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sábado, 20 de mayo de 2017

Costa Rica: Política y religión

Los partidos políticos cuya decadencia, al convertirse en simples agencias de mercadeo de candidatos, son uno de los principales causantes del déficit democrático que sufre nuestro país, deben inspirarse en principios racionales permanentemente actualizados,  a fin de ahuyentar  el fantasma del fundamentalismo.

Arnoldo Mora Rodríguez / Especial para Con Nuestra América

Ya se va haciendo costumbre en Costa Rica que los primero de Mayo en Cuesta de Moras [sede de la Asamblea Legislativa] nos deparen una caja de sorpresas. Este año, no sólo no fue la excepción, sino que la caja de sorpresas se convirtió en una Caja de Pandora. Todos los vicios y lacras que exhuman sin pudor los actuales y decadentes círculos que medran de la política, salieron a relucir para estupor y vergüenza de quienes forjaron  al otrora gran Partido Liberación  Nacional.
 

Me pregunto ¿qué estarían pensando esas figuras señeras que dieron origen al mayor movimiento político de nuestra historia reciente, como Don Pepe y Daniel Oduber, por no hablar de los ideólogos de la socialdemocracia en su versión nacional, como Rodrigo Facio y Alfonso Carro?  Ellos fundaron ese partido con el declarado propósito  de modernizar la sociedad costarricense; por lo que se concibieron a sí mismos como legítimos herederos de las  corrientes laicizantes con las que los prohombres del liberalismo oxigenaron la incipiente democracia nacional ya en la segunda mitad del siglo XIX.

Al ver horrorizados  el lamentable espectáculo brindado por los diputados de ese partido, encabezados por su flamante candidato presidencial [Antonio Álvarez Desanti], solo cabe concluir que la degradación de ese partido ha tocado fondo. Tal es la putrefacta huella que está dejando la hegemonía del clan de los Arias [el expresidente Oscar Arias y su hermano Rodrigo] y sus secuaces,  al abandonar los principios socialdemócratas de sus fundadores y mentores de sus dorados tiempos.

Establecer una alianza (por no decir concubinato) con los líderes de las más espernibles expresiones de los movimientos fundamentalistas religiosos, para lograr una dudosa victoria en la elección del nuevo directorio de la Asamblea Legislativa, es algo peor que una perversidad: es una estupidez. Es dar signos fehacientes de  que se carece de estatura moral e intelectual como para pretender regir los destinos de una nación. En política no se pueden excusar ni las componendas politiqueras  ni la estulticia;  ni menos exhibirse ante la opinión pública nacional e internacional  en una circunstancia como la que es tradicional en los Primeros de Mayo en la Asamblea Legislativa. Con lo hecho, Arias y Álvarez, su antifaz actual,  han dado muestras, una vez más,  ante la ciudadanía que los principios y valores, no sólo de los antecedentes socialdemócratas de su partido, sino de las más elementales normas  y técnicas  - inspiradas en la experiencia multisecular y en el sentido común - de la actividad política no son  para ellos ni siquiera  una simple y demagógica apariencia.  Se les cayó la hoja de parra.

Pero más allá del vergonzoso espectáculo, impúdicamente dado por Oscar, “Toño” y su fracción parlamentaria, hay cuestiones de fondo que  es hora de que se vayan planteando los costarricenses frente a los retos que nos depara la nueva época que está viviendo la humanidad; reto y desafíos que son de larga data, pues constituyen una hipoteca que nos dejaron nuestros liberales de finales del siglo pasado. Las reformas liberales de gobiernos como el de Próspero Fernández y  el de Bernardo Soto lograron independizar al Estado de la tradicional hegemonía clerical en materia ideológica. Fue el inicio de un proceso, que todavía debe completarse, de laicizar al Estado. Eso sólo se logró en el ámbito educativo y en algunas otras medidas, como la secularización de los cementerios y el reconocimiento legal del matrimonio civil. Pero no fueron capaces de dejar plasmada una norma constitucional  que afirme el carácter laico del Estado. Eso explica la vigencia aún hoy día, en pleno siglo XXI, del obsoleto artículo 75 de la  actual Constitución Política como un resabio de los oscuros días de Felipe II. Para estar a la altura de los tiempos, debemos promover una reforma que consagre constitucionalmente una sana separación de la Iglesia y el Estado (incluso prohijada por el Concilio Vaticano II). Las lecciones de la historia, desde las Cruzadas y las guerras de religión hasta la tragedia que actualmente viven los pueblos del Medio Oriente, deben servirnos de lección.

Los partidos políticos cuya decadencia, al convertirse en simples agencias de mercadeo de candidatos, son uno de los principales causantes del déficit democrático que sufre nuestro país, deben inspirarse en principios racionales permanentemente actualizados,  a fin de ahuyentar  el fantasma del fundamentalismo. Los pseudopartidos políticos de tinte confesional deben ser declarados inconstitucionales. Son una rémora para nuestra democracia y constituyen una de las mayores amenazas para lograr la paz y la convivencia civilizada entre los pueblos. Basta con  evocar el terrorismo islámico y el Tea Party en los Estados Unidos  para percatarse de que lo que acabo de mencionar no es una lejana pesadilla sino una ominosa y cercana realidad. La humanidad logró, no sin dolorosas luchas,  dar un inmenso paso gracias a  las ideas ilustradas del siglo XVIII, que pusieron las bases para la creación del Estado democrático moderno. Ninguna manipulación electorera cortoplacista  debe resquebrajar esos logros.

Pero lo anterior  no debe ser interpretado como que las religiones no tengan nada que decir frente a los graves problemas que hoy amenazan a nuestra especie. La función de las religiones no es sólo suministrar una visión de mundo (¡no la única!) de raigambre metafísica, sino también preconizar los principios éticos  y axiológicos, sin los cuales la convivencia entre los pueblos y los diversos sectores que componen la sociedad dejaría de ser humana.  Las  religiones organizadas y las personalidades religiosas individuales tienen como misión  recordar permanentemente al mundo, que sin una economía basada en la justicia social y una política que promueva la paz  como su objetivo último, la convivencia civilizada entre los humanos no es posible. Pero todo ello sin pretender cuotas de poder, sino basadas tan solo en el  testimonio profético de esos valores.

Por eso, a pesar del vergonzoso espectáculo ofrecido por la fracción liberacionista, este primero de Mayo, el pueblo costarricense pudo escuchar una voz de dignidad que le da motivos fundados de esperanza. La homilía del Arzobispo  de San José fue un claro ejemplo de cómo debe ser la función de las iglesias y sus jerarcas en estos tiempos de crisis. Monseñor Quirós, siguiendo los pasos del Papa Francisco, hizo algo más que proclamar genéricamente los principios cristianos en materia política: exigió que se sienten responsabilidades  de quienes son los causantes de la crisis que agobia a una institución que ha sido pilar de la estabilidad democrática del país, como es la Caja del Seguro Social, en cuya creación su antecesor y coterráneo, Mons. Víctor Manuel Sanabria, jugó un papel protagónico. Al levantar su dedo acusador, al Arzobispo sólo le faltó señalar hacia Rohrmoser en donde se encuentra el principal responsable de la crisis que hoy afecta a esta emblemática institución.

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