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sábado, 9 de julio de 2016

Los gendarmes del poder y la guerra mediática

En la confluencia del poder político en el poder mediático, y viceversa, está implícito un peligroso mensaje para los luchadores y luchadoras políticas y populares de nuestra América; y también, uno de los principales desafíos para garantizar la continuidad de los avances democráticos que, con mil y un dificultades, se lograron forjar en estos años.

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

La comunicación social es un campo de disputa cultural, esto es, de construcción de sentidos, de producción de contenidos culturales, y de legitimación de prácticas y saberes, en el que, cada vez más, se libra también la gran batalla política del siglo XXI. En América Latina esto lo hemos conocido bien en el contexto de la Revolución Bolivariana en Venezuela y el papel que cumplieron los medios hegemónicos -aliados a la oligarquía, la oposición política y el imperialismo- en el golpe de Estado perpetrado contra el presidente Hugo Chávez en 2002, y que fue magistralmente retratado por los periodistas irlandeses Kim Bartley y Donnacha O´Briain en su documental La Revolución no será televisada.

Pero no es este el único caso: la campaña sucia basada en el uso de spots televisivos se ha convertido en práctica recurrente en todos los procesos electorales latinoamericanos, especialmente allí donde partidos y liderazgos progresistas y de izquierda despuntan en la preferencia del electorado, y donde sus porcentajes de intención de voto en las encuestas de opinión activan los mecanismos del miedo y el terrorismo mediático para hacer de la democracia y sus principios de pluralidad ideológica y libre acceso al poder por medio del voto una farsa monumental. Así lo hemos visto en México, Honduras, El Salvador o Costa Rica, por citar unos cuantos ejemplos de nuestro más inmediato contexto mesoamericano, en donde el descarrilamiento de candidaturas “peligrosas” para el establishment neoliberal constituye un fenómeno socio-político que atiza la crisis de legitimidad del sistema democrático en nuestras sociedades.

La guerra mediática, lejos de ser un artilugio retórico de la izquierda, es una práctica sistemática organizada contra los gobiernos progresistas y nacional-populares, que determinó el escenario y los matices de conflictividad política de los primeros quince años de este siglo en Venezuela, Ecuador, Bolivia, Brasil, Paraguay y Argentina, condicionando de alguna manera la profundidad y la velocidad de los procesos políticos iniciados por las fuerzas que llegaron al poder, toda vez que enfrentaron condiciones desiguales para comunicar sus propuestas, educar a la población respecto de la necesidad de las transformaciones, y dar paso a la democratización de las comunicaciones como condición ineludible para avanzar en la democracia social, cultural, económica y política. En no pocas ocasiones, esta situación llevó a los gobiernos a enfrascarse en pantanosas discusiones con dueños de medios hegemónicos, con sus presentadores de TV y con su batería de opinadores e intelectuales a sueldo, además de involucrarse en desgastantes procesos legales que distrajeron la atención respecto de lo esencial: la importancia de construir una estrategia de comunicación de base popular, que permitiera romper los cercos del latifundio mediático.

En ese marco, los conglomerados mediáticos de la región, aprovechando su posición privilegiada en materia de concentración de la propiedad, articularon rápidamente una ofensiva común, agresiva y sistemática, apoyada de forma abierta por organismos como la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) y el llamado Grupo de Diarios de América (GDA), y a la que se suman, a veces por obra y a veces por omisión, los colegios profesionales de periodistas y comunicadores, incapaces de articular con sentido crítico reflexiones de cuestionamiento al poder y el orden dominante en el sistema de medios latinoamericanos.

En Argentina se escribe por estos días un nuevo episodio de la guerra mediática como lo evidencia la expulsión de la señal de las cadenas TeleSur y RT de televisión digital abierta –en el marco del alevoso debilitamiento de la Ley de Medios Audiovisuales-, y la irrupción violenta en las oficinas del diario Tiempo Argentino y de Radio América, por parte de un grupo de golpeadores –una patota- pagados por un empresario que alega ser el dueño de ambos medios, ahora gestionados por una cooperativa de trabajadores de la comunicación. El elemento común de estos hechos es el recrudecimiento de la presión de la derecha gobernante sobre la pluralidad de voces y el trabajo del periodismo crítico. 

Mientras tanto, los grupos mediáticos hegemónicos, gendarmes del orden capitalista y de sus expresiones neoliberales en América Latina, maquillan su hipocresía con el silencio cómplice sobre estos incidentes: en la confluencia del poder político en el poder mediático, y viceversa, está implícito un peligroso mensaje para los luchadores y luchadoras políticas y populares de nuestra América; y también, uno de los principales desafíos para garantizar la continuidad de los avances democráticos que, con mil y un dificultades, se lograron forjar en estos años.

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