Aunque se la quiera maniatar, amansar, presentar en formato “light”
–tan a la moda hoy día, en que todo es light–,
la filosofía, la pasión por la pregunta que da cuenta del sistema, que explica
lo universal, la interrogación por el sentido general de las cosas, por uno
mismo, por nuestros límites, sigue siendo tal vez la mayor aventura humana.
Marcelo Colussi / Especial para
Con Nuestra América
Desde
Ciudad de Guatemala
La
imaginación al poder.
Pintada durante el
Mayo francés, 1968
“Hasta ahora los filósofos se
han limitado a interpretar el mundo de distintas maneras; de lo que se trata es
de transformarlo”, sentenciaba terminante el
joven Marx en la tesis XI sobre Ludwig Feuerbach, en 1845. Para muchos esa fue
la declaración de muerte de la filosofía clásica. De todos modos, siguió
habiendo filosofía.
Para muchos, la obra del alemán Martin Heidegger fue la última
expresión de un gran sistema filosófico, tal como existieron por más de dos
milenios en la tradición occidental, desde los griegos clásicos hasta el
idealismo alemán. Pero desaparecido Heidegger, el gran filósofo del siglo XX,
siguió habiendo filosofía.
¿Pero acaso es inmortal la filosofía? En todo caso, sin decidir la
respuesta aún, preguntémonos qué significa “filosofar”: ¿para qué se hace
filosofía? ¿Es eso posible hoy día?
La respuesta a la pregunta planteada dependerá de quién la formule.
Para nosotros, la gran mayoría, o quizá la totalidad de los lectores de este
breve texto –si es que los tiene; quizá muchos se aburran y no lleguen al
final–, seguramente occidentales, son inevitables ciertas representaciones, en
algún caso ya estereotipadas, cuando hablamos del tema. Filosofía: saber por el saber mismo, reflexión profunda, meditación
serena. E inmediatamente se nos podrá figurar la estatua de Auguste Rodin: “El
pensador”, o el fabuloso fresco “La escuela de Atenas”, de Rafael Sanzio, con
las distintas vacas sagradas del pensamiento griego clásico, aunque muy
probablemente no evocaremos los tlamatinime, los sabios o filósofos
aztecas. Ni tampoco pensaremos, por ejemplo, en los filósofos musulmanes de la
escuela de Bagdad, surgidos hacia el año 800, uno de los momentos más fecundos
del pensamiento universal, fundamento del posterior desarrollo científico de
Occidente, doctos en la filosofía y en numerosas artes aplicadas como las
matemáticas (ahí se inventaron los actuales números arábigos, difundidos luego
universalmente), la arquitectura, la astronomía.
Quizá pensemos en los míticos sabios orientales, muy poco conocidos
–eurocentrismo mediante– en nuestra civilización occidental, pero más como una
invocación espiritual-religiosa que como filósofos, al menos tal como se
entienden en nuestros lares. Seguramente no haremos mención de las cosmogonías
precolombinas de América (maya e inca), riquísimas sistematizaciones de un
rigor filosófico indudable, pero desconocidas en la academia de raíz europea. Y
quizá, entre los filósofos, no se ponga a Marx, considerado más bien un
revolucionario, un anti-filósofo. ¿Pero no es acaso revolucionaria la filosofía
misma? Aunque en nuestro mundo científico-técnico actual, dominado por la
ideología de la eficiencia y el lucro como bienes supremos, de acuerdo a esos
estereotipos que nos inundan, filosofía también puede identificarse con
inservibilidad. ¿Para qué filosofar si con eso no se come? ¡Las humanidades han
muerto!, podría proclamarse –quizá al menos en la línea que llevó a anunciar
que las ideologías estaban muertas, cuando cayó el muro de Berlín y se
autodesintegró el bloque soviético–. Lo “importante”, según la ideología
actualmente dominante, es lo práctico, lo rápido y efectivo, el manual, el tip. Y de ahí a la cultura de la imagen
facilista (“El rincón del vago” o “Buenas tareas” mediante), un paso. La
lectura parece una especie en extinción.
¿Es cierto entonces que la filosofía, como reflexión sobre lo
universal, está muerta? Quien diga eso, quizá leyó demasiado literalmente a
González Tuñón: “Con la filosofía poco se
goza”, seguramente sin entender nada de la metáfora en juego. ¿Con qué se
goza entonces: con los nuevos espejitos de colores con que nos inunda el actual
sistema económico? ¿Con los teléfonos celulares de última generación? ¿Con los spa cinco estrellas? ¿Con las nuevas
muñecas inflables de silicona que parecen humanas? Preguntarse por el goce, eso
mismo, ¿no es filosofar? ¿O mejor no preguntarse nada y seguir consumiendo lo
que se nos ofrece/impone?
Con la filosofía se goza, y mucho. El preguntar, la sed de saber, la
búsqueda de lo desconocido ha sido y sigue siendo la llama que enciende lo
humano, desde el interrogante que posibilitó labrar la primera piedra hace dos
millones y medio de años atrás a nuestros ancestros apenas descendidos de los
árboles hasta el día de hoy, en que nos seguimos preguntando cosas, seguramente
las mismas de aquellos remotos antepasados.
