Estamos viviendo tiempos
de turbulencia global que llevan a los poderosos a quitarse las máscaras,
siendo la careta democrática la primera en caer para dejar paso al gesto adusto
de la fuerza bruta. Esto sucede en todo el mundo, empezando por las grandes
potencias como Estados Unidos, Rusia y China. Ni qué hablar de países como los
nuestros, donde los Estados-nación conservan un nítido sello colonial.
Raúl Zibechi / LA JORNADA
En las últimas semanas
asistimos a la escenificación de la deslegitimación de las democracias
electorales en América Latina. Me refiero al fraude electoral contra la
oposición en Honduras, al irresistible ascenso del fujimorismo que está a punto
de desplazar al presidente electo con un golpe parlamentario y al retorno del
empresario derechista Sebastián Piñera a la presidencia en Chile. En los tres
casos parece evidente que el sistema democrático no sirve a los intereses de
los sectores populares.
En Honduras se produjo un
doble fraude. En 2009 se había dado un golpe institucional contra el presidente
Manuel Zelaya porque pretendía postularse a la reelección que está expresamente
prohibida por la Constitución. Sin embargo, en 2015 la Corte Suprema de
Justicia falló de manera unánime señalando la inaplicabilidad del artículo 239
que prohíbe la reelección. O sea, la misma Corte que destituyó a Zelaya, violó
la Constitución para hacer lo contrario.
Días atrás, hasta la OEA
de Luis Almagro se pronunció por repetir unas elecciones que a todas luces
fueron irregulares, aunque el Tribunal Supremo Electoral parece haber zanjado
la cuestión en favor del presidente Juan Orlando Hernández. Nada indica que el
corrupto poder hondureño, que provocó el asesinato de Berta Cáceres y de otras
123 personas asesinadas desde 2010 por oponerse a proyectos de represas, vaya a
retroceder. Ni que la OEA sea tan beligerante en este caso como lo está siendo
con Venezuela.
En Perú el Parlamento con
mayoría absoluta fujimorista está al borde de un golpe parlamentario para
destituir al presidente Pedro Pablo Kuczynski, economista y empresario
neoliberal. La justicia lo acusa de haber favorecido a la brasileña Odebrecht
en 2006 cuando era el primer ministro de Alejandro Toledo. Lo que indigna es
que sea el partido de Keiko Fujimori, que cobija a los genocidas y corruptos
del régimen de su padre, Alberto, preso que será puesto en libertad si ganan la
Presidencia, quien esté al frente del ataque al actual gobierno.
El fujimorismo busca
hacerse con el control del Tribunal Constitucional y de la Fiscalía de la
Nación, a cuyos miembros acusa de presunto lavado de activos del
narcotráfico. El control del Parlamento puede terminar por ahogar todas las
instituciones del país, entre ellas la Corte Suprema, para evitar que la
justicia siga adelante con el caso Lava-Jato que implica a los Fujimori. En
tanto, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ordenó al Estado peruano
suspender el proceso contra miembros del Tribunal Constitucional
(goo.gl/V6gkfm).
Llama la atención que las
izquierdas no denuncien “golpe” cuando el proceso contra Kuczynski tiene rasgos
similares a la destitución de Dilma Rousseff en Brasil. Parte de la izquierda
peruana (el Frente Amplio de Marco Arana) está empujando el mismo carro que el
fujimorismo, seguramente por cálculos electoralistas.
En Chile, Piñera ganó la
Presidencia con poco más de 25 por ciento de los votos, ya que más de la mitad
de los habilitados decidieron no concurrir a las urnas. No es la primera vez
que esto sucede. Desde que la votación no es obligatoria, el porcentaje de
votantes cayó abruptamente. En la segunda vuelta la abstención fue apenas menor
que en la primera, porque el electorado decidió que entre el candidato
oficialista (Alejandro Guillier) y el millonario neoliberal hay poca
diferencia.
Algunos analistas
progresistas sostienen que no votar es un síntoma de despolitización. No dicen
que la ley antiterrorista ha sido y es aplicada en Chile por los gobiernos
progresistas de Bachelet contra el pueblo mapuche, pese a que incluso órganos
de las Naciones Unidas se han pronunciado en contra de su aplicación en el
conflicto de la Araucanía.
La reforma educativa a la
que se comprometió el segundo gobierno de Bachelet (2014-2018) es otra promesa
incumplida que recibió duras críticas del movimiento estudiantil porque no
considera la educación como un derecho social, no termina con el sistema de
créditos con garantía estatal, no pone fin al lucro y no da plazos explícitos
para la gratuidad (goo.gl/EiJfie). Ni qué hablar de las AFAP, sistema privado
de pensiones que se mantiene en pie desde la dictadura de Pinochet (1973-1990).
Estos tres casos merecen
algunas consideraciones sobre la democracia electoral y las estrategias de
quienes queremos cambiar las cosas.
La primera es la
inconsistencia de las llamadas instituciones democráticas y también de las
organizaciones internacionales como la OEA, que aplican un doble rasero
desvergonzado. El Poder Judicial y el Parlamento (que deberían velar por los
derechos y representar a la población, respectivamente), se han convertido en
instituciones decorativas que son manejadas por los poderes económicos y las
mafias (como el fujimorismo y las élites hondureñas) según sus propios
intereses.
La segunda es que estamos
viviendo tiempos de turbulencia global que llevan a los poderosos a quitarse
las máscaras, siendo la careta democrática la primera en caer para dejar paso
al gesto adusto de la fuerza bruta. Esto sucede en todo el mundo, empezando por
las grandes potencias como Estados Unidos, Rusia y China. Ni qué hablar de
países como los nuestros, donde los Estados-nación conservan un nítido sello
colonial.
La tercera es qué hacemos
ante esta realidad. No propongo ignorar los escenarios electorales, sino
definir una estrategia que los coloque en su justo lugar. El primer paso de
cualquier estrategia en el escenario actual es consolidar las organizaciones,
territorios y espacios de los sectores populares. Eso quiere decir: apuntar
hacia educación propia, salud propia, justicia propia y poder propio. No
depender de los Estados, ni de las instituciones internacionales. Construir
organizaciones sólidas y flexibles capaces de navegar en las tormentas.
Si lo anterior funciona,
podemos pensar en el calendario electoral y dedicarle algunas fuerzas. Sin
desarmar los mundos propios, naturalmente.
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