Hoy, todos los discursos de la certidumbre –desde el neoliberalismo
hasta el tardoestalinismo y el neodesarrollismo– se han convertido en
estertores de un mundo que va dejando de existir. Hoy, la presión de nuestras
sociedades sobre todos los ecosistemas del Planeta ha alcanzado ya – y tiende
constantemente a sobrepasar – una escala que ayer apenas podía parecer
inimaginable.
Guillermo
Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
I
Más allá de lo inmediatamente visible en la crisis de nuestro tiempo – la bancarrota del sistema financiero global, la extraordinaria concentración de la riqueza junto a la amplia difusión de la pobreza, las tensiones políticas crecientes en todo el sistema mundial -, subyace otro plano de conflicto, cuya influencia es quizás más ubicua y trascendente de lo que se suele imaginar. Se trata de las contradicciones que animan y expresan, a un tiempo, las modalidades de interacción entre los sistemas naturales y los sistemas sociales que han sostenido el desarrollo del moderno sistema mundial a lo largo de los últimos cinco siglos.
Más allá de lo inmediatamente visible en la crisis de nuestro tiempo – la bancarrota del sistema financiero global, la extraordinaria concentración de la riqueza junto a la amplia difusión de la pobreza, las tensiones políticas crecientes en todo el sistema mundial -, subyace otro plano de conflicto, cuya influencia es quizás más ubicua y trascendente de lo que se suele imaginar. Se trata de las contradicciones que animan y expresan, a un tiempo, las modalidades de interacción entre los sistemas naturales y los sistemas sociales que han sostenido el desarrollo del moderno sistema mundial a lo largo de los últimos cinco siglos.
Ese proceso de desarrollo ha dado lugar ya a transformaciones de
enorme complejidad. Hoy somos una especie fundamentalmente urbana, que ha
estructurado a escala planetaria las relaciones de trabajo, organización y
poder que sostienen su desarrollo. En el marco de esa estructura, un
archipiélago de enclaves de prosperidad depende de la labor de un vasto
proletariado periférico, que trabaja y vive en condiciones aún peores que las
descritas por Charles Dickens y Víctor Hugo para los países centrales del siglo
XIX, y por Franz Fanon para el mundo colonial. Contamos ya, también, con las
nuevas Leyes de Pobres gestadas en las políticas migratorias de la Unión
Europea y la Norteamericana. Y en las últimas fronteras de recursos de Asia,
África y América Latina, se renueva a escala de ecocidio la tragedia de los
Bienes Comunes.
Es la escala de este drama, y la de sus implicaciones, la que demanda
abordar los conflictos de relación de nuestra especie con el mundo natural
desde nuestras opciones de futuro, para hacer de lo ambiental un verdadero
problema de política. La política, a fin de cuentas, es el medio por el cual
nuestra especie construye su historia y organiza sus espacios, en constante
interacción con el resto del mundo natural del que formamos parte. Sabemos que
no lo hace a su antojo, sino en el marco de la tradiciones, las restricciones y
las opciones creadas por las generaciones precedentes, sea prolongándolas, sea
contradiciéndolas y transformándolas. Y esto, precisamente, nos permite
entender también a la política como cultura en acto, esto es, como una práctica
social ejercida desde una visión del mundo históricamente determinada, que si
en la versión acomodaticias de algunos es asumida como el arte de lo posible,
desde la visión transformadora de los que aspiran a cambiar el mundo es
entendida como el de crear las condiciones que hicieran posible lo que ya es
socialmente necesario.
Esta perspectiva de análisis facilita mucho la tarea de identificar
los modos en que van tomando forma los desafíos y las oportunidades de nuestro
tiempo, para facilitar la construcción de una cultura ambiental que sea nueva
por su capacidad para expresar una circunstancia histórica marcada por la
eclosión de todas las contradicciones y todos los conflictos acumulados a lo
largo del proceso de formación y desarrollo del moderno sistema mundial. Esta
tarea, por otra parte, debe ser cumplida en un período de transición entre una
civilización que se agota y otra que apenas empieza a constituirse. En una
circunstancia tal, resulta natural que éste sea un tiempo de metáforas que
aluden y eluden de manera simultánea la raíz de los problemas que nos aquejan.
