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sábado, 5 de noviembre de 2016

Paz y política

Construir la paz es lo único que nos puede evitar la hecatombe apocalíptica de un planeta destruido por el poder, irresponsablemente  ejercido mediante la guerra de los unos contra los otros y de la guerra contra la Naturaleza.

Arnoldo Mora Rodríguez / Especial para Con Nuestra América

El Siglo XXI debe ser visto desde una óptica amplia: aquella que nos permite verlo como  dintel de un nuevo milenio, el tercero de la era cristiana. Para ello debemos partir de los  aportes de mayor trascendencia que nos ha legado el milenio anterior. El segundo milenio es aquel que se lanza con la expansión de la Europa Cristiana como cultura universal, gracias a las guerras de religión que se inician con Las Cruzadas primero (camino hacia el Este) y, luego  con llegada de Colón a un nuevo continente (expansión hacia el Oeste). Esta expansión política y cultural solo pudo institucionalizarse y consolidarse gracias a la revolución científico-técnica.  En este nuevo milenio, este proceso se ha culminado con la génesis o parto de un nuevo sujeto histórico: la humanidad.  De esta manera, la paz se convierte en el objetivo principal y en la razón de ser  de la política. Con ello se cambia sustancialmente la esencia misma del quehacer político, tal como se ha concebido desde los inicios de la modernidad. Se retorna al ideal de los profetas de Israel, que hicieron de la paz (shalom) la muestra del advenimiento de la era del Mesías en la plenitud de los tiempos (pleroma) que se manifestaba en los acontecimientos (kairos) que mostraban el advenimiento del Reino Mesiánico, como lo vislumbró el monje Joaquín de Fiori, el primer pensador (cronológicamente hablando) del segundo milenio, como el advenimiento de la era de la libertad de los hijos de Dios, era que él denominaba  Era del Espíritu. La diferencia con estas elucubraciones es que eran propuestas para un futuro, del cual se sabía que habría de sobrevenir pero no cuándo y que sería obra de un factor no humano.

Hoy sabemos que será obra de los humanos, pero no individualmente tomados sino como humanidad que construye su propia historia; por ende, no será un acto libre  subjetivo  sino una necesidad impostergable de los hombres de este siglo, so pena de autodestrucción de la especie. Si  durante las revoluciones liberal-burguesas la política era el ejercicio del poder, tal como lo enseñaba Maquiavelo; o el establecimiento de un orden regido por la ley, como lo preconizaba Locke; o la práctica de la libertad como expresión de soberanía del pueblo, como enseñaba Rousseau; o la aplicación de la ética como predicaba Kant, siempre mediando la construcción de instituciones públicas (Hegel), específicamente de los estados nacionales; hoy estas ideas se han quedado cortas, no por ser falsas, sino por  todo lo contrario - nunca han sido más útiles y correctas que ahora- sino porque deben ser llevadas a cabo por un sujeto planetario desconocido entonces. Construir la paz es lo único que nos puede evitar la hecatombe apocalíptica de un planeta destruido por el poder, irresponsablemente  ejercido mediante la guerra de los unos contra los otros y de la guerra contra la Naturaleza. La ciencia y la técnica que de ahí se desprende, deben ser instrumentos de paz en ambas esferas. Y frente a ese deber no hay alternativa. Los recursos del planeta se acaban; la amenaza de guerra nuclear se cierne como horizonte, por no decir ocaso, de cada día en que surge un conflicto de índole geopolítico en cualquier lugar del mundo. Hoy esa ominosa perspectiva se cierne sobre la guerra de Siria, que se extiende a todo el Medio Oriente; en los conflictos en torno al Mar de China...siempre a la espera de que aparezca otro conflicto con idénticas amenazas para la paz y la sobrevivencia de la especie.

