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sábado, 16 de abril de 2016

Cuba: Con José Martí y la misión de ser el pueblo

El partido que dirige la Revolución tiene también una responsabilidad que tuvo el creado por Martí, quien fue consciente de un hecho: la aspiración de crear una república con todos y para el bien de todos no autorizaba a desconocer la existencia de fuerzas, sectores sociales e individuos que se autoexcluían de la totalidad representada en el programa revolucionario.

Luis Toledo Sande / Cubadebate

En el Partido Revolucionario Cubano, calificado por Juan Marinello como “creación ejemplar de José Martí”, reconoció Fidel Castro, guía de la Revolución Cubana, “el precedente más honroso y más legítimo del Partido” que la dirige. Tal fue la altura de la organización fundada en 1892 por Martí, entre compatriotas y puertorriqueños emigrados, para librar a Cuba de España y del “sistema de colonización” que se gestaba en los Estados Unidos, y contribuir a la independencia de Puerto Rico.

Con su radicalidad en pensamiento y en actos Martí fraguó lo que Julio Antonio Mella, en sus Glosas acerca del Maestro, caracterizó como “el misterio del programa ultrademocráticodel Partido Revolucionario”. Es relevante que ese criterio venga de un luchador comunista, central en la continuidad por la que el estudioso mexicano Pablo González Casanova apreció que el marxismo entró en Cuba por la senda heredada de Martí.

La feliz revelación nada tiene que ver con tendencias a fabricar similitudes entre el legado martiano, forjado esencialmente para nuestra América y, en gran parte, desde los Estados Unidos —donde Martí vio surgir el voraz imperialismo—, y la teoría marxista, nacida en Europa. Tampoco debe atribuirse al sociólogo mexicano la creencia de que esas contribuciones se agotan en sus respectivos ámbitos y períodos de origen.

Medular en las preocupaciones de Martí, la cuestión colonial no se redujo al siglo XIX y a un continente, ni la lucha de clases para la emancipación de los trabajadores es exclusivamente europea, anulable por el auge de la socialdemocracia a expensas del ideario socialista. La interrelación de tales vertientes de la realidad y las ideas revolucionarias vinculadas con ellas es un hecho, aunque aldeanismos varios lo hayan mistificado en un sentido o en otro.

Durante años, entre esos aldeanismos ­­—torpes en cualquier caso— tuvieron empaque prestigioso los supuestamente marxistas, que hacían considerar acertado lo que para Martí habría sido un crimen: que todo habría de esperarse y vendría de Europa. Pensando en nuestra América, y con utilidad aún más abarcadora, trazó él una norma para frenar estrecheces como las aludidas: “Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas”.

Contextos, propósitos

En rigor, aún más que de injertos y trasplantes, su pensamiento encarnó creatividad fundadora. En Nuestra América, el mismo ensayo al que pertenece lo antes citado, pensando en las hornadas latinoamericanas de su tiempo, no en una generación entendida estrechamente, afirmó: “Crear es la palabra de pase de esta generación”.

En los años aludidos, lejos de escrutar en lo hondo del pensamiento de Martí y su valor para enfrentar las realidades de su entorno y aportar luces hacia el futuro, hubo quienes le aplicaran cartabones opuestos a su condición de ser humano primario, no secundario, lo que se dice glosando palabras suyas. Encarnó la actitud que él alababa en los talentos fundadores: pensar y buscar por sí mismos las respuestas requeridas para enfrentar los problemas y solucionarlos. Por ser destacadamente uno de ellos, estructuró el proyecto revolucionario más avanzado en su entorno histórico y político.

Ese proyecto creció centrado en el conflicto colonia-metrópoli y para un continente donde emergía la que no tardó en ser la mayor potencia imperialista. La claridad con que Martí asumió su responsabilidad al frente del movimiento necesario en ese entorno, no siempre se ha valorado con acierto, debido a escollos como cierto entusiasmo de vocación marxista pero —buenas voluntades aparte— de sesgo eurocéntrico.

Apuntarlo no implica ignorar las grandezas del marxismo verdadero, pero sí tener en cuenta las que el propio Martí, refiriéndose a “la idea socialista”, calificó de “lecturas extranjerizas, confusas e incompletas”. Si hoy se detectan menos, no será porque hayan cesado, sino más bien porque en una parte de la izquierda, verdadera o tenida por tal, repliegues y traiciones han menguado, en lo visible, el interés por el marxismo.