Esto no significa que se trate de un tiempo de ambigüedades – por más que
existan sectores conservadores que las ejercen de manera deliberada para
distorsionar y desdibujar los términos del debate -, pero sí implica que
estamos en un momento de polisemia, en el que los problemas son abordados desde
múltiples perspectivas de significado no excluyentes entre sí.
Hoy, todos los discursos de la certidumbre –desde el neoliberalismo
hasta el tardoestalinismo y el neodesarrollismo– se han convertido en
estertores de un mundo que va dejando de existir. Hoy, la presión de nuestras
sociedades sobre todos los ecosistemas del Planeta ha alcanzado ya – y tiende
constantemente a sobrepasar – una escala que ayer apenas podía parecer
inimaginable. Por lo mismo, la comprensión de esta circunstancia global resulta
imprescindible para abordar de manera concreta el problema concreto de la
inserción de nuestra América en esta crisis, y las alternativas que esa
inserción le plantea a nuestras sociedades.
II
La extraordinaria complejidad de las circunstancias ambientales,
sociales y culturales por las que hoy atraviesa nuestra América tiene su origen
más visible en el período 1500 – 1550, cuando ella se vio incorporada al
proceso de formación del moderno sistema mundial como proveedora de alimentos y
materias primas y como frontera de recursos de mercantilización futura. Esa
modalidad de inserción definió entre los siglos XVI a XIX, a su vez, una
estructura de larga duración que opera con tiempos y modalidades distintas en
al menos cuatro sub regiones diferentes, y en todos los planos de la
interacción entre los sistemas sociales y naturales presentes en cada una de
ellas.
La primera, de claro carácter indoamericano, se articuló a partir de
distintas modalidades de trabajo servil a las que fueron sometidas las
poblaciones indígenas que sobrevivieron a la Conquista gracias a su mayor
densidad demográfica y su nivel más elevado de civilización, en los altiplanos
mesoamericano y andino. La segunda corresponde al espacio afroamericano creada
por la esclavitud, asociada sobre todo a actividades de plantación. La tercera
es una América mestiza, de fuerte impronta europea, que se despliega en las
vastas planicies áreas agroganaderas que van de Rio Grande Do Sul al valle
central de Chile. Y está, finalmente, la que se articula a partir de áreas que
escaparon a la articulación directa en el mercado mundial durante un período
más o menos prolongado, y pasan ahora constituirse en las zonas de frontera
interior que, a mediados del siglo XX, abarcaban aún enormes extensiones del
centro de América del Sur, y del litoral Caribe mesoamericano.
Desde fines del siglo XX, el papel más relevante de nuestra América en
el desarrollo del sistema mundial consiste en el amortiguamiento de la crisis
que lo aqueja mediante la transformación masiva y sostenida de sus fronteras
interiores en fronteras de expansión de la economía de mercado. Esta
transformación, en efecto – tal como lo ha señalado Jason Woods – provee al
sistema mundial de materias primas, alimentos, energía y trabajo baratos a
partir tanto de la abundancia de recursos aún inexplotados como de las amplias
posibilidades de externalización de los costos ambientales de la explotación de
esos recursos, y la inversión masiva en megaproyectos de infraestructura que
facilitan el acceso a los mismos.
Encarar este momento de la historia ambiental de nuestra América,
poniendo en evidencia sus implicaciones para la sostenibilidad del desarrollo
de la especie humana en nuestras sociedades y en el planeta, es una tarea que
plantea singulares dificultades de orden teórico y metodológico. De entre esas
dificultades, destaca la de empezar a entender que el desarrollo sostenible no
es el aquel capaz de traducirse en una hipotética combinación de crecimiento
económico con justicia social y cuidado del entorno natural, sino el que
contribuye a crear sociedades nuevas, capaces de ejercer en sus relaciones con
la naturaleza la armonía que caracterice a las relaciones de sus integrantes
entre sí, y con el resto de sus semejantes.
Lo anterior, por otra parte, es apenas un punto de partida. Recorrer
el camino a la sostenibilidad del desarrollo de la especie que somos demanda,
además, establecer con algún grado de precisión el destino al que deseamos
arribar. Aquí, nuestro legado cultural – del sumak kawsay al ensayo Nuestra América - nos ofrece un auxilio de
extraordinario valor, al ofrecernos una imagen del destino al que podemos
aspirar, y de los medios adecuados para alcanzarlo. Así, por ejemplo, nos dice
José Martí en su ensayo que “el buen gobernante en América” es aquel que sabe
“con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto,
para llegar,”
por métodos e instituciones nacidas del país mismo,
a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan
todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que
fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas.
