróleo. Sólo él, un auténtico descendiente de los pueblos originarios de América del Sur, sólo él, un indio como lo fuera el cacique Guaicaipuro, podía hacer suyo el lenguaje –calmo pero perfecto en su denuncia económica y civilizatoria– de su antepasado. Ahora no había nada que discutir. Todas las verdades del texto de Cuauhtémoc eran asumidas por Evo Morales. Ese texto ya no era un invento de algún escritor temerario que había inventado a un cacique evanescente, de leyenda, que decía habladurías destinadas a transitar los caminos anónimos, inverificables, ligados a la falsedad o al rencor, de los laberintos de Internet. El que hablaba era Evo Morales, en su condición de presidente de Bolivia.

El discurso de Evo dibuja con exquisita precisión el saqueo de eso que se llama “descubrimiento de América”. Ese saqueo, deducía, había posibilitado el despegue del capitalismo en Europa. Y su revolución industrial. Hay un elemento original y presentado casi en la modalidad del humor oscuro, doloroso por lo siniestro, pero real. El saqueo de la conquista y las matanzas que lo hicieron posible han generado (para ese continente) una deuda externa de dimensiones monstruosas: “Informamos a los descubridores que nos deben, como primer paso de su deuda, una masa de 185 mil kilos de oro y 16 millones de plata, ambas cifras elevadas a la potencia de 300. Es decir, un número para cuya expresión total serían necesarias más de 300 cifras, y que supera ampliamente el peso total del planeta Tierra. Muy pesadas son esas moles de oro y plata. ¿Cuánto pesarían calculadas en sangre?”. También en grandes autores europeos existe ese reconocimiento. (Salvo que Evo pide a Europa que pague su deuda y, argumenta, sólo existe un medio: que los europeos entreguen la entera Europa a los americanos, a los indoamericanos, dice, pero poca participación tendría Argentina en esa espléndida cobranza, pues se sabe: descendemos de los barcos, de modo que sugerimos al presidente Evo reclame a Europa para Suramérica toda.)

Tanto Adam Smith como Karl Marx destacaron la importancia de nuestro continente para el capitalismo. Marx, incluso, llega a afirmar, en las primeras páginas del Manifiesto, que el “descubrimiento” de América posibilitó la creación de la gran industria. Claramente: hubo capitalismo porque hubo conquista de América. Para todo pensador europeo y para los europeos en general el concepto de “descubrimiento” expresa la ratio europeísta. América es, en efecto, descubierta para Europa. La mirada europea, al ser la de la civilización, descubre todo territorio en que su codicia se deposite. La civilización introduce en la Historia todo territorio descubierto. Así, los conquistados estarán siempre en deuda con los conquistadores, aun cuando éstos saqueen sus riquezas: sin ellos, quedarían fuera de la Historia. No es casual que Hegel haya creado la expresión “pueblos sin historia” para aquellos que permanecen ajenos o rezagados ante la marcha de la historia, que es la de Occidente.

Suramérica habrá de ser pensada, hoy, por nosotros, suramericanos, por medio de dos conceptos: 1) conquista en tanto saqueo; 2) condición de posibilidad del surgimiento y desarrollo del capitalismo occidental. Este segundo punto es el que menos ha sido pensado. Está en el discurso de Evo Cuauhtémoc Morales que hemos citado. La deuda que tienen con nosotros es tan inmensa que apenas si alcanzaría con que nos dieran la Europa entera para cancelarla. No es una propuesta disparatada. Si se hicieron a sí mismos con lo que se llevaron de Suramérica, lo que nos deben es, entonces, el ser. Han sido y son Europa por el saqueo de las colonias. Esa deuda tienen. Para cancelarla tienen que darnos el ser. Si algo son, eso que son se lo deben a los saqueados y masacrados de las colonias. Lejos siquiera de imaginar alguna forma de devolución, el Occidente capitalista (trágicamente hoy) lleva su racismo al extremo. Los “esclavos” y los “monstruos” que fabricaron con su rapiña, desesperados, hambrientos, quieren “entrar” en Europa. O porque ahí hay comida o porque huyen de regímenes sanguinarios siempre sostenidos y armados por Europa, según sus intereses. Igual sucede con el porteño que detesta a los bolitas, los paraguas, los yoruguas o los perucas porque “vienen a robarse el país” o porque “no trabajan” o porque “roban” o “porque trabajan demasiado”. Este racismo porteño viene desde los inicios del siglo XIX. Siempre estuvo en Buenos Aires la “civilización”, la “gente bien”, los “blancos”.

