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sábado, 10 de septiembre de 2016

Brasil y Venezuela: Entendiendo el problema del poder

No se trata de llorar, finalmente el imperio y sus adláteres latinoamericanos siguen el mismo guión desde hace siglos. Si tienen algo claro, es cómo defender sus intereses. Hoy, el problema es que lamentablemente las izquierdas le facilitan su trabajo, cuando una vez instalados en el gobierno, se cometen errores que desmovilizan al pueblo, alejándose de quienes los eligieron.

Sergio Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con Nuestra América
Desde Caracas, Venezuela

La semana política de América Latina estuvo signada por trascendentes eventos de carácter contradictorio. Por una parte, el gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia llegaron a un compromiso para el cese definitivo del fuego, lo cual allana el camino para que los Acuerdos de La Habana puedan seguir avanzando hacia su implementación. Así mismo, en Cuba, específicamente, la ciudad de Santa Clara, la misma que recibió alborozada el 1° de enero de 1959 al Comandante Ernesto Che Guevara, ahora acogió el primer vuelo comercial directo de Estados Unidos a la isla antillana.

Pero los acontecimientos que coparon el universo informativo fueron el fallido intento de la oposición venezolana de “toma de Caracas”, y sobre todo la destitución ilegítima de la presidenta Dilma Rousseff por el senado brasileño.

Estos sucesos son indudable expresión paradójica del sentido dialéctico de la historia que nos muestra que su desarrollo no es lineal y que está sujeta a condiciones objetivas y subjetivas que indican su rumbo, ritmo y devenir. Brasil y Venezuela nos señalan algunas experiencias que vale la pena rescatar de cara al futuro. Esbocé algunas ideas al respecto en artículo publicado durante la primera semana de mayo de este año, pero ante la consumación de hechos que transformaron el acontecer histórico, vale la pena volver a ellos.

Decía en aquella ocasión ( y me disculpan por repetirlo) que: “Las nociones de respeto a la pluralidad, soberanía popular, representación, vocación de servicio, honorabilidad y honestidad administrativa entre otras,  vinculadas al quehacer cotidiano de la democracia y la política han sido sustituidos por discernimientos de carácter económico como costo-beneficio, intereses personales, posibilidades de obtener ganancias y poder,  lobbies empresariales, financiamiento de campañas y recuperación de la inversión, que han hecho que el discurso con el que durante siglos nos han atiborrado el sentimiento y la razón, no sea más que verborrea barata o dicho en buen castellano, masturbaciones mentales para capturar incautos.

Los sucesos de Brasil demuestran fehacientemente que el poder político está desapareciendo para dar paso a la dictadura de las empresas, los mercados y los poderosos que tienen capacidad de comprar cualquier cosa, incluyendo a los políticos, la mayoría de los cuales no parecen tener problemas en ponerse precios en el mercado. En esa medida, también como lo señala la experiencia brasileña, los partidos políticos han sido desplazados por los medios de comunicación (en particular la cadena Globo) como los creadores de la agenda”­­­.

Ahora, una vez que definitivamente Dilma ha sido desplazada de la presidencia, mientras que el gobierno de Venezuela resiste brutales embates de una oposición que se ha visto obligada a ceder el liderazgo a la Embajada de Estados Unidos, la cual, cansada de despilfarrar dinero ha impuesto una línea de conducta más acorde a sus intereses estratégicos, vale la pena debatir sobre democracia, poder y gobierno.

¿Qué clase de democracia puede ser aquella en la que 61 individuos, entre los cuales 41, son potenciales delincuentes pueden torcer la voluntad de 54 millones de electores? Esto vulnera su propio concepto: “gobierno del pueblo”. Por eso, hay que aclarar, -y esta situación lo ha hecho- que la democracia no es un problema de números ni de mayorías, eso es retórica barata. Es un problema de poder. Es lo que le permite al presidente de Estados Unidos ejercer su cargo a pesar de ser elegido por menos del 25 % de los ciudadanos en edad de ejercer el voto, lo cual nadie se atreve a cuestionar.

El golpe de Estado que se ha consumado en Brasil, mientras la mayoría de los gobiernos “democráticos” de la región se hacen de la “vista gorda” y ante el cual, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) -supongo que en nombre de la OEA-  solo ha expresado “preocupación”, no es otra cosa que muestra viva de la anti-democracia, el instrumento mediante el cual la oligarquía se propone recomponer un resultado electoral que le ha sido adverso en cuatro comicios presidenciales continuos, en los que supuestamente el pueblo manifestó su voluntad. Para las élites de poder, estas no son más que patrañas, en las que se pueden defecar cuando quieren.

