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sábado, 29 de junio de 2019

Cooperación internacional y beneficencia

La cooperación internacional, después de años de “donar” fondos a los “atrasados” países del Sur, nunca sacó de pobre a nadie. ¿No es curioso que prácticamente todos los programas de desarrollo implementados no alcanzan la sostenibilidad cuando se acaban los fondos del donante?

Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala

Hay muchas cosas que los hombres, si llevan la capa remendada,  no se atreven a decir. Juvenal

El primer título del presente texto es sumamente provocativo. O, incluso, perturbador. Pero simplemente hace evidente una realidad patética, muy común en todos los países del Sur que reciben “ayudas” del Norte, realidad en general silenciada, o en el mejor de los casos, deformada. ¿Con qué contribuye la llamada cooperación internacional? Con nada. Simplemente con nada. O, peor aún, con desarrollar entre los beneficiarios una infame cultura de dependencia, de beneficencia. Dicho en otros términos, quizá más realistas: una cultura limosnera, de caridad. Si alguien dona (regala), nunca faltará una mano menesterosa que se extienda para pedir lo ofrecido (mendigarlo).

Inmediatamente después de la socialista Revolución Cubana de 1959, el imperialismo estadounidense prendió sus alarmas y comenzó así a desarrollar planes que evitaran otro alzamiento popular similar en su patio trasero. De esa forma es que nace la primera iniciativa de cooperación, la Alianza para el Progreso, en 1961, bajo la presidencia de John Kennedy.

Luego se suman otras potencias capitalistas en similar perspectiva, siendo Europa Occidental la que le sigue. Posteriormente participan los pocos países desarrollados (capitalistas), en condiciones de ofrecer cooperación (o de cuidarse que las cosas no cambien, como demostraremos ahora): Japón, Canadá. Es digno de observarse que Rusia (o anteriormente la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) o la República Popular China, nunca hicieron cooperación de esta manera, generando mendicidad. La cooperación Norte-Sur es un mecanismo capitalista de dominación, de contención.

Oficialmente, tal cooperación consiste en “una opción estratégica de asociación entre gobiernos, sociedad civil y sectores productivos, orientada hacia la transferencia del conocimiento científico, tecnológico, técnico, educativo y cultural como base para la obtención de los objetivos del desarrollo sustentable, el bienestar y la equidad social”, según puede leerse, por ejemplo, en el Informe Final de la XVI Reunión de Directores de Cooperación Internacional de América Latina y el Caribe, Ciudad de Panamá, 21 al 23 de julio de 2003; pero nunca debe olvidarse que nace como “estrategia contrainsurgente no militar”, y que sus fines continúan siendo los mismos 60 años después. En el marco de la Alianza para el Progreso, por ejemplo, no debe olvidarse que se implementó el control de la natalidad de poblaciones latinoamericanas (esterilizaciones masivas hechas en forma secreta), hoy día suavizado y llamado “planificación familiar”. Es contundente: planes de contención, no de desarrollo.

En el plano político –decía críticamente Luciano Carrino, funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores del gobierno italiano, muy buen conocedor de estas cuestiones– la cooperación representa la voluntad de una parte de las poblaciones de los países ricos de luchar contra racismos, la pobreza, la injusticia social y mejorar la calidad de vida y las relaciones internacionales. Una voluntad que los grupos en el poder tratan de voltear en su provecho pues la cooperación para el desarrollo humano persigue objetivos oficialmente declarados pero sistemáticamente traicionados (…) Los datos sobre el uso global de los financiamientos de la cooperación parecen demostrar que menos del 7% total de las sumas disponibles es orientado hacia la ayuda a dominios prioritarios del desarrollo humano. El resto sirve para objetivos comerciales y políticos que van en el sentido contrario”.

Está claro que esa cooperación no es tal, sino un mecanismo más de control de las empobrecidas poblaciones del Sur. Justamente por ese grado de empobrecimiento, constituyen una bomba de tiempo lista para estallar en cualquier momento, al menos vistas desde la lógica capitalista de dominación imperial que tiene el Norte. Si realmente existiera un real interés solidario en promover el desarrollo de los hermanos más postergados, el Norte no podría comportarse de esta manera tan cínica. De hecho, en el año 1971 los países más prósperos, aquellos que otorgan cooperación para los más pobres del Sur, fijaron en el marco de las Naciones Unidas el compromiso de contribuir anualmente con el 0.7 % de su Producto Interno Bruto para la ayuda internacional al desarrollo. Hoy, casi cincuenta años después, son muy pocos quienes cumplen esa meta, apenas un puñado de los escandinavos europeos.

Ahora bien: si se cumpliera con el compromiso de aportar una mayor cantidad de asistencia para con el Sur y se cumpliera con lo pactado en Naciones Unidas décadas atrás, ¿cambiaría la situación del mundo? Dicho en otros términos: ¿puede efectivamente la cooperación Norte-Sur resolver la cuestión de la pobreza y el atraso? No, definitivamente no. No, sencillamente porque no está para eso.

¿Cómo esperar soluciones de ayudas que vienen absolutamente condicionadas, amarradas a agendas políticas ocultas, que provienen de los mimos factores de poder que, mientras desembolsan unos 60 mil millones de dólares al año en cooperación –de lo cual llega una minúscula cantidad a los beneficiarios en el Sur– extraen de la misma región 500 mil millones como ganancia? (deuda externa, desbalance en los términos de intercambio comercial, salida continua de regalías de las empresas del Norte instaladas en el Sur, lisa y llanamente saqueo de los recursos naturales. ¿Es todo eso cooperación? Dicho sea de paso que de los montos otorgados, mucho ni siquiera nunca sale del país donante, pues está estrictamente estipulado en los contratos que los equipos que se usarán en el terreno (los países del Sur) –vehículos, equipamiento de oficina como computadoras, impresoras, escáneres, teléfonos, etc.– deberán ser de fabricación de esos países que cooperan. ¿Cooperan entonces?

Para dar un ejemplo de cómo se mueve esto: hoy día, todo el campo de la cooperación internacional, en una “políticamente muy correcta” perspectiva, introdujo una preocupación por atacar lacras de la cotidianeidad, como las inequidades de género o las étnicas, pero no dice una palabra de las diferencias de clase. De eso no se habla, como que no existieran, sabiéndose que los problemas del patriarcado o del racismo, en solitario, sin la perspectiva de clase, no pueden solucionarse. Y no es infrecuente que en el mismo marco que tiene que ver con todo este mundillo de la cooperación, pese a hablar de derechos humanos, se irrespetan ignominiosamente los derechos laborales de sus trabajadores.

La cooperación internacional, después de años de “donar” fondos a los “atrasados” países del Sur, nunca sacó de pobre a nadie. ¿No es curioso que prácticamente todos los programas de desarrollo implementados no alcanzan la sostenibilidad cuando se acaban los fondos del donante? ¿No debería llamar la atención que se generó una cultura de caridad en la que enormes masas de poblaciones hambrientas y en la miseria esperan como salida la llegada de estas ayudas, más limosnas que genuinas palancas para el desarrollo? Indigentes limosneros que, terminado un programa, ya están esperando el próximo en una bien aprendida cultura de caridad.

Seguramente en los tecnócratas que preparan y evalúan estos proyectos todo esto se sabe, porque es demasiado evidente. Pero nada cambia porque la cooperación no llega para ayudar. De ahí el perturbador título (frase realmente pronunciada por la madre de un niño desnutrido en algún remoto lugar montañoso de Nicaragua): lo único que logra la cooperación internacional es una cultura de caridad, de dependencia. “¡Una ayudita para este pobre desnutridito, por favor!

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