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sábado, 8 de septiembre de 2018

Estados Unidos y el dominio del eje estratégico latinoamericano

En un escenario como el de nuestros días, ¿queda alguna opción para la paz y la integración como la que soñaron los expresidentes Chávez, Lula y Kirchner a inicios de este siglo? ¿Será posible evitar el camino de la violencia y la muerte del imperialismo, que sólo sirve a los intereses de quienes pretenden dividir a nuestra América para dominarla?

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

Los expresidentes Chávez, Kirchner y Lula 

La imagen se repitió una y otra vez, en escenarios diferentes pero con los mismos personajes y con idénticas motivaciones: el encuentro fraterno, solidario, de unidad latinoamericana, plasmado en las manos entrelazadas de Hugo Chávez, Lula da Silva y Néstor Kirchner, presidentes de Venezuela, Brasil y Argentina respectivamente. Ya fuese en Caracas o Sao Paulo, en Buenos Aires a Brasilia, o en la emblemática Mar del Plata, en diálogos, encuentros de trabajo, cumbres y batallas políticas memorables, aquella fusión de voluntades acabó por convertirse en la instantánea de una época: la del inicio del siglo XXI latinoamericano. Los tres mandatarios, que llegaron al poder luego de que el tsunami neoliberal de los años noventa devastara el tejido social y productivo de sus países, comprendieron con absoluta claridad que el eje Caracas-Brasilia-Buenos Aires era fundamental para apuntalar el proyecto de integración regional nuestroamericano, para ganar espacios de soberanía e impulsar alternativas posneoliberales, y en definitiva, para enfrentar, desde otro lugar, los furiosos coletazos del imperio en medio de su crisis de hegemonía.


Estados Unidos también reconoció la importancia de ese corredor en sus planes geoestratégicos, y desde entonces hizo todo lo posible por derrocar gobiernos, boicotear iniciativas y sembrar discordias en el continente -con el concurso generoso de aliados como Álvaro Uribe en Colombia-. La administración de George W. Bush lo intentó con el golpe de Estado a Hugo Chávez en 2002, fracasó y luego fue derrotada estrepitosamente en la cumbre de Mar del Plata en 2005, en una jornada que tuvo como protagonistas a Lula, Chávez y Kirchner. Después, el gobierno de Barack Obama apostó más por la astucia que por la fuerza, desplegó sus armas de soft power, sostuvo el flujo de dólares para sus ONG y think tanks en la región, y hacia el final de su segundo mandato, favorecido por la nueva coyuntura económica y política en América Latina, empezó a cosechar éxitos: avanzó en los planes desestabilizadores en Venezuela, donde la oposición logró importantes resultados en las elecciones parlamentarias de 2015; bailó un tango Buenos Aires para celebrar el triunfo electoral de Mauricio Macri y el regreso de las relaciones carnales entre la Casa Blanca y la Casa Rosada; y apoyó tácticamente el impeachment contra Dilma Rousseff en Brasil, en 2016. 

Se perfiló así un escenario ideal para que, a partir del 2017, el gobierno de Donald Trump, con su diplomacia gánsteres y rodeado de controversiales generales y agentes en puestos clave de la administración (el Departamento de Estado, la CIA), lanzara lo que ahora se nos revela como una guerra total contra la Revolución Bolivariana. Y en esa nefasta ambición, la de acabar con el proceso político bolivariano y todo lo que ha significado en la historia reciente de América Latina, embarcó a gobiernos vasallos -el Grupo de Lima- para cercar a Venezuela y crear las condiciones necesarias para una intervención largamente soñada por sus élites políticas, económicas, militares, y por la derecha apátrida de nuestros países (que peregrina oficiosamente a Washington con escala en Miami). 

Los acontecimientos a los que asistimos en la últimas semanas en Venezuela, como se deduce de lo expuesto, no son sino el resultado de más de 15 años de planificación y acción imperialista que hoy parecen llegar a un punto de peligrosa explosividad (especialmente por la inestabilidad de quienes toman decisiones en la Casa Blanca, y los apetitos de quienes les instigan). El boicot a las elecciones presidenciales (cuya celebración anticipada era un reclamo de la misma oposición ), el intento de magnicidio contra Nicolás Maduro, el endurecimiento de la guerra económica, así como la construcción política y mediática de una crisis humanitaria (la de la población migrante) que debe ser resuelta por medio de la intervención extranjera, forman parte de planes y operaciones diseñadas no solo para alimentar discursos, matrices de opinión y maniobras diplomáticas, sino también -y sobre todo- para justificar la movilización de las fuerzas militares que hoy sitian a la Revolución Bolivariana, a la espera de una orden para desatar el infierno de una dolorosa conflagración. 

Las manecillas del reloj de la guerra de Trump en América Latina se mueven aceleradamente por la precariedad que viven los gobiernos neoliberales aliados en Argentina y Brasil. Sostener a Macri y Temer (y al eventual sucesor que emerja de las elecciones del próximo mes de octubre) es ahora una prioridad para Washington, en su afán por imponerse en Venezuela.

En un escenario como el de nuestros días, ¿queda alguna opción para la paz y la integración como la que soñaron los expresidentes a inicios de este siglo? ¿Será posible evitar el camino de la violencia y la muerte del imperialismo, que sólo sirve a los intereses de quienes pretenden dividir a nuestra América para dominarla? El futuro, por ahora, no dibuja buenos presagios en el horizonte. Pero es preciso que triunfe la paz, que triunfen los pueblos.

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