Cuba, con enormes problemas estructurales,
bloqueada, agredida continuamente, tiene una cantidad de índices de calidad de
vida similar a los países llamados desarrollados (esos que manejan los bancos
del mundo, deciden las guerras e imponen las modas que estamos obligados a
seguir). El de la seguridad ciudadana es uno de ellos.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
-Señorita, se acaba de pasar un semáforo en rojo.
-Sí, lo sé. Perdón agente. Tome para su cafecito y
no lo vuelvo a repetir.
-No, ¡jamás! Si no lo vuelve a repetir, ¿de qué
vivimos nosotros?
Hecho verídico en una ciudad latinoamericana
Introducción
Comencemos por decir que “el único paraíso… es
el paraíso perdido”. O sea: la vida de los seres humanos, por lo menos
hasta ahora en estos dos millones y medio de años que llevamos como especie
desde que nuestros ancestros descendieron de los árboles, no ha sido precisamente
un paraíso. Como van las cosas, nada autoriza a pensar que el paraíso está a la
vuelta de la esquina.
Pero sin proponernos algo tan inalcanzable como
“paraísos”, por el contrario buena parte de la población mundial –de la
actualmente viva y de la que ya no está– tiene una experiencia más cercana a lo
que podríamos decir “infierno”: la pobreza y la violencia, la pura
sobrevivencia a los golpes con todo el rigor que ello implica, la guerra y los
efectos de sociedades estructuradas en torno a la detentación del poder como
eje fundamental –con todos los desastres que ello trae aparejado– son el pan
nuestro de cada día de la mayor parte de la humanidad. Entre paraíso e
infierno, la gran mayoría está por lejos más cerca del segundo.
Amén de la pobreza crónica con que muy buena parte
de los humanos vive, la violencia en sus distintas formas es otra de las lacras
que marcan nuestras vidas. Violencia, por cierto, que asume una muy amplia
variedad de expresiones: pero las diferencias socioeconómicas irritantes –el
20% más rico del mundo dispone de 80 veces más recursos que el 20% más pobre,
por ejemplo– ¿no son acaso una forma de violencia? En general, según los
(discutibles) criterios dominantes, la violencia implica la agresión directa
contra el otro, el ataque físico, el paso a la acción concreta. En ese sentido,
la guerra por un lado, o la criminalidad, son sus modelos por excelencia.
Entran en esta última una serie amplia de
elementos: el homicidio, el robo, el asalto, las violaciones sexuales, cualquier
daño a la propiedad ajena, el secuestro de personas, la estafa, el tráfico de
sustancias prohibidas. Existe cierta tendencia a identificar “violencia” con
“criminalidad”, con lo que se invisibilizan/naturalizan otras formas de
violencia: el autoritarismo, el machismo, el racismo, por ejemplo. Se mide así
con sofisticadas tasas la criminalidad, pero no el racismo o la vanidad. ¿Se
imaginan un “índice de vanidad”?, ¿y uno para medir la “soberbia”? ¿Y por qué
no un “índice de irresponsabilidad medioambiental?” ¿Cuándo Naciones Unidas se
va a atrever a medir la injusticia llamándola por su nombre y no con
subterfugios tecnicistas?
Lo cierto es que la criminalidad –entendida como
cualquier delito que contraviene la normal convivencia social– es algo instalado
en la dinámica humana y que se liga, confundiéndose, con la inseguridad
ciudadana. Ha existido desde siempre (producto de personalidades psicopáticas
que transgreden sin culpa las normas establecidas), en toda sociedad conocida,
pero algo sucede en nuestra historia que en estos últimos años tiende a crecer.
En las últimas décadas la criminalidad ha sido un
fenómeno en alza en prácticamente todas las regiones del planeta. En los
últimos años las denuncias de actos criminales aumentaron cerca de un 150% en
el ámbito global, lo que equivale a una muy alta tasa promedio de crecimiento
anual. En vez de crecer la felicidad global, crece el crimen. ¿Qué está
pasando?
