El
regreso a la narrativa de la nostalgia imperialista como recurso ideológico es
uno de los principales rasgos del declive del poder de los Estados Unidos, en
el contexto mayor de la crisis capitalista, que es también la crisis
civilizatoria de nuestra época.
"El vecino de arriba", de Rocha (Tomado de LA JORNADA). |
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa
Rica
Frente
al estupor de unos, la indignación de otros y la expectativa generalizada en el
mundo entero –no exenta de sus dosis de temor-, Donald Trump, el magnate del
negocio inmobiliario y de los reality
shows, cuya fortuna en 2016 fue estimada por la revista Forbes en $3700 millones de dólares,
finalmente juró su cargo como presidente de los Estados Unidos para los
próximos cuatro años.
¿Debe
sorprendernos que un personaje de su calibre, que se anuncia defensor del
ciudadano promedio afectado por la globalización y la crisis económica, pero
que ha usufructuado de todos los beneficios y portillos que tolera el sistema
que dice cuestionar, asuma la presidencia de la que, con acierto, ha sido
llamada la más poderosa potencia económica y militar de la historia de la
humanidad? Desde nuestra perspectiva, no.
Trump,
lo hemos dicho ya, es una grotesca metáfora del capitalismo y de la cultura
machista, patriarcal, xenófoba y racista que subyace en las profundidades del autoproclamado
mundo libre; ese reflejo deformado y
amenazador en el que se miran, asombrados, millones de hombres y mujeres en la Roma americana.
El
nuevo jefe de la Casa Blanca encarna los valores
constitutivos del capitalismo (como el individualismo, el culto al dinero, la
divinización del mercado, o la inversión ideológica de la libertad –conviertida
en estratagema opresiva- como recurso de dominación); de la ideología del
“destino manifiesto” devenida en sentido
común, y de las miserias y excentricidades
de la cultura del consumo y el espectáculo de masas, que están en la
génesis de la construcción de la moderna sociedad estadounidense, por lo menos
desde el último tercio del siglo XIX y que se prolonga hasta nuestros días. Sus
conductas fanfarronas y sus declaraciones altisonantes no son sino expresiones
de ese desarrollo sociocultural al que hacemos referencia, que han permanecido
latentes a lo largo del tiempo, soterradas bajo las apariencias y trampas del
discurso civilizatorio con el que las élites estadounidense han forjado sus
aspiraciones hegemónicas y de dominio unipolar del mundo. Y hoy, en plena
decadencia (geo)política del imperio, emergen nuevamente a la superficie con
cinismo y desparpajo.
Trump,
al igual que la aspirante presidencial del Partido Demócrata, Hillary
Clinton, hicieron suya durante la
campaña electoral la idea de la excepcionalidad
de los Estados Unidos. Y no pretende renunciar a ese argumento. Esto quedó
claro la víspera de su investidura, en un acto en las escalinatas del monumento
a Abraham Lincoln en Washington, cuando en medio de promesas de ampliación de
las fuerzas militares, fortalecimiento de la frontera con México y recuperación
del empleo en el sector industrial, el nuevo mandatario proclamó: “Vamos a
hacer grandiosa a América de nuevo”. Y en su discurso de inauguración, reapareció
esta tesis clave en dos momentos: al inicio, para asegurar que: “De hoy en adelante, una nueva visión
gobernará nuestra tierra. Desde este momento, solo Estados Unidos será primero.
¡Estados Unidos será primero!”; y al final de su alocución, cuando setenció: “Juntos,
haremos que Estados Unidos vuelva a ser fuerte. Haremos que Estados Unidos
vuelva a ser próspero. Haremos que Estados Unidos vuelva a ser orgulloso.
Haremos que Estados Unidos vuelva a ser seguro de nuevo. Y sí, juntos haremos
que Estados Unidos sea grande de nuevo”.
El
regreso a la narrativa de la nostalgia imperialista como recurso ideológico es
uno de los principales rasgos del declive del poder de los Estados Unidos, en
el contexto mayor de la crisis capitalista, que es también la crisis
civilizatoria de nuestra época. Como lo explica el historiador costarricense
Rodrigo Quesada en su libro La lógica de
la nostalgia (imperial), obra que le valió el premio nacional de ensayo en
el año 2015, la nostalgia imperialista “está repleta de símbolos, de rituales y
de ceremonias mediantes las cuales se busca invocar las glorias del ayer, y
sobre todo, impedir que las emociones, las ideas y los sentimientos que trae
consigo toda aquella parafernalia se nos vayan de las manos, para no volver
jamás”. El nuevo presidente es un nostálgico imperialista que añora “el paraíso
perdido, cuando se era amo y dueño absoluto de hombres y pueblos enteros”, y
que “cree (como Reagan lo creyó, durante los años ochenta) que los escenarios
no cambian, y que los hombres menos” [i].
Vistas
así las cosas, cabe preguntarnos: ¿es más peligroso Trump que el expresidente
Obama, quien poco honor hizo al premio Nobel de la Paz que recibió en el 2009,
y que deja un escenario abierto de conflictos y tensiones geopolíticas en América
Latina, África del Norte, Medio Oriente, Europa, Asia Central y el sureste
asiático? ¿Y Trump, con sus twits
incendiarios, realmente representa una amenaza mayor que las 23.144 bombas que,
de acuerdo con un estudio del Consejo de Relaciones Internacionales –con sede
en Nueva York-, fueron lanzadas por la administración Obama sobre Irak, Siria,
Afganistán, Pakistán, Yemen y Somalia solo en el año 2015, en el marco de su
guerra contra el terrorismo? Ahí está el meollo del asunto: en la continuidad
de la razón imperial y de su praxis, independientemente de la cabeza visible
del liderazgo en Washington.
Con
los Clinton, Bush y Obama ayer, y con Trump a partir de ahora, el problema de
fondo para los pueblos y los oprimidos del mundo, y en particular para los
latinoamericanos, seguirá siendo el imperialismo. No lo olvidemos.
[i] Quesda, Rodrigo (2015).
La lógica de la nostalgia (imperial).
San José, C.R.: EUNED / Nadar Ediciones, pp. 19 y 25
Como se dice, los gobernantes son reflejo de lo que es el pueblo que los eligió.
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