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sábado, 14 de noviembre de 2015

¿Fin de ciclo? (I parte)

Somos parte de una generación que tiene como responsabilidad salvar el planeta y avanzar en la construcción de una sociedad más justa y una vida mejor para las mayorías. Eso no depende de ciclos ni se puede hacer bajo la falsa bandera del progreso, que solo sirve para encubrir ideas ambiguas y engañosas.

Sergio Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con Nuestra América
Desde Caracas, Venezuela

Durante los últimos meses hemos sido testigos de un denodado esfuerzo de un grupo importante de estudiosos, investigadores, académicos y analistas para aportar a favor o en contra de la idea de lo que se ha dado en llamar “el fin de ciclo de los gobiernos progresistas” o la “restauración conservadora” como la ha denominado el presidente Rafael Correa.  Interesantes debates se han producido al respecto. Me da la impresión que la mayoría de las opiniones responden a una reacción defensiva mientras se obvia otro debate necesario y paralelo referido a lo que podríamos llamar “el fin del ciclo neoliberal al exterior de América Latina”. Esta semana hablaremos del primer proceso y dejaremos el segundo para la próxima.

Para comenzar, quisiera  exponer algunas reflexiones sobre la imagen que trasunta detrás del concepto de “gobiernos progresistas”. Para mí no es clara. La idea de progreso proviene del avance ideológico que supuso la superación del feudalismo y el adelanto que en el mismo ámbito condujo al Renacimiento y a la aceptación de la racionalidad moderna como superación del paradigma que aceptaba que el conocimiento provenía de la idea teológica del espíritu. Todo ello sirvió de base para que el paradigma del progreso fuera usado como soporte del capitalismo en sus fases de desarrollo más acelerado, en particular durante las revoluciones industriales que se asociaron a esa idea. En esa medida, el concepto “progreso” se vinculó a los “éxitos” que el capitalismo generaba y que se visualizaban como una evolución dialéctica en relación al sistema feudal.

La irrupción de la revolución rusa al entrar el siglo XX, conjeturó un nuevo debate acerca de la imagen del progreso. La posibilidad real de que el capitalismo fuera negado por el socialismo no fue aceptada como progreso sino como regresión. Las ideas socialistas eran presentadas a través de las mass media como sinónimo de conservadurismo. En esa medida, la “verdadera” revolución no se produjo en 1917 sino en 1989, teniendo como símbolo la caída del Muro de Berlín y la posterior desaparición de la Unión Soviética y con ello el fin de la guerra fría y el mundo bipolar. Por ejemplo,  a fines del siglo XX, se llegó a decir que la Revolución Cubana era expresión de “ideas retrógradas, anquilosadas y conservadoras” que no tienen sustento en el mundo que se vivía. Con ello se anticipaba la caída de Cuba y su apropiación por el imperio estadounidense.

El triunfo electoral de Hugo Chávez en 1998 y su asunción de la presidencia de Venezuela a comienzos del año siguiente inauguró una época que con el devenir de los años y las victorias en las urnas de otros líderes de la región condujeron a lo que, -a mi juicio erróneamente- se han dado en llamar “gobiernos progresistas”. En mi opinión, éste es un término tan ambiguo que “sirve para todo y no sirve para nada”.

Veamos algunos ejemplos. El lema de uno de los gobiernos más profundamente neoliberales que ha tenido América Latina, el del chileno Ricardo Lagos, quien apoyó el golpe de Estado contra el Comandante Chávez en abril de 2002 era “Progreso con igualdad”. Estos gobiernos de la Concertación, incluyendo el de la Presidenta Bachelet, sostenedores de un modelo neoliberal, con democracia restringida a las veleidades de la Constitución pinochetista, también han sido considerados como progresistas.

En el mismo contexto, el 10 de marzo de 2012 el ex presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso visitó Venezuela para dar una conferencia por invitación el Banco Banesco. En dicho evento, afirmó “un país puede cambiar y entrar en una senda del progreso, no importa lo difícil con que se presenten las circunstancias presentes”.

En estos dos casos, pareciera, que la sola oposición a la derecha fascista bastara para ser catalogado como progresista, sin importar su soporte del modelo neoliberal y su subordinación a Estados Unidos.

Hoy, son dirigentes de Partidos Progresistas en América Latina, el neoliberal encubierto Mauricio Macri de Argentina, su amigo, el ambiguo Marco Enriquez-Ominami de Chile que juega a arañar votos  de la izquierda y la derecha, con discursos acordes en cada caso, a fin de llegar al gobierno, el  renegado Henry Falcón  en Venezuela con un discurso conciliador que ambiciona integrar a los indeterminados, engañando por igual a unos y otros, y el todavía alcalde de Bogotá  Gustavo Petro contra quien se volcaron todos los poderes visibles y fácticos pata impedir una gestión sana en la capital colombiana. ¿Es posible colocar en este marco tan turbio de “progresismo” a los gobiernos de América Latina y el Caribe cuya distinción es haber intentado una redistribución más justa del ingreso y ostentar una condición anti neoliberal, anti hegemónica y de defensa de la soberanía?, Lo han logrado en mayor o menor medida, han avanzado en dimensión superlativa, aquellos que han establecido mecanismos más profundos de participación y de construcción de poder popular.