En Latinoamérica (la segunda tasa mayor de
homicidios anuales del mundo duplicando la que tenía en la pasada década) y en
los llamados países en transición –es decir: eufemismo para mencionar aquellos
que salieron del socialismo soviético de Europa– ese aumento coincide con la
llamada “década perdida” por la falta de crecimiento económico para la primera,
y con la transformación de una economía planificada a una de mercado en la
segunda, lo que revela que el aumento de la criminalidad tiene entre sus causas
el deterioro económico que se resintió por aquellos años en dichas regiones.
De la lucha de clases a la criminalidad desatada
Así entendida, la criminalidad constituye un
problema político-cultural con infinidad de aristas. Es, entre otros, un
problema de salud pública, y como tal, la epidemiología la estudia con
preocupación. Para la Organización Mundial de la Salud un índice normal de
criminalidad medida por muertes violentas intencionales se encuentra entre 0 y
5 homicidios por 100.000 habitantes en el período de un año. Cuando ese índice
de homicidios se ubica entre 5 y 8 la situación se considera delicada, pero
cuando excede de 8 nos hallamos frente a un cuadro de criminalidad “epidémica”.
En muy buena medida, lo que cuenta en estos
fenómenos es la percepción que tienen las poblaciones al respecto. ¿Dónde se
vive mejor: en Pekín (China) o en Zurich (Suiza), en Estocolmo (Suecia) o en
una aldea del departamento de Totonicapán (Guatemala), en un monasterio budista
del Tíbet (Nepal) o en ciudad de México, una de las ciudades más poblada y
contaminada del mundo?
La respuesta a estas preguntas está más allá de los
índices concretos, de los fríos números a que una ciencia social aséptica nos
tiene acostumbrados. La calidad de vida de una población implica supuestos
culturales, si se quiere: filosóficos. De eso se trata en definitiva: del
proyecto en juego. Aunque la ciudad de México sea un infierno urbano, quizá
para un poblador de una aldea rural pueda ser un sueño por todas las bondades
que le ofrece en términos materiales, pero no para un habitante de Zurich
acostumbrado a la calma y al orden. Sin dudas, la valoración de la calidad de
vida es siempre relativa. En Estocolmo (Suecia), los índices de inseguridad
ciudadana son bajos, de los más bajos del mundo, su “calidad de vida” está
entre las más altas… pero ese país –donde se otorgan los premios Nobel,
incluido el de la Paz (Henry Kissinger por ejemplo, o Barak Obama ¿son
imbéciles los suecos?... llegándose a nominar a Donald Trump -sic-), y donde su
ex primer ministro Olof Palme fue asesinado en la calle, como puede pasar en
una “peligrosa” ciudad del Tercer Mundo– es uno de los grandes productores de
armas. Y suecos son algunos de los grandes bancos que constituyen el Fondo
Monetario Internacional, causantes, por ejemplo, del colapso financiero que
vivieron años atrás países ex socialistas –“en transición”, para usar el
vocabulario de moda– como Ucrania, Hungría y Letonia. Pero ningún sueco se
percibe como violento. Por el contrario, esa población se siente primera
defensora de la paz mundial. En un sentido lo es, sin dudas, y el ciudadano
sueco común así lo percibe, pero la violencia está más allá de la pulcritud de
sus calles y de la desaprobación del trabajo infantil que pueda tener en su
constitución. (En Centroamérica, por cierto, alrededor del 2% del producto
bruto de la región lo producen menores, es decir: el 25% del ingreso familiar
urbano. ¿Quién tiene la “culpa”? ¿Son “violentos” los progenitores
centroamericanos que mandan a trabajar a su prole?)
En algunas comunidades mayas-quiché del
departamento de Totonicapán –donde se encuentra la segunda reserva de pinabetes
más grande del mundo– en la golpeada nación centroamericana de Guatemala (con
245.000 muertos en su reciente guerra interna), los actuales índices de
criminalidad son tan bajos como los del mencionado país escandinavo, siendo que
a nivel nacional toda Guatemala exhibe una tasa de homicidios de 27 por
100.000, una de las más altas de América Latina. ¿Dónde se vive mejor? ¿Será
más feliz un totonicapaneco o un sueco?
