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sábado, 5 de noviembre de 2016

La religión del miedo

La religión del miedo alardea de que sólo ella es la verdadera. Las demás son heréticas, impías, idólatras o demoníacas. De ese modo refuerzan el fundamentalismo desde lo bélico, que considera enemigo a todo aquel que no reza por su libro sagrado, hasta lo sutil, como el que discrimina a los adeptos de otras tradiciones religiosas y sataniza a los homosexuales y a los ateos.

Frei Betto / Cubadebate

Muchos cristianos fueron educados en la religión del miedo. Miedo al infierno de las llamas eternas, de los suplicios del demonio. Y cuando el miedo se apodera de nosotros, advierte Freud, se transforma en fobia. Recurso utilizado siempre por instituciones autocráticas que buscan imponer sus dogmas a sangre y fuego, a fin de inducir a las personas a cambiar la libertad por la seguridad.

Cuando se deja de lado la libertad se abandona la conciencia crítica, se calla uno ante los desmanes del poder, se acobarda, endulzado por el atractivo de una supuesta protección superior. Así pasó en la Iglesia de la Inquisición, en la dictadura estalinista y en el régimen nazi. Así sucede en la xenofobia yanqui, en el terrorismo islámico y en los segmentos religiosos que dan más valor al diablo que a Dios y que prometen librar a sus fieles de los males a través de exorcismos, curas milagrosas y otras panaceas con que engañar a los incautos.

En nombre de una acción misionera, millones de indígenas fueron exterminados durante la colonización de América Latina. En nombre de la pureza ariana, el nazismo erigió campos de exterminio. En nombre del socialismo, Stalin segó la vida a más de 20 millones de campesinos. En nombre de la defensa de la democracia, el gobierno de los EE.UU. siembra guerras y, en un pasado reciente, implantó en América Latina crueles dictaduras.

Convencer a los fieles de que desechen los recursos científicos, como la medicina, y buena parte del ingreso familiar para sostener supuestos heraldos de la divinidad, es manejar los efectos sin explorar las causas. Pues en el Brasil es un milagro el poder tener acceso a un servicio de salud de calidad, cual apariencia religiosa travestida de milagro.

La religión del miedo alardea de que sólo ella es la verdadera. Las demás son heréticas, impías, idólatras o demoníacas. De ese modo refuerzan el fundamentalismo desde lo bélico, que considera enemigo a todo aquel que no reza por su libro sagrado, hasta lo sutil, como el que discrimina a los adeptos de otras tradiciones religiosas y sataniza a los homosexuales y a los ateos.

La modernidad conquistó el Estado laico y separó el poder político del poder religioso. Sin embargo hay poderes políticos travestidos de poder religioso, como la convicción yanqui del “destino manifiesto”, así como también hay poderes religiosos que se articulan para obtener los espacios políticos.

Hasta el mercado se deja impregnar de fetiche religioso al tratar de convencernos de que debemos tener fe en su “mano invisible” y dar culto al dinero. Como afirmó el papa Francisco en Asís el 5 de junio del 2013, “si hay niños que no tienen qué comer (…) y algunos sin ropas mueren de frío en la calle, no es noticia. Por lo contrario, la disminución de diez puntos en la Bolsa de Valores constituye una tragedia”.

Una religión que no practica la tolerancia ni respeta la diversidad religiosa, y que se niega a amar al que no reza su Credo, sirve para ser echada al fuego. Una religión que no respeta el derecho de los pobres y excluidos es, como dice Jesús, un “sepulcro blanqueado”. Y cuando esa religión llena de bellas palabras los oídos de los fieles, mientras limpia sus bolsillos en flagrante estelionato, no pasa de ser una cueva de ladrones.

El criterio para evaluar una verdadera religión no es lo que ella dice de sí misma; es aquella cuyos fieles se empeñan para que “todos tengan vida y vida abundante” (Juan 10,10) y que abrazan la justicia como fuente de paz.

Dios no quiere ser servido y amado en libros sagrados, templos, dogmas y preceptos, sino en aquel que fue “creado a Su imagen y semejanza”, el ser humano, especialmente en aquellos que padecen hambre, sed, enfermedad, abandono y opresión (Mateo 25,36-41).

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