Este 16 de noviembre se cumplieron 29 años
del asesinato de los que hoy se conocen como Los Mártires de la UCA: Ignacio
Ellacuría, Ignacio Martín Baró, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Amando
López, Joaquín López y López, Elba y Celina Ramos.
Rafael
Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
Al igual que Monseñor Romero o que
Rutilio Grande, tan próximo a Romero y cuya muerte pesó tanto en lo que después
el arzobispo de San Salvador llamaría su “conversión”, como Juan Gerardi en
Guatemala o los curas villeros en Argentina, son representantes de una
generación de sacerdotes comprometidos hasta la muerte con las causas de los
pobres.
Estamos mencionando solamente a algunos
de ellos a manera de ejemplo, pero son cientos, cada quien entendiendo su
compromiso desde distintas perspectiva: como curas párrocos de barriadas
marginales o de alejados poblados rurales, o como intelectuales orgánicos de
esa causa llamada Teología de la Liberación que tanto apoyó e hizo crecer a los
movimientos populares latinoamericanos, especialmente a los centroamericanos.
Ignacio Ellacuría, brillante intelectual
catalogado por las oscuras fuerzas de la dictadura salvadoreña como siniestro cerebro de la insurgencia popular;
Ignacio Martín Baró, pionero de una sicología social que diera cuenta de los
rastros que deja en el ser humano la cultura de la violencia.
Intelectuales y religiosos como los que
tanta falta nos hacen ahora, no solo íntegros éticamente sino poniendo sus
capacidades intelectuales al servicio del pueblo y de la utopía, esa utopía que
tanto desmán, arribismo y oportunismo ha ido desdibujando.
Próximos al 30 aniversario de su
asesinato es tiempo de ir haciendo balances, de ir recapitulando lo que fuimos
y ahora somos, lo que hicimos y queda por hacer. Mirar la Centroamérica
violenta y descompuesta que tenemos, deshilachada en su tejido social,
desesperanzada y desilusionada, que parte en caravanas multitudinarias porque
en nuestros países no encuentra respuestas.
Próximos también al 40 aniversario de la
Revolución Sandinista, esa revolución en la que los cristianos fueron
fundamentales para la organización y el impulso de una década de alegría e
ilusiones populares, la Nicaragua de la Cruzada Nacional de Alfabetización, de
la Reforma Agraria, de la cultura nacional, popular, revolucionaria y
antimperialista.
Eso son los años 80 para Centroamérica,
una década en la que a pesar de la sangre y el inmenso dolor estuvimos a un
tris de tocar el cielo, cuando con la más brutal orgía de sangre nos hicieron
ver que los poderosos de siempre no estaban dispuestos a dejarnos llegar hasta
donde habíamos bregado.
Esa es la década que los economistas de establishment llaman la “década
perdida”, que para nosotros fue eso otro, la de los años en que por fin parecía
que estábamos llegando, que al fin tanto esfuerzo y tanta muerte estaban dando
sus frutos.
A esa década pertenecen los jesuitas; en
esa década quedan grabadas las imágenes de sus cuerpos tirados sobre el césped
con sus cerebros abonando la tierra por la que se entregaron. De esa década
deberíamos sacar lecciones, recordarnos de los ardores que nos impulsaban,
hacer el recuento de los cercanos que partieron en esos años turbulentos y
dejar de mencionarlos si no podemos emularlos; sacarlos de las fotografías
ahora amarillentas y hacerlos caminar con nosotros reverdecidos, reincorporados
no como memoria sino como camaradas en la búsqueda de ese destino que nos es
tan esquivo.
ResponderEliminarExcelente, porque no hay ni habrá olvido y artículos como el presente revelan esa certidumbre.
Carlos María Romero Sosa