Dentro de escasamente
un mes, hará un año que en el salón
plenario del Parque de Exposiciones de Le Bourget, París, se alcanzó, no sin
aprensiones por parte de algunas delegaciones a la Vigésima primera conferencia
de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio
Climático (CMNUCC), un texto final de acuerdo, que el presidente francés se
apresuró a calificar, como el primer pacto “universal de la historia de las
negociaciones climáticas”.
Pedro Rivera Ramos / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Panamá
El Acuerdo de París
compuesto por unas 40 páginas y que solo en algunos aspectos es legalmente
vinculante, prevé, por un lado, la creación de un sistema de financiación de 100,000
millones de dólares anuales, para ayudar a países de escasos recursos a
adaptarse al cambio climático; mientras que por la otra, propone el desarrollo
de acciones que impidan que en las próximas décadas, el aumento de la
temperatura del planeta alcance los 2.0 grados centígrados, y sobre todo, hacer
esfuerzos para que no supere los 1.5 grados.
Este acuerdo, pese a
que reconoce las consecuencias perjudiciales, que décadas de emisiones de gases
de efecto invernadero han causado sobre el planeta, no solo carece de metas o
compromisos concretos para luchar eficazmente contra el calentamiento global,
sino que elude definir y enfrentar las verdaderas causas de este problema, que
amenaza seriamente a toda nuestra especie. En su lugar, procura aprovechar el cambio
climático, como ya ha sucedido en cumbres anteriores, para beneficiar a las
transnacionales y vender como soluciones, lo que son verdaderos atracos: los
agrocombustibles o la peligrosa geoingeniería, entre ellos.
Este 4 de noviembre el
Acuerdo de París entró formalmente en vigor, luego que alcanzara a principios
de octubre, el respaldo y ratificación de países que representan más del 55%,
de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero. Lo hizo cuatro días
antes de la crucial 58ª elección presidencial estadounidense, en la que uno de
los dos principales candidatos (Donald Trump) se opone al acuerdo, y faltando
tres días para que en la ciudad marroquí de Marrakech, inicie, hasta el 18 de
noviembre, la Vigésima segunda
conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre
Cambio Climático (COP22).
De modo que este pacto
que recién se estrena, corre por un lado, el peligro de que el principal país
emisor de gases de efecto invernadero, cuente a partir del próximo 20 de enero,
con un presidente que se ha declarado totalmente opuesto a los compromisos allí
acordados; y por el otro, con las exageradas ilusiones que en él hay
depositadas y que seguramente estarán ahora mucho más presentes en la Zona Azul
de Bab Ighli, sede de la COP22, luego que el 15 de octubre pasado, los casi
doscientos países miembros del Protocolo de Montreal de 1987 sobre la
protección de la capa de ozono, aprobaran en Kigali, Ruanda, una compleja
enmienda para reducir gradualmente la producción y consumo de los
hidrofluorocarbonos (HFC), gases ampliamente usados como refrigerantes o en
aires acondicionados y aerosoles y que tienen un indiscutible impacto en el
calentamiento global de nuestro planeta.
Naturalmente que el
Acuerdo de París y la “enmienda Kigali” del Protocolo de Montreal, han hecho
que se recobren en gran medida, las esperanzas y el optimismo que gran parte de
la humanidad, habían venido depositando en las negociaciones multilaterales
sobre el clima. Promesas incumplidas, compromisos ignorados y acciones tímidas
e insuficientes de cumbres y encuentros pasados, solo habían conseguido que se
dudara de la voluntad y los deseos sinceros, de los gobernantes en estas citas
mundiales.
Hoy hay una consciencia
cada vez más extendida, sobre las amenazas reales que los efectos del cambio
climático, provocados principalmente por el desarrollo de las actividades
humanas, tendrán sobre todos los seres vivos y sobre el único planeta habitable
que conocemos. De allí que exista una profunda preocupación y una alarma
generalizada, ante el acelerado ritmo de la desaparición que experimentan los
glaciares, el aumento de las concentraciones de gases de efecto invernadero en
la atmósfera, la escasez de agua dulce y la expansión creciente de los
desiertos; así como la fuerza inusitada que distinguen ahora a los huracanes,
ciclones y tifones y el incremento inusual en sus frecuencias. La catástrofe
medioambiental que se anticipa será de tal magnitud, que algunos expertos
consideran que para el año 2030, el Ártico podría llegar a ser un océano sin
hielo y tres décadas después, el nivel del mar alcanzaría hasta 3 metros.
