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sábado, 21 de mayo de 2016

Política profesional y psicopatía

Los políticos profesionales no son “enfermos mentales”, no son psicópatas, pero la política como quehacer humano especializado, como modo de administración de la cosa pública en sociedades tremendamente complejas, echa mano de un talante “psicopático” que permite engañar, manipular, tergiversar la realidad.

Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala

Al principio, sonríe y saluda a todo el que encuentra a su paso, niega ser tirano [léase: el político profesional], promete muchas cosas en público y en privado, libra de deudas y reparte tierras al pueblo y a los que le rodean y se finge benévolo y manso para con todos [...] Suscita algunas guerras para que el pueblo tenga necesidad de conductor [...] Y para que, pagando impuestos, se hagan pobres y, por verse forzados a dedicarse a sus necesidades cotidianas, conspiren menos contra él [...] Y también para que, si sospecha de algunos que tienen temple de libertad y no han de dejarle mandar, tenga un pretexto para acabar con ellos entregándoles a los enemigos [...] ¿Y no sucede que algunos de los que han ayudado a encumbrarle y cuentan con influencia se atreven a enfrentarse ya con él, ya entre sí [...] censurando las cosas que ocurren, por lo menos aquellos que son más valerosos? [...] Y así el tirano, si es que ha de gobernar, tiene que quitar de en medio a todos éstos hasta que no deje persona alguna de provecho ni entre los amigos ni entre los enemigos.
Platón (Politeia)

Normalidad (neurosis), psicosis y psicopatía

La cría humana, para humanizarse y llegar a ser un adulto más de la serie, bien integrado –lo que llamamos un “normal”–, debe pasar por un largo y complejo proceso. El mismo, nunca falto de tropiezos y que no tiene asegurado el “final feliz”, puede tomar diferentes vericuetos. Eso es la socialización. Por cierto, no es un camino fijado naturalmente por el instinto. Como dijera Jean Laplanche: “el instinto está “pervertido” [transformado, tocado, enredado] por lo social”.

En general, la gran mayoría de seres humanos, independientemente del medio cultural donde nos desenvolvemos, cumplimos con ese proceso, y con las dificultades del caso debidamente superadas, terminamos integrados a nuestro entorno. Eso, en definitiva, es ser un buen neurótico (que significa: “un buen normal”). Es decir: en términos estructurales, lo que predomina en cualquier cultura son sujetos funcionales a la misma, que la pudieron captar, procesar, viven en ella y la pueden reproducir.

En otros términos, fuera de la noción vulgarizada que asimila “neurótico” con un tipo de “enfermo mental”, vivir como neurótico significa haber podido cumplir con el pasaje por los canales que nos impone la civilización donde nos movemos, asumiendo esas pautas y haciéndolas nuestras. En un determinado lugar se come carne vacuna; en otro, carne de serpiente: ninguno es “más” civilizado, “más” normal que el otro. Son, simplemente, posibilidades que el ser humano ha ido abriendo. Integrarse a cada respectivo colectivo sintiéndose parte de él (con carne de vaca o de serpiente, etc., etc.): eso es la normalidad. Ser un “normal” equivale a decir: ser un neurótico. Dicho en otros términos: poder aceptar y reproducir los códigos culturales que nos sobredeterminan, que nos hacen ser, entrar en un marco de reglas sociales de convivencia (los colores del semáforo, la prohibición del incesto, la propiedad privada o la adoración de determinada deidad, para poner algún ejemplo al azar).

Como dijimos: ese proceso ni es fácil ni está libre de problemas. Las inhibiciones varias, los síntomas de los más variados, la angustia como una posibilidad siempre presente, son elementos que hacen a la llamada normalidad. La Psiquiatría se apura a hacer de todo esos “desajustes” el listado justificatorio de las exclusiones: el que no entra en los cánones “normales” puede ir a parar al loquero (o, en la actualidad, ser excluido con métodos más sutiles). Con una visión más amplia de las cosas, puede verse que la normalidad es una construcción histórica, por tanto: cambiante.

