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sábado, 13 de mayo de 2017

Tiempos de incertidumbre, y de esperanza cierta

Estamos ingresando en tiempos que demandan preguntas nuevas para construir las respuestas que nuestras sociedades necesitan. Ni el énfasis en lo económico, ni el énfasis en lo social, lo político o lo ambiental nos darán la clave de las preguntas que necesitamos.

Guillermo Castro Herrera / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

Ora et labora
San Benito de Nursia, siglo VI

Ya va siendo un lugar común decir que no vivimos en una época de cambios, sino en un cambio de épocas. De eso se trata cuando el mundo no se presenta ante nosotros como una estructura de relaciones bien definidas, ordenada y previsible, sino como un proceso volátil, incierto, complejo y ambiguo, en el que un mismo hecho puede tener varios significados a la vez. Pero aun así, bajo esa apariencia caótica subyace un orden que podemos comprender: el de una transición entre dos grandes momentos de la historia de la especie humana.

Esta transición no es la primera que conocemos. En Occidente, al menos, han ocurrido otras dos. La primera tuvo lugar entre la Antigüedad y la Edad Media, a lo largo del periodo que va de la desintegración del Imperio Romano en 476 a la coronación de Carlomagno como Emperador Romano de Occidente por el Papa León III en la Catedral de San Pedro durante la misa de Navidad del año 800. La segunda, durante el paso de la Edad Media a la Moderna durante el siglo XVI “largo” que fue de 1450 a 1650. La transición que vivimos, iniciada a fines del siglo XX, nos lleva de aquella Edad Moderna a otra aún no definida, a lo largo de un período de caos incremental que algunos han llamado la Posmodernidad.

Las transiciones anteriores tuvieron tal alcance y complejidad que dieron lugar a la formación de nuevas civilizaciones. La primera produjo la civilización de la Cristiandad Occidental; la segunda, la del Capital a escala mundial. Cada una de ellas estuvo marcada por visiones del mundo, aspiraciones y formas de conducta compartidas por millones de seres humanos. Cada una, también, fue tan distinta a la precedente que esa diferencia inspiró al escritor norteamericano Mark Twain a escribir en 1889 su novela Un yanqui de Connecticut en la corte del Rey Arturo, en la que contrasta las mentalidades y conductas de la civilización medieval inglesa y las de la civilización capitalista norteamericana a fines del siglo XIX.

Comprender estos procesos de un modo que nos permita influir en ellos demanda disponer de un marco de referencia para el razonar. Desde una perspectiva de cristiandad, por ejemplo, ese marco puede ser establecido a partir de Encíclicas como Evangelii Gaudium (2013) y Laudato Si’ (2015) del Papa Francisco. Desde una perspectiva secular, disponemos del legado de Marx – desde el Manifiesto Comunista hasta Capital, y más allá -, y, en el presente, en la obra de autores como el historiador norteamericano Immanuel Wallerstein, tanto en su estudio mayor – El Moderno Sistema Mundial, en elaboración desde 1974, cuyo IV tomo fue publicado en 2011-, como en los análisis más puntuales recogidos en su libro Después del Liberalismo, de mediados de la década de 1990.

Una perspectiva así organizada permite vincular entre si cuatro rasgos principales de la circunstancia por la que atraviesa el sistema mundial en esta etapa de su desarrollo, y las perspectivas inerciales – por así decirlo – de su evolución futura: un crecimiento económico sostenido aunque vacilante e incierto; una inequidad social persistente; una degradación ambiental constante, y un proceso de desintegración institucionalcreciente.  Por otra parte, si bien esos rasgos señalan el hecho de que vamos hacia un mundo diferente al que conocemos, no definen de antemano el mundo venidero. La transición en curso, en efecto, puede llevarnos a una civilización en la que nuestra especie alcance que alcance nuevas alturas su desarrollo, o a un retorno a la barbarie que nos ponga bajo amenaza de extinción.

