En la confluencia del
poder político en el poder mediático, y viceversa, está implícito un peligroso
mensaje para los luchadores y luchadoras políticas y populares de nuestra
América; y también, uno de los principales desafíos para garantizar la
continuidad de los avances democráticos que, con mil y un dificultades, se
lograron forjar en estos años.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa
Rica
La comunicación social
es un campo de disputa cultural, esto es, de construcción de sentidos, de
producción de contenidos culturales, y de legitimación de prácticas y saberes,
en el que, cada vez más, se libra también la gran batalla política del siglo
XXI. En América Latina esto lo hemos conocido bien en el contexto de la
Revolución Bolivariana en Venezuela y el papel que cumplieron los medios
hegemónicos -aliados a la oligarquía, la oposición política y el imperialismo-
en el golpe de Estado perpetrado contra el presidente Hugo Chávez en 2002, y
que fue magistralmente retratado por los periodistas irlandeses Kim Bartley y
Donnacha O´Briain en su documental La Revolución no será
televisada.
Pero no es este el
único caso: la campaña sucia basada en el uso de spots televisivos se ha
convertido en práctica recurrente en todos los procesos electorales latinoamericanos,
especialmente allí donde partidos y liderazgos progresistas y de izquierda
despuntan en la preferencia del electorado, y donde sus porcentajes de
intención de voto en las encuestas de opinión activan los mecanismos del miedo
y el terrorismo mediático para hacer de la democracia y sus principios de
pluralidad ideológica y libre acceso al poder por medio del voto una farsa
monumental. Así lo hemos visto en México, Honduras, El Salvador o Costa Rica,
por citar unos cuantos ejemplos de nuestro más inmediato contexto
mesoamericano, en donde el descarrilamiento de candidaturas “peligrosas” para
el establishment neoliberal constituye un fenómeno socio-político que atiza la
crisis de legitimidad del sistema democrático en nuestras sociedades.
La guerra mediática,
lejos de ser un artilugio retórico de la izquierda, es una práctica sistemática
organizada contra los gobiernos progresistas y nacional-populares, que
determinó el escenario y los matices de conflictividad política de los primeros
quince años de este siglo en Venezuela, Ecuador, Bolivia, Brasil, Paraguay y
Argentina, condicionando de alguna manera la profundidad y la velocidad de los
procesos políticos iniciados por las fuerzas que llegaron al poder, toda vez
que enfrentaron condiciones desiguales para comunicar sus propuestas, educar a
la población respecto de la necesidad de las transformaciones, y dar paso a la
democratización de las comunicaciones como condición ineludible para avanzar en
la democracia social, cultural, económica y política. En no pocas ocasiones,
esta situación llevó a los gobiernos a enfrascarse en pantanosas discusiones
con dueños de medios hegemónicos, con sus presentadores de TV y con su batería
de opinadores e intelectuales a sueldo, además de involucrarse en desgastantes
procesos legales que distrajeron la atención respecto de lo esencial: la
importancia de construir una estrategia de comunicación de base popular, que
permitiera romper los cercos del latifundio mediático.
En ese marco, los
conglomerados mediáticos de la región, aprovechando su posición privilegiada en
materia de concentración de la propiedad, articularon rápidamente una ofensiva
común, agresiva y sistemática, apoyada de forma abierta por organismos como la
Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) y el llamado Grupo de Diarios de
América (GDA), y a la que se suman, a veces por obra y a veces por omisión, los
colegios profesionales de periodistas y comunicadores, incapaces de articular
con sentido crítico reflexiones de cuestionamiento al poder y el orden dominante
en el sistema de medios latinoamericanos.
En Argentina se escribe
por estos días un nuevo episodio de la guerra mediática como lo evidencia la
expulsión de la señal de las cadenas TeleSur y RT de televisión digital abierta
–en el marco del alevoso debilitamiento de la Ley de Medios Audiovisuales-, y
la irrupción violenta en las oficinas del diario Tiempo Argentino y de Radio América, por parte de un grupo de
golpeadores –una patota- pagados por
un empresario que alega ser el dueño de ambos medios, ahora gestionados por una
cooperativa de trabajadores de la comunicación. El elemento común de estos
hechos es el recrudecimiento de la presión de la derecha gobernante sobre la
pluralidad de voces y el trabajo del periodismo crítico.
Mientras tanto, los
grupos mediáticos hegemónicos, gendarmes del orden capitalista y de sus
expresiones neoliberales en América Latina, maquillan su hipocresía con el
silencio cómplice sobre estos incidentes: en la confluencia del poder político
en el poder mediático, y viceversa, está implícito un peligroso mensaje para
los luchadores y luchadoras políticas y populares de nuestra América; y
también, uno de los principales desafíos para garantizar la continuidad de los
avances democráticos que, con mil y un dificultades, se lograron forjar en
estos años.
Realmente EXCELENTE ni una coma ni un punto de más ni de menos.
ResponderEliminar¡¡¡Brillante!!!
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