¿No es necesario que una actitud de pensamiento crítico, de indagación
filosófica, de apasionada búsqueda de la verdad por la verdad misma –todo eso
que queda eliminado con los manuales y los tips
a la moda– eche un poco de luz sobre tanta sombra? ¿Por qué decretar el no
pensar? (como si ello fuera posible acaso). Aunque se intente manipular hasta
niveles inconcebibles el pensamiento (para eso están los medios masivos de
comunicación, el llamado neuromarketing,
los telepredicadores, seguimos haciéndonos preguntas. ¿O acaso alguien puede
pensar que la “tecnología de avanzada” lo resolverá todo? ¿Por qué se sigue apostando
por los “espejitos de colores”? La inteligencia artificial o las neurociencias
son fabulosas… ¡pero no terminan con los problemas ancestrales del ser humano!
(el hambre, la pobreza, la ignorancia). O más aún: aún con las más refinadas
tecnologías de manipulación de la llamada “ingeniería humana”, ¿se podrá
terminar con la angustia, con el loco afán de poder, con la envidia y la
codicia?
Todo esto lleva a algunas consideraciones más de fondo. Saber por el
saber mismo siempre ha sido una práctica usual en cualquier cultura, desde el
neolítico en adelante, y nada indica que eso, mientras sigamos siendo seres
humanos y no autómatas, vaya a cambiar (aunque cualquier dictadura lo intente,
incluida la actual dictadura del mercado, disfrazada de democracia y sutilmente
manejada con tecnologías de punta, mercadotecnia y psicología del consumidor).
El impulso por saber es lo que pone en marcha todo proceso humano: saber,
preguntar, descubrir, investigar, he ahí el motor de la humanización, lo que
hace del infante un adulto. He ahí lo que hizo del mono esta obra tan peculiar
que es el ser humano. Preguntar, reflexionar, ordenar el caos de la vida para
entenderla y poder manejarse mejor: esa es la necesidad que lleva a esta
actitud tan humana que sigue siendo sorprenderse ante el mundo y buscarle un
sentido (aunque la tendencia actual nos orille a pensar que los manuales ad hoc nos dan la respuesta adecuada
para todo, para ser feliz, para tener amigos o para conquistar el espacio
sideral, siguiendo los pasos indicados y no preguntando más allá).
Filosofar en tanto preguntar sin anestesia, sin concesiones: he ahí lo
que, en un esfuerzo extremo, lleva a Marx a formular su llamado a transformar
el mundo superando la contemplación pasiva, pero no para negar el hecho de
preguntar, la sed de saber, sino para profundizar todo ello más aún (radical “crítica implacable de todo lo existente”,
reclamaba estricto). Si prefirió no llamar a eso “filosofía” fue por la carga
negativa que encontró en mucha de ella, filosofía barata y complaciente que no
sirve para la transformación requerida. A tal punto ello, que se permitió
titular una de sus obras como “Miseria de la filosofía”.
Con distintos nombres, esa sed por saber dónde estamos parados en el
mundo, saber de dónde venimos y hacia dónde vamos, esa pulsión irresistible por
conocer acerca de nuestros límites, recorre toda la historia de la
civilización, llámese filosofía, sabiduría, pensamiento crítico, reflexión o
como se quiera.
¿Se puede eliminar la filosofía? ¿Morirá el pensamiento crítico?
Pretender eliminar el deseo de saber es ingenuo. ¡E imposible!,
obviamente. Pero se puede hacer que ese ánimo interrogativo, esa sed de verdad,
juegue para la conveniencia de ciertos poderes. La filosofía puede ser –y de
hecho lo ha sido en numerosas ocasiones– revolucionaria, así como puede ser
también una buena aliada disciplinada de los poderes de turno. Ancilla
theologiae, esclava de la teología, la llamaban en tal caso los
escolásticos medievales de Europa. Ancilla scientae, esclava de las
ciencias, pasó a ser con el mundo moderno dominado por los nuevos industriales,
donde comenzó a entronizarse el nuevo dios: la tecnología. De lo que se trata
es que no sea esclava de nadie, que se constituya en el “tábano socrático”
instigador que fuerza a seguir cuestionando siempre. La filosofía, si sirve
para algo, es porque es irreverente, provocativa. Ahí está el mayor de los
goces. “Seamos realistas: pidamos lo
imposible”, decían los muros del Mayo francés de 1968.
En el espíritu general de la época lo que marca el rumbo, la nueva
deidad ante la que nos prosternamos, es la tecnocracia. Ella se ha enseñoreado
y campea victoriosa. Tenemos entonces un pensamiento parcializado, sin interés
por la universalidad, bastante miope, ciegamente confiado en el saber del
especialista (aquél que sabe casi todo sobre casi nada). Eso es lo que puede
llevar a pensar que la sed de preguntar puede colmarse con respuestas técnicas
parciales, fragmentarias. La cultura del “no piense” (no piense en términos de
integralidad, de visión universal y orgánica de las cosas) se ha impuesto con
mucha fuerza. “No hay alternativa”, pudo decir feliz la dama de hierro,
la británica Margaret Tatcher, para referirse a estos tiempos de pensamiento
único. “¡No piense, siga las instrucciones, mire la pantalla y sea un
triunfador en esta vida!” (si puede, claro...); eso pasó a ser la consigna
dominante. Y la pregunta filosófica se ha trocado en... ¡libros de autoayuda!
