Estamos totalmente conscientes de lo controversial del tema que aquí
ponemos sobre la mesa: el de la validez de las formas de la democracia liberal
burguesa para acceder y mantener el poder por parte de la izquierda en América
Latina.
Rafael Cuevas Molina / Presidente
AUNA-Costa Rica
Estas reflexiones nacen después de observar distintos acontecimientos
que han tenido lugar en los últimos quince días. En primer lugar, ver a Luiz Inacio “Lula” da Silva entrar en
la cárcel de Curitiba en Brasil y, por otro lado, escuchar la acusación del
Fiscal ecuatoriano contra Rafael Correa por haber calculado la deuda externa
del Ecuador de acuerdo a los manuales del FMI. Podríamos agregar más: las
acusaciones contra Cristina Fernández en la Argentina o las amenazas de la
oposición venezolana y sus compinches internacionales de llevar a Maduro ante
un tribunal internacional.
En segundo lugar, presenciar el cambio de mando en Cuba, en donde la
Asamblea del Poder Popular ha electo a Miguel Díaz-Canel presidente de los
Consejos de Estado y de Ministros. A diferencia de los ex presidentes antes
mencionados, Cuba mantiene su proceso revolucionario incólume, sin pasar por
los avatares de la judicilización de la vida política, que se ha erigido en
parte importante de la política imperial del soft power.
Estamos totalmente conscientes de lo controversial del tema que aquí
ponemos sobre la mesa: el de la validez de las formas de la democracia liberal
burguesa para acceder y mantener el poder por parte de la izquierda en América
Latina.
Después del derrumbe de la Unión Soviética y el campo socialista, las
organizaciones y partidos de izquierda del continente aceptaron tácita y
explícitamente las reglas del juego de la democracia liberal. Los movimientos
armados que tuvieron vigencia durante las décadas de los setenta y ochenta, en
Centroamérica los ejemplarizantes casos de la Unión Revolucionaria Nacional
Guatemalteca (URNG), y en el Salvador el Frente Farabundo Martí para la
Liberación Nacional (FMLN), y más tarde en Colombia las Fuerzas Armadas
Revolucionarias (FARC) y ahora el Ejército de Liberación Nacional (ELN)
llevaron a cabo, con los estados correspondientes, largos procesos de diálogo
que en la mayoría de los casos culminaron en acuerdos de paz que han tenido, como
condición sine qua non, la incorporación de estos movimientos revolucionarios al
juego de la democracia liberal burguesa de sus respectivos países.
Movimientos de masas de nuevo tipo, distintos y distanciados de estos
movimientos armados surgieron también, después de una década de desesperanza
del movimiento popular, a partir del triunfo de Hugo Chávez en 1998 en
Venezuela, provocando una oleada de gobiernos progresistas que se mantuvieron
vigentes y en buena medida dominantes en el espectro político de la región
hasta la muerte de Hugo Chávez en 2013.
Luego ha venido un paulatino declive de esta tendencia, con el
consiguiente avance de posiciones de derecha, que se ha caracterizado por la
actitud revanchista contra los dirigentes de estos movimientos nacional-populares.
Casi sin excepción, estos han sido perseguidos judicialmente, muchos
de ellos con acusaciones ridículas prácticamente sin sustento, como el caso de
Lula da Silva en Brasil, a quien no hay forma de probarle las acusaciones de la
cual es objeto; o de Rafael Correa en Ecuador, en donde el Fiscal General acude
al absurdo de acusar al expresidente por regirse por manuales del FMI en el
tratamiento de la deuda externa del país.
Es decir, se trata de verdaderos montajes orquestados por jueces que,
en su mayoría, han tenido una formación estrechamente vinculada a los Estados
Unidos, que no tienen empacho en dictar las más drásticas medidas contra los
acusados aunque no cuenten con el respaldo legal necesario.
Pareciera evidente que los mecanismos del llamado estado de derecho se
encuentran bien aceitados para reprimir, no por la vía armada como era el caso
antes, sino por la vía “legal”, a quienes se salen del dictum dominante.
Cuba ve pasar frente a sí no solo presidentes norteamericanos con sus
vaivenes y contradicciones, sino también experimentos de la izquierda
latinoamericana para llegar y mantener el poder. Entre ellos, la de movimientos
como el zapatista, en México, para quienes la conquista del poder del Estado no
es un objetivo.
“Son otros tiempos” dice la cantinela que da respuesta rápida a estas
preocupaciones. Mientras tanto, las lentas pero seguras formas ideadas hace
varias décadas para prevenir la llegada de la izquierda al poder van cerrando
sus tenazas: adoctrinar y ganarse para sus posturas ideológicas al aparato
judicial; penetrar con iglesias neopentecostales afines a la Teología de la
Prosperidad las mentes y corazones de la gente; controlar los medios de
comunicación de masas y las redes sociales.
El análisis se queda corto, pero apunta con un enfoque global correcto temas centrales que la izquierda necesita debatir.
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