Si en Argentina la ciudad de Santa María de los Buenos
Aires –que de “buenos” parece no tienen mucho sus polucionados aires, una de
las capitales más contaminadas del mundo– era hace algunos años, según una
medición, la ciudad latinoamericana con mejor calidad de vida, habrá que ver si
los habitantes de las siempre crecientes villas miseria (las favelas, los
precarios barrios urbano-marginales que ya se cuentan por millones) entraron
también en la encuesta. En Buenos Aires, tan culta como París o tan bella como
Roma (¿?), ¿se vive mejor que en esas aldeas de Totonicapán? Habrá que ver a
quién se le pregunta, claro… No olvidar que con la debacle económica de ese
país, que no se detiene, se registran de los más altos índices de suicidio y de
disfunción eréctil (todo se vino para abajo estas décadas, la economía y
demás…)
Por supuesto que hoy, en un mundo absolutamente
globalizado desde los patrones eurocéntricos dominantes, los criterios para
juzgar la realidad están ya establecidos: todo el planeta “entiende” las cosas
con la lógica triunfante, la de la sociedad establecida desde el libre mercado
que fija el Norte próspero. La paz y el respeto con el medio ambiente de un
campesino de Totonicapán por supuesto no cuentan; la “calidad” de la vida está
más cerca del número de vehículos de que se tiene que de la cantidad de árboles
por ser humano con que se cuenta. ¿Se vive mejor en Zurich que en un monasterio
tibetano? Difícil decirlo, sin dudas. Según el patrón dominante, sin dudas la
ciudad suiza tiene la más alta calidad de vida del planeta. ¿Se necesita ser el
banco del orbe para ello? Bueno, siendo así… no parece muy sólida ni
sustentable la idea de “alta calidad de vida”, porque no todos podemos ser el
banco del mundo. ¿Cuántos países en el planeta pueden autoproclamarse neutros
como lo es ese paraíso fiscal que es Suiza? Y hoy por hoy estamos convencidos
que usar todos los aparatos que la tecnología del capitalismo dominante ha
generado nos hace más felices. No hay dudas que en todo esto hay debates
abiertos, que el discurso hegemónico puede y debe ser puesto en entredicho.
Lo cierto es que la criminalidad crece, eso es
inobjetable. Crece en todo el planeta, pero como decíamos más arriba, las
regiones más deprimidas económicamente son las que han mostrado los índices de
crecimiento más fabulosos. ¡Y la criminalidad con pobreza es agobiante! Uno de
cada cuatro jóvenes latinoamericanos está fuera del sistema educativo y del
mercado de trabajo. De ahí, seguramente, es más fácil esperar problemas que
soluciones. A propósito, señala una investigación de la Universidad Nacional de
México sobre dicho país que “la base de apoyo social del narcotráfico
comprende a más de 500.000 personas. Mientras no haya una política económica y
social para reducir la pobreza será difícil revertir la situación” [de la
inseguridad].
En tal sentido, la ola de inseguridad ciudadana que
se va expandiendo por todos lados, constituye una marca de nuestro tiempo, del
fin del siglo XX e inicios del nuevo milenio. Pero la percepción que acompaña
ese fenómeno es la que cuenta: el país europeo donde se denuncian más robos de
automóviles, de bicicletas, de allanamientos a viviendas y de robos contra la
propiedad personal en general, es Suiza, lo cual no significa que sea donde más
delitos de este tipo se cometen sino: 1) donde más se confía en los cuerpos de
seguridad para denunciar los ilícitos y en los correspondientes sistemas de
justicia que se encargan de arreglarlos, o 2) donde la idea de propiedad
privada ha calado más hondo (Suiza… el banco del mundo, no podía ser de otra
manera. Dijo Bertolt Brecht al respecto: “es delito robar un banco, pero más
delito aún es fundarlo”). Mientras que la capital mexicana es el centro
urbano con más cámaras públicas de vigilancia policial en América Latina, con
alrededor de 15.000, contando al mismo tiempo con 95.000 agentes de policía
(mal pagados), para ser el mayor grupo policial entre las ciudades
latinoamericanas, no por todo ello la percepción de la capital azteca es de
seguridad precisamente (es la ciudad del mundo con mayor número de secuestros per
capita). Pero si hablamos de calidad de vida, México es la ciudad con mayor
número de librerías de Latinoamérica. Cómo entender/medir eso de “¿dónde se
vive mejor?”