El odio al Otro siempre es racial. El Otro es el negro. La negritud es enemiga de la civilización. No mencionemos aquí, por haberlo hecho otras veces, el racismo en El matadero o en Facundo. Pero no dejemos pasar Amalia, de 1851, novela publicada en Uruguay por el exiliado unitario José Mármol, distinguido representante de la elite porteña. Ya David Viñas hizo un gran trabajo en su clásico Literatura argentina y política. Ahí analiza la descripción que realiza Mármol de dos habitaciones duramente diferenciadas: la de Amalia y la de Rosas. Con Amalia apela al romanticismo espiritualista. Con Rosas, al naturalismo, a ese naturalismo que había extremado Echeverría para describir a los secuaces del Restaurador en tanto bestias. Expulsado de la condición humana, el Otro se convierte en lo absolutamente Otro, nada importará matarlo. Esta reducción del Otro a la condición de bestia es la condición de posibilidad de todo verdadero racismo. En la conquista de América ese papel lo juega el Evangelio. Al no tener los indios “alma”, al negarse a la evangelización, sólo restaba matarlos o esclavizarlos, dándoles un trato aún peor que a los animales.

El tema es uno de los más calientes de este momento histórico. Los bárbaros atacan las ciudades de la opulencia. Con sólo odiar a los bolivianos o a los paraguayos, todo porteño puede sentirse un europeo. ¿Qué son los bolitas y los paraguas? Inmigrantes, la figura pre-humana y la escoria social más odiada (y temida) en Europa. “El primer ministro británico”, escribe Cahal Milmo en The Independent de Inglaterra (texto publicado el 37/07/2015 en este diario, Página/12), “David Cameron, calificó ayer de ‘enjambre’ a los migrantes”. Acudiendo a una terminología adecuada a sus propósitos, que sólo de ese modo pueden expresarse sin caer en la corrección política o el progresismo de mejores modales (en el que cayeron quienes se apresuraron a criticarlo), el ministro Cameron dijo: “Esto (la inmigración indeseada) nos pone a prueba, lo acepto, porque hay un enjambre de inmigrantes que llega a través del Mediterráneo buscando una vida mejor”.

Aquí, a los inmigrantes, también se los supo tratar. Cameron necesita urgente a un Miguel Cané que le redacte una Ley de Residencia, ésa, la 4144, también llamada Ley Cané y que él nombraba como “deliciosa ley de expulsión”. (Cané, además, padecía una paranoia sexual con los inmigrantes: “¡Violarán a nuestras vírgenes!”.) Pero hay que detenerse en el notable y preciso concepto de enjambre que Cameron utiliza. Remite, ante todo, a las abejas. Una abeja es un insecto. Al calificar a los grupos de inmigrantes en tanto “enjambre”, Cameron los deshumaniza, los reduce a la condición de insectos. Los inmigrantes son insectos. Los piojos también. Los inmigrantes son, para Cameron, eso que los judíos eran para Hitler: insectos, piojos. El piojo no debe formar parte de la comunidad nacional porque vive a costo de ella, le chupa la sangre, es parasitario. Es “un cuerpo extraño en el organismo nacional”. También los bolitas y los perucas y los paraguas son eso.

“El judío”, escribe Hitler, o le dicta a Rudolf Hess durante los días de su prisión, “fue siempre un parásito en el organismo nacional de otros pueblos (...) Propagarse es una característica típica de todos los parásitos, y es así cómo el judío busca siempre un campo de nutrición” (Adolf Hitler, Mi Lucha, capítulo XI: La nacionalidad y la raza). El odio al Otro, al diferente, desde el odio al negro, al judío, a los inmigrantes indeseados o a las travestis, es un arma política para seducir a los mediocres, a los resentidos, a los que no tienen otro modo de sentirse algo sino por medio del odio a algún otro. “Vienen a robarnos Alemania”, dice un neonazi. Por consiguiente, Alemania es mía. “Vienen a robarnos el país”, dicen los argentinos del odio. Por consiguiente, Argentina es de ellos. Qué sencillo, pero enfermo, modo de apropiarse de un país que, saben, nunca fue de ellos ni lo será.

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