La
ola de conservadurismo retrógrado y agresivo, que rápidamente se apodera de
América Latina, no es exclusiva de la clases dominantes que regresan
revanchistas después de años de confinamiento en la arena política.
Rafael Cuevas Molina / Presidente
AUNA-Costa Rica
Es
una marejada que abarca a todas las clases, que destraba los prejuicios y los
resentimientos sociales hasta ahora aguantados por los diques que ponía el
predominio de los proyectos progresistas y de izquierda.
Esa
ola de revanchismo derechista viene acompañada de una pátina nueva. Antes, la
derecha fue terrible, represiva, cruel, insensible y discriminatoria, pero no
tan exhibicionistamente vulgar como en esta marejada.
De
pronto, en la vida pública no se siente vergüenza de ser racista, xenófobo,
homófobo, misógino, ignorante, pedestre o agresivo. Sin duda el modelo
dominante de esta forma pública de ser es el presidente estadounidense Donald
Trump, quien por su ordinariez y limitaciones parecía que sería solo un
incidente sin mayores consecuencias en la vida política norteamericana.
Su
encumbramiento en el poder del país más poderoso del planeta legitimó actitudes
y formas de comportamiento hasta ahora confinadas al lumpen, al mal gusto y a
la chabacanería de los nuevos ricos.
Pero
explicar estos nuevos comportamientos sociales solo por la imitación de lo que
hace el clown mayor no es suficiente. Hay una corriente subterránea que está
ahí presente siempre aunque no se manifieste, y que sale a flote en diferentes
formas e intensidad cuando encuentra condiciones apropiadas.
Esta
corriente profunda y oscura es alimentada en nuestros días por las redes
sociales. Es difícil no pensar que atrás de ellas no haya una estrategia muy
bien pensada y de largo aliento. No se trata solamente de lo que se conoce como
las fake news y otros fenómenos de
data relativamente reciente. En Breve
historia del neoliberalismo, David Harvey cita una frase atribuida a
Margaret Thatcher, primera ministra británica allá por los ahora lejanos años
80: “La economía es el método, pero el objetivo es cambiar el alma”.
En
ese mismo sentido, el sociólogo argentino Atilio Borón nos advierte en su
artículo Sobre mercados y utopías: la victoria ideológico-cultural del
neoliberalismo” que: “Si se observa la
experiencia de los países ´reformados´ según los preceptos del Consenso de
Washington (…) se advierte que el triunfo del neoliberalismo ha sido más
ideológico y cultural que económico”, lo que se asentaría, entre otras causas, en “la creación de un
´sentido común´ neoliberal, de una nueva sensibilidad y de una nueva mentalidad
que han penetrado muy profundamente en el suelo de las creencias populares. (…)
(que) no ha sido obra del azar sino el resultado de un proyecto tendiente a
´manufacturar un consenso´ (…), y para lo cual se han destinado recursos
multimillonarios y toda la tecnología mass-mediática de nuestro tiempo (…).”
Se trata de
una faceta central de aquellas estrategias anunciadas como características de
la política norteamericana de ese mascarón de proa con apariencia de buenazo
del imperialismo norteamericano que fue Barak Obama: el smart power, que se propuso ganar las mentes y corazones antes que
utilizar la fuerza bruta para lograr los objetivos (de siempre), y que se
infiltra a través de la educación y el saber, los think tanks, la élite intelectual y científica, la clase política y
los medios de comunicación.
Ya desde
los tempranos años 80, cuando Ronald Reagan usaba el garrote para doblegar por
medio del bloqueo y la contra a la Revolución Sandinista, el Documento de Santa
Fe, que se convertiría en brújula de la política exterior norteamericana hacia
América Latina, advertía de la necesidad de ganarse a la élite intelectual de
nuestro continente a través de becas, premios y lisonjas, “tan preciadas entre
los intelectuales”, decían.
Es decir,
una verdadera guerra cultural que lleva décadas y que desemboca en nuestros
días en lo que estamos viviendo. Quién sabe cuánto más vamos a ver.
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