Es decir que la inseguridad, en muy buena medida,
va asociada a cómo se la percibe, al imaginario colectivo que de ella existe.
Lo cual, en nuestros días, y siempre en forma acrecentada significa: la
inseguridad ciudadana depende de cómo la construyen las agencias mediáticas,
imprescindibles poderes constructores de la “realidad social” de hoy.
¿Es el democráticamente electo presidente
venezolano Nicolás Maduro un narco-dictador sanguinario? Los dictadores no
ganan elecciones democráticas una tras otras, por supuesto, con un pueblo que
los apoya. Ni los musulmanes son unos “fanáticos fundamentalistas sedientos de
sangre” (casualmente tanto en Venezuela como en buena parte de Oriente Medio,
musulmán por definición, están las reservas petroleras más grandes del mundo),
ni el narcotráfico ni la violencia urbana son el principal verdadero problema
en Latinoamérica. Pero eso es lo que dicen incansablemente los medios
comerciales, día a día, minuto a minuto. “El narcotráfico y otras formas de
asociación que generan violencia social les ofrece la coartada perfecta a los
Estados Unidos para tener una presencia constante en la región, presencia que
es cada vez más militar, a tono con las políticas represivas y de mano dura que
prevalecen”, analizaba agudamente Rafael Cuevas.
Lo que menos necesitamos en los sufridos países de
América Latina es “mano dura”; pero eso es lo que a menudo prevalece como
política pública para “combatir” la criminalidad. (Para el Ministro de
Gobernación de Guatemala los migrantes centroamericanos –pobres que huyen de
sus países con rumbo a Estados Unidos– son todos “criminales”. ¿Por qué prima
siempre esta visión policíaco-militar punitiva?) Esa noción apunta a un
tratamiento básicamente represivo de todo el problema social, enfatizado
medidas como el dar más facultades a la policía o a los cuerpos de seguridad –y
en algunos casos a las fuerzas armadas– para tareas de orden interno (el
“gatillo fácil”), permitir el encarcelamiento aún por infracciones menores para
dar ejemplo de dureza (la llamada tolerancia cero), considerar delito los
signos de pertenencia a pandillas, bajar la edad de encarcelamiento, acelerar
los juicios por este tipo de delitos –pero no para juzgar a un empresario
evasor de impuestos o a un funcionario público corrupto–, implantar castigos
más severos, pedido de pena de muerte, criminalizar a la “juventud pobre”, y
por extensión, a todas las zonas urbanas pobres. Ahora bien: estudios serios
sobre los países del istmo centroamericano que han venido aplicando mano dura
en estos años demuestran que las cifras de inseguridad ascendieron, y el número
de miembros de las “maras” (pandillas juveniles) aumentó. Similar a lo que
sucedió en Colombia con el tristemente célebre Plan Colombia (luego Plan
Patriota): con una militarización extrema del país, la producción y tráfico de
coca no disminuyó sino que, por el contrario, aumentó, y la sociedad colombiana
en su conjunto no se pacificó sino que continúa siendo de las más violentas del
orbe. (Y la geoestrategia estadounidense cuenta ahora con 7 bases militares de
alta tecnología controlando buena parte del Amazonas).
Abordar estos complejos problemas sociales no es
tarea fácil, sin dudas; pero la versión policíaco-militar no soluciona nada.
Eso ya está largamente demostrado.
Esta desatada inseguridad ciudadana (en
Latinoamérica en particular, con tasas de las más altas del planeta) tiene
costos para el conjunto de la sociedad, en términos de los sistemas de salud,
seguridad y justicia. Se estima que el 14% del producto bruto de la región
latinoamericana se pierde por la violencia, casi tres veces más que en los
países del Norte donde las pérdidas por tal motivo son menores al 5% de su
producto. Esas pérdidas superan ampliamente en muchos países de la región al
total de su inversión en las áreas sociales. Junto a ello se hallan muchos
otros costos difíciles de medir, pero muy concretos: los costos intangibles,
costos invisibles aunque de gran efecto como la sensación de inseguridad, el
miedo, el terror y el deterioro de la calidad de la vida cotidiana. En
definitiva, podría abrirse la pregunta si en toda esta epidemia de violencia
que nos envuelve no hay proyecto político, no hay direccionalidad.