Ante una circunstancia así, la responsabilidad fundamental corresponde a quienes están en mejor capacidad de identificar a tiempo, y en toda su complejidad, las amenazas y las oportunidades de nuestro tiempo, recordando siempre, con José Martí, que

La Providencia para los hombres no es más que el resultado de sus obras mismas: no vivimos a la merced de una fuerza extraña: el hombre inferior inteligente no puede concebir torpeza en una inteligencia superior: el justo de la tierra no comprende la injusticia en quien ha de encaminarlo y dirigirlo.[1]

Ante la incertidumbre reinante, además, puede ser útil examinar con algún detalle la experiencia de transiciones anteriores. Cabría decir, por ejemplo, que la transición que llevó a Occidente de la Antigüedad a la Edad Media operó en dos momentos y dos planos distintos. El primero correspondió a la ruptura cultural con la Antigüedad en el siglo V, que tiene una de sus expresiones más ricas en La Ciudad de Dios, de San Agustín, elaborada entre 412 y 426. El segundo, al proceso que se inicia con la fundación del monasterio de Montecasino por San Benito de Nursia, hacia el año 529, que vino a convertirse en una semilla de orden en el caos creado por la desintegración del imperio romano y que, multiplicada a lo largo de ocho siglos, abrió paso a la formación de una sociedad, una economía, un sistema de gobierno y una territorialidad nuevas entre los siglos XI y XIII, para pasar de allí a transición a la Edad Moderna a partir de la terrible crisis del siglo XIV, y sus consecuencias entre el XV y el XVI.

En todo esto, por otra parte, es bueno resaltar que cada una de las transiciones anteriores dio lugar a formas nuevas de gestión del conocimiento y la cultura. La Academia antigua, centro de cultivo de la cultura al margen de la actividad productiva, cedió su lugar al monasterio benedictino, con su mandato de combinar la vida religiosa con el trabajo. El monasterio, a su vez, se vio desplazado por la Universidad al iniciarse la decadencia de la Edad Media, abriendo paso al proceso mediante que llevaría al capital a constituir a la ciencia como una actividad productiva estrechamente ligada al desarrollo de la industria y el comercio a escala mundial.

Atendiendo a lo anterior, resulta evidente que la transición que encaramos hoy ofrece a estas nuevas formas de organización de la gestión del conocimiento un lugar de especial importancia. En primer lugar, ellas nos permiten saber que esta transición puede conducirnos a la barbarie y aun al riesgo de extinción si no es bien manejada. En segundo, hoy conocemos la historia de nuestra especie como no podían haberlo hecho ni Agustín de Hipona en el siglo V, ni Adam Smith en el XVIII. En tercero, hoy disponemos de recursos científicos y tecnológicos, y de capacidades humanas que pueden ofrecer una solución a los problemas ambientales, económicos y sociales que encaramos sin son utilizados en una perspectiva de desarrollo humano.

Atravesar el mar de la crisis de un modo más breve, menos caótico y más humano y trascendente que en las transiciones anteriores, encaminando nuestro rumbo a un mundo que sea sostenible por lo humano que llegue a ser, será sin duda una tarea de dimensiones mosaicas. En efecto, estamos ingresando en tiempos que demandan preguntas nuevas para construir las respuestas que nuestras sociedades necesitan. Ni el énfasis en lo económico, ni el énfasis en lo social, lo político o lo ambiental nos darán la clave de las preguntas que necesitamos. Hoy, más que nunca, necesitamos trascender aquellas visiones del mundo creadas a partir de la deconstrucción del todo en sus partes, para atender a las relaciones entre los componentes que lo integran. De ese modo, se hará evidente que si deseamos un mundo distinto debemos crear sociedades diferentes, y descubriremos finalmente que esa es la tarea realmente fundamental.

Panamá, 10 de mayo de 2017




NOTA:
[1] Revista Universal”. México,  31 de julio de 1875. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. VI, 286.

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