De esa manera, se entronizan gobiernos neoliberales que excluyen a la mayoría de la población, a fin de maximizar ganancias para las grandes empresas locales y transnacionales a los cuales se entregará el país con total impunidad. Este modelo de democracia representativa que tiene su origen ­­en los planteamientos del filósofo inglés John Locke, adquiere su dimensión actual a mediados del siglo pasado cuando se concibe la democracia no como un objetivo a lograr, sino como un método de elección y legitimación de autoridades, mediante la competencia de élites que dirimen sus diferencias en paz y con un electorado preferiblemente indiferente y despreocupado de la política. Esta teoría de democracia de carácter elitista es la que se ha impuesto en Occidente y en la mayor parte del mundo. Los ciudadanos están ajenos a la toma de decisiones, por lo que no son sujeto de la política, sino objeto de las decisiones de las élites.

Este concepto de democracia en el que está formada la clase política dirigente de América Latina, se expresa de forma práctica en el desprecio por los pueblos y en su impertérrita voluntad de pasar por encima de ella, cuando la misma no le sirve a sus intereses. De ahí, que los recientes golpes de Estado en Honduras, Paraguay y ahora Brasil no sean más que la continuidad de procesos democráticos que se han hecho caducar, ahora no utilizando a las fuerzas armadas, sino al parlamento como ejecutor de las operaciones. El resultado es el mismo: la burla de la voluntad popular.

Pero, no se trata de llorar, finalmente el imperio y sus adláteres latinoamericanos siguen el mismo guión desde hace siglos. Si tienen algo claro, es cómo defender sus intereses. Hoy, el problema es que lamentablemente las izquierdas le facilitan su trabajo, cuando una vez instalados en el gobierno, se cometen errores que desmovilizan al pueblo, alejándose de quienes los eligieron. Peor aún, suponen que hacer alianzas con sus enemigos de clase, les va a facilitar el trabajo, sin entender que las oligarquías no van por migajas, sino por todo el poder. En esas condiciones, en años recientes y estando en el gobierno, algunas izquierdas, entre las que lamentablemente destaca el PT de Brasil se han transformado en los grandes defensores del Estado capitalista y la democracia representativa, sin entender que llegar al gobierno es solo un paso para tomar el poder y entregarlo al pueblo. Que ese sea un proceso largo, de muchos años, tal vez siglos de duración, es otra cosa, pero solo teniendo claridad del objetivo estratégico se pueden hacer concesiones de carácter táctico. Es un problema de hegemonía y de entender cuál es el problema cardinal, que es el del poder.

Es lo que no entendió el PT en Brasil y están comenzando a entender los chavistas en Venezuela. Dilma y Lula pensaron que por haber llegado al gobierno, habían obtenido el poder, cuando en realidad los instrumentos de coerción del Estado: Fuerzas Armadas, policía y Poder Judicial, siguieron siempre en manos de sus opositores, y ahora, son los que derrocaron a Dilma. Es lo que permite que Maduro y los chavistas sigan en el gobierno. La oposición, -como quedó demostrado el pasado jueves 1° de septiembre- no lo ha logrado entender. En Venezuela, la oposición no tuvo sus 61 senadores y aunque movilizaron miles de ciudadanos, no logran entender –como si lo ha hecho la Embajada de Estados Unidos- que el problema no es numérico porque la democracia, –repito- no es un problema de números, es de poder.

Habiendo movilizado decenas de miles de ciudadanos no lograron ninguno de sus objetivos políticos: no pudieron llegar a Miraflores para desatar un show mediático que iba a ser transmitido al mundo por las grandes corporaciones de la comunicación global; no pudieron desatar la violencia como método de hacer política porque la misma fue desactivada por las agencias de seguridad del gobierno en los días previos; no pudieron liberarse de la ambigüedad respecto de su voluntad violentista, porque tienen dudas de su propia capacidad de conducción; no pudieron quebrar a las fuerzas armadas, ni siquiera a un sector de ellas o a algún oficial de alto rango; finalmente no pudieron derrocar al gobierno. Esto fue lo que la élite que dirige la oposición prometió a sus militantes y eso fue lo que no pudo cumplir. De ahí el desasosiego, la frustración y la rabia manifestada en la noche.

El gobierno de Venezuela utilizando los instrumentos de poder que la Constitución le concede, desactivó todo intento golpista, impidiendo así que el expediente Brasil no pudiera ser usado en Caracas.

Mientras estas cosas ocurren en Brasil, y cuando la guerra en Colombia parece estar concluyendo porque, por una parte los objetivos políticos de la guerrilla no pudieron ser conseguidos por vía armada y por otra, el gobierno entendió que no iba a lograr ganar la guerra en el terreno militar y decidieron recurrir a la democracia representativa para dirimir sus diferencias, las oligarquías en otras latitudes pretenden empujar a los pueblos a tener que apelar a otros medios para hacer respetar su voluntad.

No quisiera que ello aconteciera, pero para mi desdicha, esta situación me hizo recordar el poema “¡Izquierda, marchen!” escrito por el poeta ruso Vladimir Maiakovsky en 1932:

¡Adelante! ¡Marchemos! ¡Marchemos!
¡Basta ya de frases y de parches!
¡Hay que poner fin a la frivolidad!
¡Tiene la palabra el Camarada Máuser*!


*Fusil insigne del ejército alemán desde finales del siglo XIX y hasta la Segunda Guerra Mundial.

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