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sábado, 6 de mayo de 2017

Los libros siempre los libros

Los libros siempre gritaron desde el silencio. Siempre se impusieron por sobre la indiferencia. Quemados, perseguidos por lo que expresaba su contenido, terminaron triunfando desde las cenizas, cenizas que intactas, aun podían leerse y despertar asombro, curiosidad y rebeldía, cuestionamiento al menos por su destino ígneo.

Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza, Argentina

Feria del Libro de la Ciudad de Buenos Aires 2017.
Esa pequeña duda, surgida del asombro por el ensañamiento sobre las ideas expresabas en las hojas humeantes, alentaron la indignación del menos avisado, cualquiera fueran las épocas o los regímenes que llevaban a ese acto bárbaro. Con la curiosidad abierta ante lo aberrante, fue el principal alimento para la rebeldía recién nacida: la reacción que se intentaba aniquilar estaba de nuevo en pie, dispuesta a emprender una marcha sin retorno de la mano de aquel osado y ocasional lector.

La letra escrita, siempre impulsó al hombre a nuevos cuestionamientos, a desafíos que ponían en jaque el orden imperante. La palabra, en ese sentido, tuvo un carácter insurrecto; desbordada, intentó destronar las verdades establecidas, interpelar lo revelado. Ante su peligrosidad, circuló de manera oculta, clandestina, a sabiendas que sería reprimida al ser descubierta.

Ese ha sido el tortuoso camino del conocimiento, expresado en forma escrita en cartas o ensayos, tanto como el martirologio sufrido por sus autores en todas las épocas.

Todavía resuena en la humanidad las palabras del sabio Galileo Galilei “eppur si muove”, tras haber sido obligado a abjurar sus ideas por la Iglesia, controversia que, en el presente siglo todavía alienta discusiones, a pesar del evidente y comprobado progreso de la ciencia y las misiones al espacio exterior que surgieron de sus inventos y observaciones.

Seguramente los autores originarios de los símbolos de las tablillas de arcilla, descubiertas en Tell Brak, Siria en 1984[i], no imaginaron la revolución que pondrían en marcha, dado que eran ejemplo de escritura más antiguos conocidos y darían comienzo a la historia.

Lejos de discutir si otras culturas lo hicieron antes o simultáneamente, el hecho marca un hito fundamental en el desarrollo del hombre, como antes lo fue el descubrimiento del fuego.

Lamentablemente también, este descubrimiento empleado para cocinar los alimentos, que da origen a una mejora indiscutible en la calidad de vida, colocando una frontera demarcada entre lo crudo y lo cocido, un enorme salto antropológico, genera también caídas abismales, cuando los libros son lanzados al fuego masivamente, como ocurrió con los códices mayas, destruidos por el sacerdote Diego de Landa en Yucatán, justificándose ante la posteridad: “Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiera superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos […][ii] Aunque décadas antes Girolano Savonarola se sintiera orgulloso de su “Hoguera de vanidades”, con la que eliminó libros en Florencia por considerarlos inmorales. Cuestión de la que no era original, sino continuador de otros célebres piromaníacos que devastaron bibliotecas enteras, como fue el caso de la de Alejandría, o ya entrado el siglo pasado, en la Alemania nazi en 1933 o, más cercanamente, durante las obtusas dictaduras que nos han gobernado recientemente en América Latina.

Todo dictador siente un terror descomunal frente a los libros, frente aquello que sospecha, contienen una crítica a su desempeño, a su poder sin límites y por ello los quiere eliminar de la faz de la tierra, no vaya a ser que comiencen insuflar aires de libertad, aire irrespirable para los tiranos que, inspirados en un fanatismo feroz intentan desterrar todo lo que se le oponga, sobre todo ideas, ideas que circulan encapsuladas en libros.

Hay maneras más sutiles de quemar libros o dificultar su circulación, como achicar el presupuesto destinado a fomentar su edición, su distribución o, directamente, bajar los salarios de la población para que la compra de libros se transforme en una necesidad postergable, frente al consumo de alimentos o vestimenta, algo así como considerar al libro un bien superfluo, un lujo extravagante, deleznable. En su lógica perversa, todo cabe.

Si en algo se caracterizan los gobernantes surgidos en la era de la post verdad, es que sienten alergia o aversión por los libros. Por lo menos, en las innumerables fotografías en que son retratados y circulan por los medios, jamás se los ve hojeando uno y, mucho menos, con el fondo tapizado de lomos de una biblioteca. Pareciera que el libro le resta eficacia a su declamado pragmatismo, como si lectura y reflexión, y el movimiento que posteriormente inducen, no fueran parte de un mismo acto inteligente, racional. Bueno, en el fondo, de eso se trata, de poner en perspectiva la oposición entre discurso y acción de los poderosos que nos guían.

En la inauguración de la 43ª. Feria del Libro de la Ciudad de Buenos Aires, la semana pasada, un acontecimiento cultural sin precedentes que tuvo su origen en la promoción del libro allá por los lejanos setenta por parte de la Sociedad Argentina de Escritores SADE, la escritora Luisa Valenzuela, quien ha vivido largos años en el extranjero y fue invitada especialmente para la apertura, formuló una dura crítica, manifestando: (vivimos) “tiempos de un ubicuo Moloch, ese monstruo bíblico con panza de fuego que traga a los nuevos desamparados y los multiplica: trabajadores desplazados, estudiantes, docentes, investigadores, inmigrantes, hasta mujeres porque nos están convirtiendo en una población de riesgo”  y, previo a ella, el presidente de la Fundación El libro, Martín Gremmelspacher, había expuesto la grave situación por la que atraviesa la industria editorial específicamente, afectada por la contracción del consumo en general sufrida por toda la población. Cuestión que no cayó nada bien a los ministros de Cultura de la Nación, Pablo Avelluto y Ángel Mahler de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, siendo el primero, el que viene recibiendo cachetazo tras cachetazo, por su desafortunada gestión en el área a su cargo. 

Y, les guste o no, muchos, pero, sobre todo, quienes leen asiduamente, identifican a las autoridades de Cambiemos con los gobiernos totalitarios y retrógrados, aquellos que alimentaban hogueras con libros.

Los libros por siempre los libros, siempre serán la luz al final de la oscuridad, la esperanza de los espíritus inquietos que levantarán las banderas intentando derrocar al mítico Moloch, del que nos advertía Luisa Valenzuela en la apertura de la concurrida Feria.




[i] Alberto MANGUEL (actual director de la Biblioteca Nacional), Una historia de la lectura, Bs. Aires, Edit. Siglo XXI, pág. 41
[ii] Wikipedia, enciclopedia libre.

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