(el renglón de la industria editorial más poderoso en estos últimos años). ¿En
eso devino la filosofía: esclava de qué? ¿Quién tuvo la torpeza de creer que el
pensamiento fragmentario de hiper super mega especialistas con post doctorados
daría la razón del mundo, la luz necesaria en tiempos de tinieblas?
La filosofía como orientadora, como grito de guerra, como actitud
crítica ante la vida, la filosofía como búsqueda incondicionada de la verdad
(recordemos que Sócrates, pudiendo salvarse desdiciéndose de lo dicho, optó por
la cicuta antes que avalar el conformismo, la mentira, la superficialidad), la
filosofía en ese sentido, como pregunta crítica, no ha muerto ni puede morir.
Si bien es cierto que el sistema capitalista desarrollado ha llevado a un
modelo social que puede manipular todo con creciente capacidad (ahí se inscriben
los saberes técnicos, sin duda efectivos, los diversos manuales de
mercadotecnia y los libros de autoayuda, entre otras cosas), la pregunta
rebelde sigue estando siempre en pie. Y eso es lo que debemos alentar: la sana
y productiva rebeldía. En otros términos: la actitud socrática, para decirlo
según nuestras raíces occidentales.
Sin filosofía, como dijo el filósofo Enrique Dussel, “se formarían
profesionales aptos para “apretar botones” de máquinas que no podrían desmontar
ni inventar para que fueran las adecuadas para una sociedad más equitativa.
Serían autómatas al servicio del mejor postor sin ninguna conciencia crítica,
ni creadora ni ética”. Lo que se
sigue necesitando es esa actitud de sana rebeldía, de actitud crítica, de
irreverencia con los poderes y las “buenas costumbres”. ¿Qué otra cosa, si no,
es la filosofía? Filosofemos para transformar esta agobiante realidad que nos
ata, injusta, violenta, hipócritamente moralista. No le tengamos miedo a la
palabra: “filosofar” no significa sólo contemplación improductiva. Filosofemos
a martillazos, como quería Nietzsche, filosofemos para perder el miedo. En
relación a esta maravillosa aventura de pensar, de ser rebeldes en las ideas,
nuestro peor enemigo, por cierto, no es externo, no es el sistema capitalista
ni el imperialismo, no es la burocracia o la mediocridad, ni la falta de
presupuesto o la posibilidad de caer en manos del torturador; nuestro principal
enemigo es el miedo que llevamos dentro, el miedo a desembarazarnos de los
prejuicios.
“Las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles
para mantener bajo control a los pueblos ignorantes”, pudo decir con la mayor valentía un pensador como Giordano Bruno en
el seno mismo de la institución religiosa, a la sazón unos de los principales
poderes del mundo cuando él lo formuló, siendo él mismo un religioso. Era, en
definitiva, un filósofo. Y aunque eso le valió la condena a la hoguera, su
enseñanza, su actitud, su búsqueda apasionada por la verdad es lo que nos debe
quedar como síntesis de lo que significa la filosofía, la sana irreverencia, la
rebeldía como actitud constructiva, crítica, propositiva, en definitiva. Eso
fue lo que le permitió decir en la cara a sus jueces: “tembláis más vosotros
al anunciar esta sentencia que yo al recibirla”. La historia se escribe con
actitudes como la de Giordano Bruno. ¡Eso es la filosofía!, aunque algún
pusilánime pueda decir que lo que el mundo necesita son “técnicos eficientes y
que no se metan en política, bien portados y con el pelo corto” (y si son
mujeres: ¿que lleguen virgen al matrimonio?).
De eso se trata entonces: aunque se la quiera maniatar, amansar,
presentar en formato “light” –tan a la moda hoy día, en que todo es light–,
la filosofía, la pasión por la pregunta que da cuenta del sistema, que explica
lo universal, la interrogación por el sentido general de las cosas, por uno
mismo, por nuestros límites, sigue siendo tal vez la mayor aventura humana. “En
momentos de crisis –dijo un gran pensador como Einstein– sólo la
imaginación es más importante que el conocimiento”. Sin pregunta crítica
seguiríamos aún en las cavernas (en sentido literal y en el sentido del mito
platónico de “La República”). Aunque estemos inundados de libros de autoayuda,
no todo está perdido, pues como dijera un gran pensador italiano, que se salvó
de la hoguera de la Inquisición por hacer como que no pensaba (pero que
pensaba, y mucho), Galileo Galilei: eppur si muove.
Grandes verdades, pero necesitamos UNA SOLUCIÓN PEQUEÑA, le mensaje Mesiánico que pocos se acuerdan AMA A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO...Pero estamos tan preocupados por salvar al mundo que nos hemos perdido en nuestro vecindario...No sabemos quien es nuestro vecino...
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