Dichas lecturas explicarían que en ocasiones se inventaran similitudes de Martí con el legado marxista —o, acaso más exactamente, con el dogmatismo marxista-leninista promovido por lo que, de modo simple en exceso, se ha llamado estalinismo—, y se le aplicaran al Partido Revolucionario Cubano rótulos como “partido de nuevo tipo”. Esa confusión desborda el plano lexical: atañe al sentido sociopolítico, e histórico, de los conceptos. Razones abundan para decir que Martí creó un nuevo tipo de partido, pero partido de nuevo tipo es una categoría asociada a la organización que, en otro contexto, Vladimir Ilich Lenin llevó a su máxima potencialidad revolucionaria.

Cometido y unidad

Tanto Martí como luego Lenin crearon un solo partido, lo cual es elementalmente lógico: un político, cualquiera que sea su ideología, salvo que se trate de un entusiasta irresponsable, no crea más de un partido, al menos a la vez. Pero entre el bolchevique ruso y el independentista cubano, ambos radicales en sus circunstancias, mediaron también diferencias básicas.

El partido de Lenin ­fue esencialmente uniclasista, de carácter proletario. Cabe afirmarlo sin menospreciar su heterogeneidad interna ni las deformaciones que, sobre todo tras la muerte de su guía fundador, le torcieron el camino hasta desmovilizarlo, pero no niegan el valor con que se fraguó, ni sus logros.

Martí fundó un partido para un proyecto de liberación nacional que tuvo en los humildes su mayor sostén —no por casualidad quiso el líder que su gestación se decidiera en comunidades básicamente obreras— y sus más enconados adversarios entre los más opulentos. Pero fue un frente de unidad nacional, pluriclasista. Su fuerza radicó, mientras vivió Martí, en merecer los términos con que él lo definió en vísperas de su proclamación: “El Partido Revolucionario Cubano, es el pueblo cubano”.

Hoy esa aspiración sigue convocando también al que en 1965 se constituyó como Partido Comunista, nombre que a su propia dignidad une el valor de la permanencia. La ha mantenido en contraste con procesos que, al abandonar los ideales con que estaban comprometidos, empezaron por renunciar a él.

El partido que dirige la Revolución tiene también una responsabilidad que tuvo el creado por Martí, quien fue consciente de un hecho: la aspiración de crear una república con todos y para el bien de todos no autorizaba a desconocer la existencia de fuerzas, sectores sociales e individuos que se autoexcluían de la totalidad representada en el programa revolucionario.

Uno de los textos de Martí que explicitan claramente la necesidad de ese deslinde es su discurso del 26 de noviembre de 1891, ya en pasos previos y decisivos hacia la proclamación del Partido, y que suele titularse por el final, que llama a construir una república “con todos, y para el bien de todos”. En él, mentís tras mentís denunció a los que, egoístamente anclados en sus propios intereses, no abrazaban el plan patriótico.

Teoría, acción, ejemplo

En el partido martiano y en el leninista la necesidad de respetar principios, programas, y mantener la disciplina en el funcionamiento, se calzó con una estructura que no consistía en una mera suma de individuos, sino en todo un sistema de organizaciones de base. Por esa razón en años de dogmatismo (anti)marxista se aplicó también al de Martí una categoría acuñada en la conceptualización leninista: centralismo democrático.

Matizaciones y salvedades, historia sobre los caminos respectivos, cabría hacer. Ni en el plano organizativo es necesario cargar la mano en la comparación. Pero —para ceñirnos al ejemplo de Martí— lo más importante estriba en no perder de vista elementos esenciales más allá de lo factual visible.

No era el menor de esos valores el ejemplo requerido a los dirigentes, quienes, electos anualmente, eran revocables en cualquier momento, y debían rendir cuenta de su labor; otro consistía en la importancia de que entre centralización y democracia se mantuviera el equilibrio indispensable para que no prosperasen ni el desorden ni el autoritarismo.

Junto con el señalamiento de la similitud, suscitada por los elementos de centralismo y de democracia, se incurrió también en igualar la unidad revolucionaria buscada y lograda por Martí y el concepto de partido único o unipartidismo que ni siquiera viene estrictamente de Lenin. El ímpetu de polemista característico de este último permite incluso conjeturar que disfrutaba tener a su alrededor fuerzas partidistas con las cuales contender —el debate fue una de sus más poderosas armas—, y tampoco habría podido eliminarlas aunque hubiera querido.

