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domingo, 22 de julio de 2018

La tormenta (I)

Si alguien quisiera dictar una charla surrealista, podría empezar diciendo que llevamos mucho tiempo viviendo de la sangre de los dinosaurios. Que la sangre de los dinosaurios terminará haciendo que el mar hierva y que el cielo se apague.

William Ospina / El Espectador

Pero no, no es surrealismo: es la sencilla realidad. En todas partes estamos carbonizando el mundo, no en el sentido de estarlo quemando, pero sí en el sentido de estarlo llenando de carbono. Hace meses, ante los ojos asombrados de los viajeros, se blanqueó la barrera coralina de Australia, una de las maravillas del mundo. Y ese podría ser un bello espectáculo, si somos capaces de pensar que la muerte es un bello espectáculo. Para que toda una barrera de corales se muera y se afantasme, basta que aumente un par de grados la temperatura del mar.

¿Por qué nos preocupa en Colombia que se mueran los corales de Australia? Por la misma razón por la que puede preocupar a los australianos que cada año se pierdan miles de kilómetros cuadrados de la selva amazónica. Hasta ayer vivíamos, o creíamos vivir en países, ahora todos vivimos en el mundo, y no en un mundo apacible, sino en un mundo donde se sienten crecer las catástrofes.

Hay un hermoso poema de León de Greiff, muy musical y un poco irónico, en donde él afirma que no ha visto el mar: “No he visto el mar,/ Mis ojos, vigías horadantes, fantásticas luciérnagas,/ Mis ojos avizores entre la noche, dueños/ De la estrellada comba, de los astrales mundos,/ Mis ojos errabundos, ojos cogitabundos,/ Familiares del hórrido vértigo del abismo,/ No han visto el mar mis ojos,/ No he visto el mar”.

Digo que es irónico porque evidentemente cuesta trabajo no ver el mar. No ver una hormiga es fácil, pero es difícil no ver el océano. El poema podría significar apenas que el poeta, un caballero antioqueño de 30 o de 40 años, no ha hecho el viaje a Turbo o a Coveñas, y no ha podido conocer personalmente el mar. Pero creo que el poema no habla sólo del poeta: habla de cada uno de nosotros, y por eso nos gusta a todos. Más bien significa que nosotros, los colombianos, o que tal vez los latinoamericanos, como también lo sugiere Ignacio Padilla, en su hermoso libro “La isla de las tribus perdidas”, no hemos visto el mar.

Y ese no haberlo visto no parece un problema óptico. Yo diría que significa que no lo hemos advertido, que no lo hemos conocido, que no hemos entrado en contacto con él. Podría significar: no somos griegos, no somos árabes, no somos ingleses, no somos estadounidenses. No hemos sido Ulises, ni Simbad, ni el bucanero ciego de la Isla del tesoro, ni el capitán loco que buscaba a la ballena blanca. Uno puede vivir por siglos junto al mar y, en el sentido más profundo del término, no haberlo visto.

Creo que lo mismo puede decirse del sol. El sol es un poco más difícil de ver: es tan deslumbrante, tan cegador, que verlo es peligroso. Sabemos que no hay que mirarlo, que nos conviene no verlo, que más nos conviene no haberlo visto. Pero también en la expresión “no he visto el sol” podría estar encerrada una verdad más profunda. Es posible que los seres humanos hayamos estado por miles de años en la tierra, y sin embargo no hayamos visto el sol, que es nuestro padre, la fuente de nuestra vida.

A partir de cierto momento los seres humanos empezamos a consumir mucha más energía de la que éramos capaces de procesar con nuestra alimentación. Hace dos siglos, a comienzos de la revolución industrial, cada ser humano todavía consumía las 2.500 calorías que fueron nuestro gasto diario desde el comienzo de la historia. Ahora no sólo hemos pasado de 500 millones a 7.500 millones de personas, sino que cada uno ha pasado de 2.500 al equivalente de 250.000 calorías.

Somos monstruos devoradores de energía: viajamos por tierra a 80 kilómetros por hora, por aire a 850 kilómetros por hora, hemos iluminado la noche, hemos abandonado el silencio, oímos radio, vemos televisión, tenemos encendido todo el día nuestro ordenador, y en los últimos segundos del tiempo cósmico nuestra única preocupación es tener cargado el teléfono celular.

Alguien hace poco escribió en Twitter: “Estoy saliendo de mi casa sin el cargador, y con una carga en el celular del 75 %. Que sea lo que Dios quiera”. Anoche, en el ascensor de un centro comercial, me di cuenta de que una muchacha consideraba necesario llamar a su hermano o su novio para preguntarle: “Nacieron los tres dragones. ¿Ahí se acaba todo?”. El gasto de energía es tan descomunal que no basta que todos los ríos del mundo hagan girar las turbinas generadoras de electricidad, que todos los yacimientos de carbón surtan sin fin la fuente de la energía térmica, sino que hace dos siglos la revolución industrial y hace un siglo en señor Henry Ford pusieron a la humanidad a consumir petróleo, combustibles fósiles que encienden la noche y acompasan nuestra velocidad y alimentan las fábricas, de modo que llevamos mucho tiempo, como decía, viviendo de la sangre de los dinosaurios, y estamos liberando a la atmósfera de manera creciente todo el carbono que estaba guardado en las profundidades de la tierra. La temperatura global está aumentando aceleradamente, ha subido varios grados la temperatura del mar hasta blanquear la barrera coralina de Australia, y en los términos más sencillos estamos carbonizando el mundo, es decir, aumentando sin control el nivel de carbono en la atmósfera.

Pero es bueno recordar que hace poco más de dos siglos el poeta Friedrich Holderlin escribió en su poema Patmos: “Allí donde crece el peligro crece también lo que nos salva”. Hace ya varios años la humanidad se pregunta con angustia cómo vamos a sostener este ritmo descomunal de gasto de energía, si todo el carbón y todo el petróleo que consumimos están dejando en la atmósfera, en los océanos, en las pieles y en los pulmones un rastro mortal. Ya no tenemos décadas para corregir ese problema, ahora es evidente que a lo sumo tenemos años. Y es el momento en que el ser humano, acosado por la necesidad y por el peligro, descubre, como decían en la antigüedad, que hay un sol en el cielo, y puede decirse, en un sentido muy profundo, “no he visto el sol”.

Ahora sabemos que el sol y el viento son la gran solución a las demandas de energía de la humanidad, que la energía solar y la energía eólica son las energías limpias e inagotables que necesita, no sólo el futuro, sino desesperadamente el presente. Nos volvemos de pronto a mirar esa fuente desmesurada de energía, y comprendemos que si lo hacemos bien y a tiempo tendremos energía limpia y abundante para todas las necesidades de la civilización en los próximos diez millones de años. ¿Por qué no lo habíamos visto antes? Tal vez porque la historia no nos había formulado el desafío.

Claro que no hay que cantar victoria: porque ya hemos alterado seriamente el equilibrio del mundo y porque de la teoría de la sustitución energética al cambio real del modelo todavía queda mucho trecho y muchos intereses que vencer, y mientras tanto el mundo ya está empezando a tratarnos como a una plaga dañina. Tenemos que dejar de pesar nocivamente sobre el mundo, y eso requiere un largo proceso de recuperación del equilibrio perdido.

Fragmento de Solidaridad y futuro, un ensayo del nuevo libro “El taller, el templo y el hogar”.

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