En otro ámbito, se les exige a estos gobiernos, logros que son imposibles de obtener en los marcos en los que se ha desarrollado su gestión. Me da la impresión que en algunos sectores existe alguna confusión terminológica y al suponer que estas administraciones encarnan gobiernos revolucionarios en el marco de la guerra fría. A veces, estamos aprisionados por términos propios del mundo bipolar que no tienen cabida en el desarrollo de la política actual. En ese sentido, no es dable que un gobierno “revolucionario” se juegue su estabilidad y continuidad en elecciones en el marco estrecho de la democracia representativa y de un sistema económico mundial que sigue siendo capitalista. Los conceptos de izquierda y derecha no bastan para construir una correlación de fuerzas que se oponga a la hegemonía imperial, a la imposición de gobiernos neoliberales,  a la incorporación de millones de excluidos que han estado invisibilizados hasta hoy y a la imperiosa necesidad de salvar el mundo de la voracidad del capital que lo devasta y que destruye el medio ambiente. En esta lógica, nadie puede afirmar si Putin es de derecha o de izquierda, si lo es el gobierno de Irán o el de Siria, todos en primera línea de enfrentamiento a la expansión imperial. En otro ámbito, nadie podrá poner en duda que Raúl Castro sigue siendo un militante de izquierda  y un inveterado líder revolucionario, después que Cuba, tras una larga y heroica lucha, logró establecer relaciones con Estados Unidos y pugnar por la normalización de sus vínculos con la potencia imperial. Es evidente que los cánones de análisis del pasado, no nos sirven ahora para enarbolar las mismas  banderas justas de independencia, soberanía  y libertad que ondearon en momentos pretéritos.

Dialécticamente, las revoluciones son un paso adelante que niega un pasado de ignominia. Si ellas, se llegaran a desarrollar por ciclos no podrían caracterizarse en tal concepto. La idea estratégica del cambio revolucionario, la lucha por la independencia y la libertad no se juegan en elecciones por muy democráticas que estas sean, porque en el trasfondo, las elecciones son expresión de un sistema restringido que mide la política sólo en términos cuantitativos, Además, en la realidad de la América Latina de hoy, este propio sistema de democracia representativa ha sido mutilado cuando el papel de los partidos políticos lo han asumidos los medios de comunicación que representan intereses oscuros de poderes fácticos que no son elegidos por la sociedad.

¿Invalida esto, lo que se ha avanzado en el presente siglo? No, al contrario. La obtención del poder político por estos gobiernos ha creado condiciones para avanzar en el proceso de organización popular, de formación política y de toma de conciencia. Es indudable que los pueblos están hoy en mejor condición que al comenzar este siglo, para luchar por sus derechos. No es el progreso, lo que puede medir la característica fundamental de estos gobiernos, ni vivimos fin de ciclo alguno. Lo que hay son elecciones en las que cada cierto tiempo hay que medir las fuerzas. Hay retrocesos y avances, pero no se puede confundir sujeto político con sujeto electoral y el sujeto de la transformación de la sociedad es el político.

La correlación de fuerzas (que es un concepto mucho más amplio y completo) que el de medición cuantitativa en elecciones, ha avanzado positivamente, a favor de los pueblos, incluso si se llegaran a perder algunas elecciones en determinados países. Así, el proceso iniciado por el comandante Hugo Chávez en 1998, no tendrá retroceso. Las elecciones y la obtención de la victoria de las fuerzas populares en ellas, permiten colocar a grandes sectores de la sociedad en mejores condiciones para emprender la lucha por su liberación, pero no es la liberación en sí misma. La lucha política y la lucha electoral deben ir de la mano, pero sin dejar de entender que lo electoral es coyuntural, mientras que lo político es permanente.

Saber distinguir al enemigo principal, construir una correlación de fuerzas que lo aísle y debilite, establecer las más amplias alianzas bajo la hegemonía de los trabajadores y el pueblo son el ABC de la política que hay que poner en práctica en todo momento, incluyendo cuando se miden las fuerzas en los eventos electorales. Somos parte de una generación que tiene como responsabilidad salvar el planeta y avanzar en la construcción de una sociedad más justa y una vida mejor para las mayorías. Eso no depende de ciclos ni se puede hacer bajo la falsa bandera del progreso, que solo sirve para encubrir ideas ambiguas y engañosas.

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