Panamá, que es uno de
los muchos países del mundo en desarrollo cuyas emisiones de gases de efecto
invernadero no son significativas, firmó el 22 de abril de este año el Acuerdo
de París en la sede de la ONU y casi cinco meses después, mediante la ley 40
del 12 de septiembre, lo ratificaba a través de un acto público de contenido
esencialmente mediático. Allí y sin apartarse o renunciar en lo más mínimo a
dudosas propuestas de mejoramiento del clima mundial, se exhibieron como
contribuciones panameñas, la creación del Centro Internacional de
Implementación REDD+ (ICIREDD), la Alianza por un Millón de Hectáreas
Reforestadas y el establecimiento del Marco General para el desarrollo de un
Mercado de Carbono; uniéndose de esa forma al coro, de los que ven en la
aplicación de esas acciones y medidas, entre ellas los llamados créditos de
carbono --verdaderas licencias para seguir contaminando-- las soluciones que el
mundo necesita para evadir el desastre climático que parece aguardarnos. En
este contexto urge cuanto antes, que las universidades públicas del país,
principalmente, asuman un protagonismo más visible y controversial, con
relación al calentamiento global y a formas menos mercantilizadas y más
eficaces, de aportar en la lucha mundial contra el cambio climático.
No hay la menor duda
que el mérito principal de la Cumbre de París de diciembre del año pasado, fue
alcanzar un pacto climático global que reemplazara al Protocolo de Kyoto, cuya
expiración en su segundo período de vigencia, ocurrirá en diciembre del 2020.
Además, es la primera vez, por un lado, que el principal emisor mundial de
gases de efecto invernadero, los Estados Unidos, ratifica un acuerdo de esta
naturaleza y, por el otro, que para entrar en vigor el Acuerdo de París,
solamente necesitara menos de un año (el Protocolo de Kyoto tardó casi ocho en
hacerlo).
Sin embargo, pese a la
euforia y al optimismo que desde su aprobación, el Acuerdo de París despertó,
lo cierto es que en toda la redacción de su texto se empleó una retórica bien
pulimentada y se escogieron cuidadosamente palabras decisivas, para que los
compromisos tuvieran la imprecisión de siempre y los mecanismos de mercantilización
del clima terrestre, continuaran intactos. Todo esto nos dejó París, pese a que
ya muchos reconocidos científicos y estudiosos del cambio climático, aseguran
que aun cumpliendo a cabalidad este acuerdo global o deteniendo por completo
ahora mismo todas las emisiones, el mundo se encamina inexorablemente hacia un
aumento de la temperatura promedio, entre 3.0 y 3.5º C.
La cita climática de
Marrakech, representa otra oportunidad que tienen los líderes y gobernantes de
las naciones del mundo, para establecer y definir con claridad las metas, los
plazos y las obligaciones, hacia la reducción real y efectiva de las emisiones
de gases de efecto invernadero. Es la ocasión para proceder con urgencia con la
financiación y transferencia científica y tecnológica, de la que tantas veces
se ha hablado y que con tantas frecuencia después se olvida. Ya no hay tiempo
alguno, para seguir dilatando la aplicación de las verdaderas soluciones que
está dramática realidad exige.
No se puede seguir
anteponiendo los intereses de un puñado de corporaciones trasnacionales, a las
que solo les importa el lucro y sus colosales beneficios comerciales, en
perjuicio de la inmensa mayoría de la humanidad. Tampoco es el momento, como
pretenden algunos ilusos y temerarios desde diferentes esferas políticas,
militares y científicas, de minimizar los daños y las consecuencias que la
actividad humana ha provocado sobre el cambio climático, alegando que con la
incorporación de grandes extensiones de tierra, como resultado de estas transformaciones,
por ejemplo en regiones como Siberia, se abrirían oportunidades magníficas de
incalculable valor, para el comercio mundial.
Hay muy pocas razones
para ser optimistas con la cumbre venidera. En todas las anteriores, las
naciones industrializadas principalmente, han escogido y defendido la
conservación de sus patrones actuales de producción y consumo; la opulencia y
suntuosidad de sus sociedades; su modelo agrícola industrial con su 50% de
emisiones de gases; la casi absoluta dependencia en la quema de combustibles
fósiles; en fin, han optado por el capitalismo intacto y suicida, aun a costa
de dejar a la humanidad sin futuro. Eso es lo que nos dejó París hace un año.
Es muy probable que eso sea también, lo que nos depara en “La Ciudad Roja” de Marrakech,
la Cumbre COP22. Por eso la consigna de la Cumbre de Copenhague 2009 sigue más
vigente que nunca: No cambiemos el
clima, ¡Cambiemos el sistema!
Felicitaciones para el ingeniero Pedro Rivera por tan excelente artículo.
ResponderEliminarOjalá llegue éste al evento que se celebra en estos momentos en Marrakech, y sirva su lectura para analizar a cabalidad la importancia que debemos dar al cambio climático provocado por las malas praxis llevadas a cabo por los llamados seres superiores, que están llevando la humanidad a la catástrofe total de la vida en nuestro planeta