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sábado, 31 de octubre de 2015

Francisco, Mateo, y nosotros

Francisco no trabaja ni para traer de vuelta el pasado ni para defender un presente de inequidad y conflicto, sino para asegurar un lugar para la Iglesia en la civilización nueva que surja de esta crisis.

Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

Para Anubis Galardi, allá en su Habana

No hace falta profesar religión alguna para coincidir con el Papa Francisco en su postura crítica ante los desastres morales y sociales del mundo en que vivimos. En nuestra América, por ejemplo, basta con ser martiano para coincidir con él. Tampoco, por cierto, necesitan de religión alguna sus críticos de derecha, que expresan con claridad singular la estulticia del pensamiento único neoliberal ante el desafío que le plantea lo que quizás llegue a ser la doctrina socioambiental católica. Y lo hacen, además, desde el único lugar desde donde pueden hacerlos: los charcos y lodazales dejados a su paso por el tsunami cloacal del que provienen.

La labor de Francisco, en efecto, revela una profunda fractura en el consenso neoliberal, y lleva a los neoliberales a reaccionar con verdadero pánico ante un desafío que no saben en realidad cómo encarar. Esa labor del Papa no deja de recordar lo planteado en el Evangelio de Mateo, 10, donde se cuenta que Jesús dijo a sus discípulos lo siguiente:

Mirad, yo os envío como ovejas en medio de lobos; por tanto, sed astutos como las serpientes e inocentes como las palomas. 17 Pero cuidaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; 18 y hasta seréis llevados delante de gobernadores y reyes por mi causa, como un testimonio a ellos y a los gentiles. [...] 21 Y el hermano entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo; y los hijos se levantarán contra los padres, y les causarán la muerte. 22 Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre, pero el que persevere hasta el fin, ése será salvo.
No penséis que vine a traer paz a la tierra; no vine a traer paz, sino espada. 35 Porque vine a ponder al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; 36 y los enemigos del hombre serán los de su misma casa. 37 [...] El que os recibe a vosotros, a mí me recibe; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió. 41 El que recibe a un profeta como profeta, recibirá recompensa de profeta; y el que recibe a un justo como justo, recibirá recompensa de justo. 42 Y cualquiera que como discípulo dé de beber aunque sólo sea un vaso de agua fría a uno de estos pequeños, en verdad os digo que no perderá su recompensa.

Aún así, atendiendo al propio Francisco -que se justifica a sí mismo desde la llamada Doctrina Social Católica-, sólo cabría dudar de que a eso se reduzca el asunto. Aquella Doctrina fue elaborada a fines del siglo XIX, como parte del intento de la Iglesia por dejar atrás sus diferencias con el liberalismo entonces triunfante, y forjar una nueva santa alianza contra las reivindicaciones socialistas del movimiento obrero emergente en aquel tiempo. Lo que propone Francisco, en cambio, viene de más atrás, apunta en otra dirección, y tiene otras implicaciones.

Viene de más atrás, en cuanto -como lo recordara Sergio Bagú en su libro La Idea de Dios en la Sociedad de los Hombres, allá por la década de 1980-, el cristianismo tuvo un significado revolucionario en su origen en cuanto planteó el derecho a la salvación para todos los pueblos, para los seres humanos de todas las clases sociales, y para las mujeres y los hombres en particular. Así de amplio es el hacer y el decir de Francisco, como es así de revolucionario en estos tiempos de exclusión y de inequidad crecientes.

Apunta en otra dirección, porque ya no hay un liberalismo en ascenso, sino un neoliberalismo en profunda crisis cultural y moral -esto es, política. Ese neoliberalsimo aún es capaz de vencer rebeliones a sangre, fuego y hambre, pero ya no está en capacidad de convencer ni siquiera a quienes derrota, cuando lo hace. Y por esos mismo tiene otras implicaciones, en cuanto el problema contemporáneo no consiste en defender una civilización que se desintegra de desastre en desastre, sino en construir desde abajo hacia arriba la que haya de sustituirla.

Francisco, en este sentido, no trabaja ni para traer de vuelta el pasado ni para defender un presente de inequidad y conflicto, sino para asegurar un lugar para la Iglesia en la civilización nueva que surja de esta crisis. Con ello, se suma a esta lucha por un mundo nuevo, en que ya andan tantos en tantas partes del planeta, y su hacer moral es la espada conque acude a la batalla.

Con Francisco, el cristianismo vuelve a ser parte de un proceso revolucionario, del cual dependerá cada vez más el destino de todo aquello que reivindica el Pontífice. Así procura el Papa honrar la labor de constructor de puentes que originó el título que hoy ostenta.

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