Lo cierto es que la amplia mayoría de mortales entra en esas reglas. Pero por diversas razones, alguien no puede hacer ese proceso. Para ejemplificarlo: alguna vez una pareja de padres se ufanaba ante el psicoanalista de “haber tenido una sola relación sexual en su vida matrimonial, de lo que salió esta porquería” (señalando a su hijo psicótico, un adolescente que presentaba delirios y alucinaciones). ¿Por qué ese joven no pudo hacer el paso por los códigos normales y ser uno más? ¿Por qué se hizo psicótico? Su historia subjetiva, escrita con esos padres (¿quién “normalmente” mantiene una sola relación sexual en toda su vida con su pareja vanagloriándose de ello?, ¿quién ve una “porquería” en su hijo?), y no algún determinante bioquímico o alguna malformación a nivel de sistema nervioso central podrá explicar su actuar. Lo que hoy la ciencia psicológica puede decir es que para ser “normal” hay que adecuarse, entrar, integrarse a un código simbólico preexistente. Esas son las tres posibilidades que nos esperan en ese complejo proceso: en general somos neuróticos que podemos respetar las normas (el 99.9% de la población). Quien no puede cerrar ese tránsito es un psicótico. O un psicópata. De estas dos estructuras, los porcentajes son mínimos.

El psicótico vive en su mundo, cerrado en su delirio o en su alucinación. En su propia dimensión, el otro no existe; no puede establecer relación afectiva con el otro de carne y hueso. Dicho de otro modo: el sujeto psicótico vive en su mundo cerrado, impenetrable, más allá de toda norma social. Por eso podemos ver esas “sátiras”, esas “imágenes degradadas” de humanos que son los psicóticos, haciendo cualquier cosa por fuera de la normativa social: hablando solos, comiendo heces fecales, mostrándose desnudos sin ninguna preocupación. Es decir: haciendo “locuras”, cosas “extraviadas”.

Pero junto a quienes se integran (neuróticos) y quienes viven toda su vida en su mundo propio (psicóticos), existe un tercer grupo, que es sobre el que ahora se quiere llamar la atención: los psicópatas (o sociópatas, caracterópatas o perversos). Es decir: aquellos que se integran siempre a medias a la normativa social, quienes con un pie caminan sobre los códigos constituidos mientras que con el otro los transgreden. Dicho en términos descriptivos: son aquellas personas que viven sin sentido de culpa, viendo en el otro solo un instrumento útil para sus propios intereses. En ese sentido, la personalidad psicopática puede convivir “normalmente” en su entorno humano, en general usando al otro como su “herramienta”, dejando ver en cualquier momento conductas reñidas con toda prohibición social: pueden asesinar, violar, robar, estafar, mentir, engañar, torturar sin sentirse jamás culpables. De hecho, nadie con estas características se siente enfermo.

Esta estructura, las psicopatías, son las que nos servirán para entender lo que presentaremos a continuación: los políticos profesionales.

¿Los políticos son todos psicópatas?

En el mundo moderno basado en la industria capitalista, el Estado pasó a ser una pieza clave; su complejidad y división especializada de funciones necesita, cada vez más, de tecnócratas eficientes. Para eso están lo que podríamos llamar “políticos profesionales”. En ese sentido la política fue pasando a tener un lugar preeminente en la modernidad, constituyéndose casi en una casta cerrada con su lógica propia. Salvando las distancias entre “corruptos” políticos del Sur y ¿transparentes? del Norte, pareciera que todos están cortados por la misma tijera. Es decir: responden a la caracterización del perfil psicológico descrito más arriba en relación a las psicopatías: manipuladores, mentirosos, aprovechados, maquiavélicos, no confiables…. por decir lo menos. “A veces la guerra está justificada para conseguir la paz” dijo Barack Obama al recibir el Nobel de la Paz (¡!). ¿Qué diferencia sustancial hay entre eso y cualquier promesa de campaña de cualquier político del Sur? Repitámoslo: manipulación, mentiras, justificaciones maquiavélicas; esas son las características distintivas del discurso político.

Debería partirse por no identificar mecánicamente político profesional con “enfermo psicópata”. Por supuesto que en el gremio de los “políticos” hay de todo (como en todo gremio); pero justamente por las características antes apuntadas existe una relación que no es poca cosa.