Y nos advierte enseguida que para alcanzar ese objetivo el gobierno
“ha de nacer del país”, su espíritu “ha de ser el del país” y su forma “ha de
avenirse a la constitución propia del país”, pues ese gobierno no puede ser sino “el equilibrio de los elementos
naturales del país.”[1]
He ahí la tarea verdadera: no simplemente enfrentar la crisis en lo
peor de sus consecuencias, sino en la oportunidad que nos ofrece para ir a la
construcción de un mundo nuevo. La cultura ambiental correspondiente a ese
propósito sólo será eficaz en la medida en que no sea ni copia ni calco de
otras, sino – como lo quería José Carlos Mariátegui para el socialismo
indoamericano de su tiempo – creación heroica y obra colectiva, para ser capaz
de encarar la batalla entre la falsa erudición y la naturaleza en lo que hace a
nuestras relaciones con el mundo natural, y con la vida misma.
Hacia 1894, en uno de sus cuadernos de notas, José Martí nos legó la
idea de que toda gran verdad política es una gran verdad natural.[2] Hoy empezamos a entender
que, siendo el ambiente el resultado de las interacciones entre las sociedades
que somos y el entorno del que dependemos para nuestra existencia, si deseamos
un ambiente distinto tendremos que construir sociedades diferentes. Y esta
necesidad de transformar el mundo para recuperar su equilibrio amenazado por la
destrucción de las condiciones indispensables para la vida de nuestra especie
constituye, sin duda, la mayor verdad natural de nuestro tiempo.
El día que demos vuelta
ResponderEliminarel curso de la historia
dejaremos de usar riqueza
en tanto que emplear
manipular la vida
para producir pobreza
La crisis social cultural es una crisis de la productividad de nuestra compleja y desarrollada civilización, fundada en imperativos y formas culturales, sociales, mentales, de producción y generación de realidad, es una crisis de la insuficiencia de estas formas productivas, en contraste con la complejidad productiva de las formas vivientes, por medio de las que se manifiesta la generosa productividad, eficiencia y complejidad de la expresión viviente.
La acción productiva de la vida sobre el planeta actúa se difunde, se manifiesta a través de sus formas, tómese a estas, como a los seres vivos.
En tanto y en contraposición con una clara diferenciación, la acción productiva creadora de la mente lo hace a través de las suyas, un tractor, un tanque de guerra, los aviones no tripulados, los bancos, las matemáticas, los libros, el lenguaje, los estados, son las formas mentales, son los cuerpos y estructuras mentales por medio de los cuales actúa se manifiesta la acción productiva de la mente sobre el planeta.
Nuestra ignorante y muy soberbia como arrogante mente, está muy retrasada en cuanto a sus construcciones modelos productivos, en relación a la actividad y complejidad productiva de lo viviente, una planta de ajo, una libélula, como la estructura física de ciertos microorganismos son parte de las formas vitales y esenciales por medio de las cuales actúa y se manifiesta en tanto que se difunde la acción productiva de los objetivos de la vida.
Son partes de las estructuras vivientes, las abejas, los gansos salvajes, los cedros y las plantas de tomate, por medio de los que actúa se manifiestan genera y regenera la acción productiva constante como viviente sobre el planeta.
Un fusil, un misil, una computadora, como la estructura y organización social de un estado, por muy interesantes y complejas que sean, no se comparan ni equiparan, como estructuras y formas complejas, a la estructura y forma de un niño, un perro, ni que hablar a la estructura y complejidad representada por una selva, un arrecife de coral.
Tenemos que saber diferenciar las formas por las que se manifiesta la acción productiva de la vida, saber diferenciarlas de las formas por la que se manifiesta la acción productiva de la mente, nuestra mente, que rige domina y determina el comportamiento productivo de nuestra especie.
Y más aún saber cuáles son los objetivos que persiguen, se proponen estas dos como contradictorias fuerza que se manifiestan como la acción entrelazada de la que se deriva la realidad de nuestro mundo.
Creo que hacernos consciente de tal cosa puede ser de mucha utilidad porque a partir de tal contraste, nuestra mente, la mente de nuestra especie, puede dar lugar a nuevas formas con un signo diferente, a formas más complejas, rigiéndose en la complejidad estructural y maravillosa de los complejísimos sistemas y ecosistemas vivos.