Se corre el riesgo de que el próximo mes –último acto de esta
tragicomedia en que se han convertido las campañas electorales- se asemeje a lo
que lamentablemente está pasando con las redes sociales: un antro de insultos,
calumnias y bajezas, en vez de ser un ágora donde se debaten los asuntos
nacionales y se proponen soluciones viables y serias.
Arnoldo Mora Rodríguez / Especial para Con Nuestra América
Nos acercamos al final de un año electoral atípico. La campaña
electoral que, por disposición constitucional, se lleva a cabo cada cuatro año,
consta de tres etapas (“actos” se diría tratándose de una ópera). El primer semestre del año es para que los
partidos asuman el protagonismo del escenario político, porque se trata de que en su seno se elijan democráticamente y
según sus propios estatutos, a los candidatos que conformarán la papeleta
presidencial y los candidatos a diputados. En la segunda parte del año se lanza
la campaña pública para promover a los candidatos, a fin de que éstos sean
conocidos y valorados por los electores. Al final de este segundo periodo,
deben los candidatos a la presidencia presentar el programa de gobierno que se
comprometen a realizar si son elegidos; si bien en un alto porcentaje esos
programas no son tales sino tan sólo promesas.
Esos programas suelen adolecer de una grave aberración, desde el punto
de vista de una concepción de una filosofía política de sólida fundamentación
racional, pues tienen una concepción del Estado que fomenta ante el pueblo una
idea mágica, ya que prometen lo que no
van a cumplir porque ni siquiera tienen la voluntad política para intentarlo y,
aunque lo intentaran, no crean las condiciones reales para lograrlo aunque sea
mínimamente. Sólo pretenden deslumbrar a un electorado, en gran medida
desencantado del gobierno saliente por
no haber cumplido las promesas que habían hecho para que el pueblo los
eligiera.
De esta manera, las promesas en la realidad no pasan de ser dádivas o limosnas y no verdaderas
soluciones a los problemas sentidos y
sufridos por la gente. Esto hace que, al final, el ciudadano vote no por el que
considera mejor, sino por el que
considera como menos malo, vota por el mal menor; es decir, vota con una
actitud de resignación como si la democracia no fuera la expresión de la
libertad colectiva sino la aceptación resignada de un destino inexorable y fatal.
La política se convierte en una especie de tragedia griega y no en una
contienda donde los ciudadanos, conscientes de su responsabilidad para con la
Patria, se conjuntan para buscar lo mejor para sí y para las nuevas
generaciones. Quizás el Tribunal Supremo de Elecciones, las universidades, los
medios de comunicación, especialmente el canal
estatal, mancomunadamente contribuyan a
que los partidos cumplan con este deber patriótico y dejen de ser empresas
comerciales de mercadeo de imágenes de candidatos, como si de un concurso de
belleza o de reinas de simpatía se tratara. Por eso es que la gente va a votar
impulsada por la simpatía o antipatía
hacia la persona y no porque están racionalmente convencidos de la excelencia
de un programa impulsado por un candidato y su equipo de colaboradores y asesores, que han demostrado fehacientemente que poseen condiciones
morales y capacidades profesionales para cumplir con el programa al que se han comprometido.
De lo contrario, se corre el riesgo de que el próximo mes –último acto
de esta tragicomedia en que se han convertido las campañas electorales- se
asemeje a lo que lamentablemente está pasando con las redes sociales: un antro
de insultos, calumnias y bajezas, en vez de ser un ágora donde se debaten los
asuntos nacionales y se proponen soluciones viables y serias. Debemos evitar
que esta etapa final de la campaña se convierta en una cloaca a imagen y
semejanza de las redes sociales; cuando
debe ser una escuela de civismo como quería Don Pepe. ¿Cómo puede gobernar una
nación alguien al que se le han exhibido todas las inmundicias, reales o
ficticias, concebibles? Si la campaña se vuelve una cloaca estaríamos
siendo gobernados por gentes que tienen
la pésima reputación de un delincuente o
de un psicópata al que se dan irresponsablemente los poderes que otorga la Constitución, para que rija los
destinos del país durante los próximos
cuatro años. El riesgo de que esto se dé se debe a que este año no ha
habido hasta ahora campaña electoral,
sino denuncias de corrupción; el “cementazo” ha llenado todos los espacios de
los medios. La gente tiene una pésima imagen de los políticos; el quehacer
político en todas sus facetas es asimilado a lo que hacen hordas de
facinerosos. Este fenómeno se hace manifiesto en el hecho de que la ciudadanía
se divide en tres grupos iguales en cantidad: un tercio que tiene escogido su
candidato y su filiación partidaria bien definida, un tercio que está decidido
a no votar y un tercio que está en la incertidumbre, si bien la mayoría de este último grupo espera ir a votar, aunque
deja esa decisión para Enero.
Sin embargo, el fondo del
problema radica en que el país sufre de una crisis de ingobernabilidad
debido a que las instituciones del Estado deben ser reformadas para asumir los retos que depara este nuevo
siglo. En consecuencia, los políticos no tienen capacidad de proponer a los
ciudadanos un proyecto país. Sus promesas
no pasan de ser parches, curitas
cuando de lo que se sufre es de úlceras. Pero no es promoviendo una nueva Constitución
sino elaborando un diagnóstico, en base al cual
se ofrecen soluciones, luego se
nombra una comisión en la Asamblea Legislativa que proponga reformas parciales pero sustantivas a la Constitución
actual para que, finalmente, al cabo de unos diez años, se convoque a una
constituyente que le proponga a los ciudadanos una nueva constitución en base a
las reformas parciales que han dado
resultado. Podemos hacerlo sin necesidad
de tener un decenio de inestabilidad y seguido de un gobierno dictatorial y de
otro decenio de gobiernos autoritarios, como se gestó e impuso la Constitución
de 1871; o peor aún, una desgarradora
Guerra Civil y una Junta de Gobierno con poderes dictatoriales, período que
culminó con la Constitución de
1949. Pero para eso se requiere tomar conciencia del momento histórico que está
viviendo nuestro país, por no decir el mundo entero. En consecuencia, las campañas electorales
deben contribuir a forjar esa conciencia
ciudadana.
Un artículo que no solo da el diagnóstico de nuestra situación nacional en deterioro sino que nos ofrece una solución bastante posible. El problema adjunto a ese diagnóstico y su solución es que no contamos con el recurso humano necesario en la política nacional para llevar a buen puerto ese reto. No hay gente capaz en el plano político, de asumir las tareas que se requieren para poner este país a caminar. Creo que estamos en época de vacas flacas donde los problemas son cada día más grandes, más angustiosos, mas inminentes y la clase política cada día menos capaz, menos decente, menos costarricense.
ResponderEliminar