Sin embargo, frente a este aterrador panorama, surgen signos de esperanza en nuestra América aun sacudida por la endémica guerra en la sociedad civil, pero con posibilidades de encontrar espacios para el diálogo político en vistas a forjar entendimientos nacionales y patrióticos.  Es un panorama de contrastes, en donde luces y sombras se entremezclan sin solución de continuidad. Las sombras se ciernen sobre todo en el Norte de América, donde los Estados Unidos, en plena decadencia como imperio mundial, es una de las sociedades más violentas. Ese país tiene la mayor cantidad de presos del mundo, la mayor cantidad de policías y fuerzas represivas, la mayor cantidad de crímenes raciales cometidos por las fuerzas policíacas, el mayor gasto militar y el mayor presupuesto para su ejército, que se extiende sobre todo el planeta mediante cerca de cien bases militares y el mayor arsenal de armas atómicas; todo lo cual  deja exhaustas las arcas públicas,  mientras la pobreza azota a 70 millones de sus ciudadanos. Como desde sus orígenes, esa nación se desangra por causa de los conflictos raciales. Y  al igual que en todo Occidente, especialmente Europa, las más extremistas fuerzas políticas y sociales, con fuerte apoyo  económico y alentadas por  una todopoderosa maquinaria mediática,  hacen crecer las corrientes fascistas, xenofóbicas y ultranacionalistas que buscan aislarse del resto del mundo, militarizando sus fronteras y  promoviendo la guerra en todas las zonas de conflicto. Hoy el Mar Mediterráneo en Europa y la frontera Sur en los Estados Unidos, se han convertido en cementerios donde mueren a diario cientos de hambrientos emigrantes, sobrevivientes de un Sur tradicionalmente explotado por el colonialismo y el imperialismo de esas mismas naciones, que han nutrido su desarrollo a costa de la explotación inmisericorde de los  recursos naturales de esas regiones y la explotación despiadada de la población originaria. A nombre de la libertad y de la democracia,  Occidente ha sojuzgado a esos pueblos; a nombre del progreso los han empobrecido; a nombre de la civilización se han envilecido. Hoy deambula en sus fronteras y en sus barrios suburbanos el fantasma del terror.  Pero para no ir muy lejos, en Nuestra América se vive el peor drama de dolor y sangre en países como México (100 mil víctimas de la violencia entre muertos y desaparecidos en los últimos seis años) y  en el Triángulo Norte de Centro América, donde el narcotráfico y las maras siembran el terror.

Sin embargo, frente a esa espeluznante realidad que convierte los noticieros en crónicas del terror, emergen rayos de luz y chispas de esperanza gracias, en alto grado, a la diplomacia vaticana desde que llegó un papa procedente de estas tierras. Gracias en buena medida a su mediación, Estados Unidos y Cuba, que constituyeron una seria amenaza de generar  una guerra nuclear durante los pasados pero no olvidados días de la Guerra Fría, hoy dan signos esperanzadores  de acercamiento en el campo político y diplomático, a pesar de que las leyes que han hecho posible el bloqueo (Helms-Burton y Torricelli) no han sido abolidas por el Capitolio de donde, en mala hora, emanaron. Igualmente, la mediación diplomática del papa coadyuvó a que el más  largo y sangriento conflicto  de América tenga atisbos reales de pronta solución mediante el entendimiento de las partes beligerantes. Me refiero, como es obvio, al acuerdo entre el gobierno y la guerrilla en  Colombia. 

Finalmente, no puedo dejar de mencionar con una fuerte ilusión, al escribir estas líneas se vislumbra en el caso de Venezuela un intento de negociación, a la espera de que el diálogo entre los sectores, que hasta ahora parecían irreconciliables, culmine en un acuerdo nacional que salvaguarde la paz y consolide una democracia real. En los casos mencionados, la única alternativa es la paz como razón de ser del quehacer político. Nuestra América, denominada como el  Continente del futuro, puede convertirse en la esperanza de la humanidad si asume el rol de adalid de una paz universal. Para ello, no solo debe combatir la desigualdad social (la más grande de todo el planeta y raíz de muchos de nuestros males,) sino  también la carrera armamentista a fin de hacer realidad el anhelo de nuestros pueblos, expresado en la II Cumbre de la CELAC celebrada en La Habana, que define a nuestro Continente como tierra de paz. Para eso, Estados Unidos deben cerrar las 36 bases militares que tienen en nuestras tierras  y Gran Bretaña la base militar en las Islas Malvinas. Todavía hay mucho por qué luchar en pro de la una paz justa y duradera. Pero los signos que ya se avizoran dan campo a la esperanza.       

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