En Martí se debe apreciar la voluntad de que los patriotas revolucionarios —que en su programa eran los defensores de la independencia y de la fundación de una república moral que abriera caminos para la justicia y el saneamiento sociales— se unieran resueltamente en una sola organización política. Solo así su fuerza y sus sacrificios podrían dar los frutos esperados.

Sería erróneo aplicar a Martí los cánones de un modelo de gobierno ajeno a sus propuestas, y cuyos orígenes habría que buscar más bien en lo que se ha llamado estalinización de la sociedad soviética. Martí vivió en una Cuba donde había otros partidos: el Liberal Autonomista, el Unión Constitucional, antinacionales ambos por plegarse a intereses foráneos. Previó incluso el posible surgimiento de un partido anexionista, contra el cual tempranamente pensó que urgía organizar en un partido a las fuerzas revolucionarias, y que de hecho existía como tendencia, machihembrada, en la práctica, con el autonomismo y el integrismo colonialista. Herencia, secuelas, dejaría.

Fines y ética

Martí preparó una guerra en la que sería necesario defender tenazmente el programa libertador. Su prédica no cuajó en líneas aplicadas desde el poder, sino en principios e ideales válidos para la lucha revolucionaria. Consecuente con la idea de que “un pueblo no es la voluntad de un hombre solo, por pura que ella sea”, sostuvo a propósito de la entrada del Partido Revolucionario Cubano en su tercer año de vida: “A su pueblo se ha de ajustar todo partido público, y no es la política más, o no ha de ser, que el arte de guiar, con sacrificio propio, los factores diversos u opuestos de un país”.

El “sacrificio propio” apunta claramente al que él mismo hacía para mantener, sin faltar a la ética, la armonía necesaria entre el deber de guiar a sus seguidores potenciales hacia logros lo más altos posible, y el también deber de cultivar la mayor unidad alcanzable entre ellos. Acertadamente Roberto Fernández Retamar señaló que, al poner el periódico Patria en circulación antes de proclamarse el Partido, y sostener que no era órgano de este, Martí tenía un propósito: que el rotativo diera cabida a una radicalidad ideológica mayor que la media esperable en una organización política de base social hetorogénea.

Sabía que la unidad era indispensable para alcanzar una victoria que valiese de veras la pena, y, si en España y en repúblicas de nuestra América denunció manquedades del liberalismo al uso, en los Estados Unidos lo hizo de modo macizo y especialmente abarcador: repudió la inutilidad, para los intereses populares —para una democracia sincera como la que él quería ver en Cuba—, de la alternancia de partidos que en esencia representaban a corporaciones rivales, pero afines. Lo demostraban las vertientes partidistas dominantes, con nombres emparentados hasta en significación teórica: republicanos y demócratas.

El valor de su pensamiento y de sus actos lo confirma su presencia guiadora —ni dogmatismo ni sectarismo alguno han podido eclipsarla— en la Revolución Cubana. Esa presencia da continuidad a lo dicho por González Casanova en cuanto al valor del legado martiano como vía para la entrada del marxismo en Cuba. Ello habla de lo acertada que estuvo la vanguardia de este país en la más temprana asimilación de las ideas socialistas y marxistas, y anarquistas incluso. Estas últimas, en el caso cubano, se incorporaron a la lucha independentista y alcanzaron apreciable potencialidad revolucionaria.

La prueba de los hechos

El marxista Carlos Baliño, el socialista Diego Vicente Tejera y el activista obrero José Dolores Poyo —como otros unidos a Martí en la acción patriótica y por vínculos de mutua admiración— tuvieron la inteligencia y el sentido político necesarios para comprender que debían sumarse al proyecto martiano. Mella testimonió haberle oído decir a Baliño que Martí le había confesado que la revolución no se haría en la guerra por la independencia, sino en la república. El testimonio es verosímil por la honradez de sus trasmisores y por coincidir en su esencia con declaraciones de Martí.

El alcance práctico de esa idea se expresa en hechos como el siguiente: el Baliño que siguió a Martí en la fundación del Partido Revolucionario Cubano, en 1925 acompañó a Mella y otros luchadores en la creación del primer partido cubano en proclamarse comunista y basar su programa en el marxismo.

En esa tradición vive, y ha de seguir cumpliendo el magno deber que le viene de ella, el partido que hoy dirige el proceso revolucionario cubano, y tiene, como la tuvo el partido creado por Martí, la misión de merecer que se le considere, y serlo, el pueblo cubano. En el mismo texto Martí afirmó: “Lo que un grupo ambiciona, cae. Perdura, lo que un pueblo quiere”.

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