La violencia
descontrolada continúa en el país, y eso, más allá de pomposas declaraciones,
tiene una lógica. Tal violencia va de la mano de la corrupción y la impunidad
reinante. La “ineficiencia” del Estado –que, sin dudas, la hay– es un corolario
de esa corrupción e impunidad.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
En Guatemala, el
principal hospital del seguro social se llama Hospital Roosevelt.
Recientemente, hace poco más de una semana, sucedió ahí un trágico suceso: un
grupo de pandilleros fuertemente armados (con fusiles de asalto y chalecos
antibala) rescataron a un miembro de su pandilla, la Mara Salvatrucha, para lo
que abrieron fuego indiscriminadamente matando a 7 personas (dos
guardiacárceles, dos trabajadores del hospital y tres pacientes), e hiriendo a
una docena más. Fue un hecho que conmocionó fuertemente a la ciudadanía. Esto es resultado de un fenómeno complejo que
debe abordarse desde una multitud de aristas. Lecturas simplistas y opiniones
viscerales no permiten entender realidades tan complicadas.
Una primera reacción
–quizá la más generalizada– fue una mecánica y sentimentaloide respuesta
violenta: ¡pena de muerte para los mareros! El hilo se corta siempre por lo más
fino. Sin querer, en modo alguno, dulcificar o aminorar la conducta antisocial
de los pandilleros que provocaron la masacre, lo importante es intentar
entender el fenómeno en su totalidad. En ese sentido, entonces, los hechores
materiales, los jóvenes que operaron las armas (¡por Q. 200!, según se dijo),
son el último eslabón de una larga cadena.
Las maras, se sabe, son un
síntoma social producto de una sociedad desgarrada, empobrecida hasta la médula
y con una monstruosa historia de violencia a sus espaldas. Pero más desgarrador
y patético que todo eso, es la utilización que pueden hacer de ellas los
llamados “poderes ocultos”: grupos criminales
que operan en el ámbito de una opaca dimensión política, enquistados en
estructuras del Estado.
¿Por qué sucedió la
matanza del Hospital Roosevelt? ¿Quién es el responsable? En todo caso, no hay
“culpable” único: es una sumatoria de causas, histórico-estructurales en un
caso, coyunturales en otro, interactuando todas. Quizá sería más útil
preguntarse, dado que esto es un hecho que supera la mera crónica policial
alcanzando ribetes políticos, si alguien se beneficia de todo esto. La
población común, definitivamente no. ¿Habrá otros actores beneficiados?
Analizando
acuciosamente los hechos, se encuentras más preguntas y dudas que respuestas
convincentes. Por lo pronto, es preocupante encontrar que el reo finalmente
rescatado fue trasladado al hospital para un examen de sangre. ¿Mala práctica o
complicidad?
Sin la más mínima
intención de apelar a teorías conspirativas (ese día casualmente se daba, al
mismo tiempo de la matanza, el sobreseimiento del caso “Bufete de la
impunidad”, quedando libres la magistrada Blanca Stalling y la ex directora del
Hogar Seguro, Anahy Keller), hay datos que abren interrogantes. Quizá no haya
vinculación entre ese sobreseimiento y lo que estaba sucediendo en el Hospital,
pero sin dudas hechos de tal magnitud como lo sucedido en el Roosevelt no
pueden entenderse solo como casualidades.
Lo cierto es que la
violencia descontrolada continúa en el país, y eso, más allá de pomposas
declaraciones, tiene una lógica. Tal violencia va de la mano de la corrupción y
la impunidad reinante. La “ineficiencia” del Estado –que, sin dudas, la hay– es
un corolario de esa corrupción e impunidad. Enviar un preso a un hospital
público solo para un estudio hematológico es una expresión de todo ese paquete:
¿ineficiencia, corrupción, Estado debilitado? Se había dicho que eso no
volvería a suceder, teniendo en cuenta anteriores experiencias (una matanza
similar en el Hospital San Juan de Dios). ¿Por qué sucedió? Es evidente que la
satisfacción de la población es lo que menos interesa. ¿Sucedería esto en un hospital
privado de jerarquía? ¿No es posible atender una situación similar en la
Enfermería del centro carcelario?
Resulta significativo
también, y refuerza la situación de corrupción e impunidad –que no es sino otra
forma de demostrar la violencia en que seguimos viviendo– el cómo puede operar
un grupo criminal. Eso evidencia la catástrofe social que nos envuelve. ¿Quién
puede matar por encargo por 200 quetzales? ¿Qué opción tiene un joven de las
(mal llamadas) “zonas rojas”? Sobrevivir penosamente –si consigue trabajo–,
emigrar de ilegal, ¿o la mara? Es cierto que no todo joven de estas zonas
ingresa a una pandilla (contrariando el prejuicioso mito dominante), pero la
puerta para la transgresión está siempre abierta (recordemos que personas que
no vienen de “barrios marginales” también transgreden, pero por vericuetos de
la ¿politiquería?, al mismo tiempo de la masacre estaban saliendo en libertad
en la Torre de Tribunales). La desesperación social reinante (la catástrofe
humana latente, podría decirse) permite que por 200 quetzales se pueda ir a
matar.
La violencia, la
cultura de muerte, el desprecio por el otro están enraizadas en la historia del
país. Los 245,000 muertos de la guerra son una pesada y no procesada herencia
que aún cuenta mucho. La impunidad que se desprende de eso (¿quién se hace
responsable de tanto crimen?) marca la historia. A partir de la pobreza crónica
y esa impunidad, es que puede haber maras que desprecian la vida, y por unos
pocos pesos matan a discreción.
La violencia envuelve
todo; también la respuesta inmediata que surgió: el pedido de pena de muerte.
Aunque se fusilen unos cuantos mareros, ni la salud pública del Hospital
Roosevelt mejorará, ni los asentamientos precarios desaparecerán. Y los
corruptos de cuello blanco siguen saliendo impolutos de la cárcel. En otros
términos: las causas que encendieron la guerra siguen presentes, por tanto,
aunque con otra modalidad, la guerra continúa.
ResponderEliminarLas armas utilizadas en ese ataque que ocasionó 7 muertes y varios heridos, son de uso exclusivo del Ejército....
ResponderEliminarLas armas utilizadas en ese ataque, son de uso exclusivo del Ejército....