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sábado, 29 de junio de 2019

Cuba: La doctrina y la libertad

La doctrina Monroe de 1823 ha creado formas de pensar y obrar por parte de políticos del país del norte que enviciaron las relaciones interamericanas a lo largo de casi dos siglos, siempre para mal.

Luis A. Montero Cabrera / Cubadebate

La palabra española “doctrina” presenta varios significados en el Diccionario de la Real Academia (RAE), de las que tomamos las tres primeras: “1. Enseñanza que se da para instrucción de alguien; 2. f. Norma científica, paradigma; 3. f. Conjunto de ideas u opiniones religiosas, filosóficas, políticas, etc., sustentadas por una persona o grupo. Doctrina cristiana, tomista, socialista.” Todas tienen algo que ver, y ninguna se adapta particularmente a la “doctrina” que más se menciona hoy en nuestra prensa: la llamada “doctrina Monroe”.

Se trata de una política establecida por el quinto presidente de los EE.UU., James Monroe, y preparada por su secretario de estado, John Quincy Adams. Ambos son considerados en la historia de ese país como “padres fundadores”. En esencia establecía que cualquier esfuerzo de alguna nación europea para controlar un estado independiente en cualquier parte de América se vería como “la manifestación de una disposición inamistosa hacia los Estados Unidos”. También comprendía que ese país reconocía y no interferiría en las colonias que aún existían. Debe tenerse en cuenta que en el momento de su promulgación, en diciembre de 1823, ya la mayor parte de los países de America habían alcanzado su independencia de las metrópolis coloniales europeas. Solo quedaban en manos de potencias europeas nuestras islas del Caribe, las Guayanas y Canadá.

Nos dedicaremos solo a una de las múltiples consecuencias de este hecho histórico y para ello tenemos que usar un formalismo lógico muy útil en las matemáticas y las ciencias básicas en general. Si se desea comprender un proceso u objeto cualquiera, reconocer su estructura y predecir su comportamiento, es preciso encontrar la base, los factores conocidos que en última instancia lo determinan, y que deben ser preferiblemente independientes unos de los otros. En el mismo momento en el que uno de esos factores básicos contiene o determina a algún otro, toda la definición pierde su sentido. En buena matemática, toda base debe ser “ortogonal”, estar constituida por términos absolutamente independientes entre sí. Si esto no se cumple, deja de serlo.

Proyectado esto al escenario político y geográfico de 1823 en América, la definición de “independencia” de cualquiera de los países que se había liberado estaba siendo evidentemente comprometida por uno de ellos mediante la doctrina Monroe. La aparente solidaridad con las nuevas naciones independientes que podía interpretarse de su pronunciamiento, refleja fríamente una atribución unilateral de guardián privilegiado de injerencias externas para uno de esos países, el que la promulgó. Es poco probable que el “Supremo Poder Ejecutivo” que gobernaba México en ese tiempo hubiera hecho una declaración de esa índole, siendo de hecho entonces uno de los mayores países independientes de América. El otro gran país, Brasil, que se había declarado a si mismo imperio por Pedro I en 1822, seguramente que tampoco.

La doctrina Monroe de 1823 ha creado formas de pensar y obrar por parte de políticos del país del norte que enviciaron las relaciones interamericanas a lo largo de casi dos siglos, siempre para mal. Esgrimirla hoy equivale a declarar implícitamente superioridad política y de muchos otros tipos para el país del norte. Se hace evidente que en cualquier circunstancia en la que una entidad, persona o país cualquiera se declara unilateralmente afectado por acciones externas sobre otro, establece un esquema de protectorado que es muy oneroso de aceptar entre supuestos iguales. Algunos políticos, interesados e ignorantes, han amplificado aún más la aberración ética de esta doctrina a lo largo del tiempo. Han cambiado así lo que debería ser un esquema de paz para convivencia entre iguales en un modelo en el que un país presenta la fachada y todos los demás habitan su patio trasero. Son muchos los hechos históricos en los que las formas de pensamiento y acción originadas de esta forma han resultado fatídicas para todos en nuestra America.

Otra dimensión se manifiesta cuando las leyes o sanciones dictadas por un país establecen condicionamientos para el comportamiento político de otro y lo obligan a renunciar a su independencia y libertad si se atreve a cumplirlas. Deviene así en paria y dependiente del que estableció la ley.

Esto sería una consecuencia obligada de una ley norteamericana muy mencionada también en estos tiempos, la llamada Ley Helms Burton de 1996. No es solo el título III que se activó ahora el verdaderamente lesivo e inaceptable por cualquier persona digna. Lo peor está promulgado y vigente desde su misma firma hace 23 años. La esencia de esa Ley radica en que establece un código de conducta y de acciones que debe seguir un gobierno en Cuba para que se puedan establecer relaciones normales entre los dos países y se levante el bloqueo que nos tiene agobiados desde hace casi 60 años. La independencia de Cuba se vería hecha añicos por cualquier político o grupo que pretendiera cumplir las indicaciones del Congreso de los EE.UU. para nuestro país. Es el caso de una nueva enmienda Platt. La dignidad de los cubanos, nuestro derecho a estar orgullosos de nuestra condición de personas libres, se vería destruida. Estos sentimientos puede tenerlos cualquier otro ciudadano del mundo en circunstancias similares. No se trata solo de nuestra incuestionable vocación soberanista, tan coloreada con la sangre derramada por tantos y tan honorables patriotas.

Un aparte es bien merecido por los que concibieron e impulsaron esa Ley en el país del norte. Resulta evidente que para ellos no tenemos valor alguno como tal. Su engendro solo les serviría para satisfacer intereses personales al precio de la libertad de las cubanas y cubanos dignos. ¿Creerán que pueden lograrlo? En abril de 1961 se respondió sin duda alguna cuando fueron derrotados en Girón. Su fracaso de entonces no se debió a que los EE.UU. no participaran directamente, como deshonrosa y colonizadamente afirman. Se debió verdaderamente a la dignidad, condición humana y apego a la libertad en la Revolución Cubana y sus combatientes. Y todos esos valores siguen en pie.

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