¿Qué es hoy la “política profesional”? En otros términos: ¿qué significa esa casta de burócratas que hace funcionar las palancas del Estado moderno? En esta lógica, la política, según sarcástica –pero más que aguda– definición de Paul Valéry, es “el arte de hacer creer a la gente que toma parte en las decisiones que le conciernen”. Sin que eso sea ni remotamente cierto, debería agregarse. O sea: se presentifica el modelo manipulador, mentiroso, aprovechado y maquiavélico al que se hacía alusión (que tiene algo, o bastante, de psicópata).

Más allá del interesado espejismo creado en relación a que es la casta política la causante de los males sociales, la verdad es muy otra: son las condiciones estructurales las que producen riqueza y bienestar para unos pocos sobre la base de la explotación y marginación de las grandes mayorías. Los políticos de profesión no hacen sino administrar ese estado de cosas, ratificándolo, haciéndolo funcionar aceitadamente. Piénsese en cualquier país, rico o pobre: más allá de la administración de turno, la situación de base no se modifica. Cambian los “gerentes” (los políticos profesionales), pero la distribución de la riqueza no cambia. Eso es lo que demuestra a sangre y fuego que el Estado es un mecanismo de dominación. Y el político, su empleado a sueldo.

En este sentido el término “política” ha quedado indisolublemente ligado a la práctica desarrollada por ese grupo de burócratas servidores del sistema. Con el Estado moderno, defensor a ultranza de la sociedad capitalista, sus funcionarios más encumbrados, esos que se renuevan con el voto popular haciéndonos creer que “el pueblo decide”, representan por antonomasia lo que hoy entendemos por “política”. Pero la política es algo más que eso: no es solo práctica mañosa, corrupta, mentirosa y manipuladora. Es la posibilidad de que todos y todas, la comunidad en su conjunto, se involucre realmente en la toma de decisiones de los problemas que le conciernen. (Hay que aclarar rápidamente que eso solo funciona, muy puntualmente, en algunas experiencias asamblearias del socialismo. La preconizada “democracia” occidental, presunto “gobierno del pueblo”, tiene que ver con la artera manipulación donde la gente no tiene idea de las decisiones que definen su vida).

Ahora bien: ¿por qué todos los políticos profesionales tienen aproximadamente el mismo perfil?; es decir: son mentirosos, manipuladores, embaucadores, tramposos y demás bellezas por el estilo. Porque el ejercicio del poder, en cualquiera de sus formas, comporta una actitud psicopática.

Dicho de otro modo: la relación que se establece entro los humanos cuando se trata del poder (cualquiera sea: político, relaciones de género, relaciones intergeneracionales, etc., etc.) es siempre una relación instrumental: quien ejerce el poder “usa” al otro en tanto instrumento, en tanto palanca que le permite conseguir un fin.

Lo ejercido por los funcionarios del Estado moderno, capitalista en su versión globalizada actual, con cuotas de poder inconmensurables que asientan en los más descomunales ejercicios represivos (armamento nuclear, por ejemplo) y/o de control (guerra de cuarta generación, guerra mediático-psicológica), es un manejo del otro increíblemente sutil, profundo, absoluto. El otro (para el caso: la población) no tiene casi margen alguno para decidir, más allá del espejismo en que se le hace creer que “decide su destino”.

Si la profesión de la política actual apela a esos manejos fabulosos, nunca faltará el sujeto particular que, por sus propias características psicológicas, se adecua a esa tarea. La gran mayoría (neurótica) no tiene esa avidez insaciable de poder que sí tienen algunos. Los que se dedican a la política “profesional” (esa práctica que requiere de saco y corbata, o tacones y buen maquillaje, y una enorme dosis de cinismo e hipocresía) tienen ese perfil –esas características, ese talante se podría decir– que un manual de Psiquiatría presentará como “psicopatía”.

Concluyendo: los políticos profesionales no son “enfermos mentales”, no son psicópatas, pero la política como quehacer humano especializado, como modo de administración de la cosa pública en sociedades tremendamente complejas, echa mano de un talante “psicopático” que permite engañar, manipular, tergiversar la realidad. Como corolario, permítasenos cerrar con una cita de un ideólogo estadounidense que pinta de cuerpo entero este proceder: “En la sociedad tecnotrónica el rumbo, al parecer, lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón”. (Zbigniew Brzezinsky).

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