Para salir rápidamente al paso de la acusación de
“teoría complotista” que se podría estar filtrando en esta afirmación, es
importante no perder de vista dos consideraciones:
- Es difícil que haya un plan maquiavélicamente urdido que ponga en
marcha cada “mara” o cada “barra brava”, cada matanza de bandas rivales de
narcotraficantes o cada teléfono celular robado que tiene lugar en cada
esquina de estas castigadas sociedades. Pero hay un nivel en que se
descubre una intencionalidad más macro tras todos estos fenómenos. Algo
así como: “a río revuelto, ganancia de pescadores”. La ganancia,
definitivamente, no es para las grandes masas populares. ¿Podemos creernos
realmente que el problema de fondo de las empobrecidas sociedades de la
región lo constituyen bandas de criminales, o ellas son sólo la punta
visible de un iceberg infinitamente más grande? En todo caso, este auge de
crimen tiene varios factores a la base: la pobreza y exclusión social como
principal. Y políticamente, luego de las guerras sucias que se vivieron en
la década de los 80 del pasado siglo y los planes neoliberales de
achicamiento de los Estados nacionales, este clima de inseguridad perpetuo
sirve a los poderes para seguir controlando a las grandes masas. A ello
contribuye de manera armónica el llamativo auge también descontrolado de
las nuevas iglesias evangélicas que saturan la región. Dicho en otros
términos –y aunque esto lo quieran presentar como “pasado de moda” en el
ámbito de las ciencias sociales–: para entender esta explosión de
criminalidad y violencia hay que apelar al concepto de lucha de clases.
Eso no ha desaparecido, aunque su formulación teórica está hoy
invisibilizada. ¿Cómo entender estos complejos fenómenos político-sociales
si no es a la luz de estas luchas a muerte en torno al poder? ¿O vamos a
pensar que hay cada vez más “gente de mal corazón” que, por deporte, se
dedica al hampa?
- Una sociedad tan latinoamericana como todas las de la
región (tomando ron y bailando música caribe “sabrosona”, lejos de la
fisonomía de un país nórdico, que es lo que tenemos como modelo casi
obligado de “seguridad”) no presenta en absoluto estos índices de
criminalidad: Cuba.
Cuba: ¿dictadura o paraíso?
Nadie dijo que en la isla no haya expresiones de
violencia ciudadana, incluso habiendo aumentado en los últimos tiempos, tal
como han llegado a reconocer medios oficiales. Aunque en la prensa que ataca
sistemáticamente a la revolución nunca se habla de ello, es un hecho
incontestable que el grado de criminalidad en Cuba es inferior incluso al de
los países que consideramos más seguros en el planeta, es decir: los
escandinavos.
Retomamos aquí lo dicho más arriba: la realidad
político-cultural es, cada vez más, lo que construyen los medios masivos de
comunicación. Cuba tiene una tasa de homicidios anuales inferior a 5 por
100.000 personas, pero la prensa comercial jamás lo dice.
En Cuba hay infinidad de problemas, a no dudarlo
(como los hay en todas partes, por cierto. ¿Suecia no los tiene?). Una vez más,
entonces, la pregunta: ¿dónde se vive mejor? Vale recordar que en el Norte
próspero y desarrollado se habla de “calidad de vida”; en el Sur, pobre y
oprimido, en todo caso se habla de su posibilidad. Cuba, con enormes problemas
estructurales, bloqueada, agredida continuamente, tiene una cantidad de índices
de calidad de vida similar a los países llamados desarrollados (esos que
manejan los bancos del mundo, deciden las guerras e imponen las modas que
estamos obligados a seguir). El de la seguridad ciudadana es uno de ellos.
Solo para graficarlo con un ejemplo comparativo: la
prensa comercial de todo el mundo dice machaconamente que de Cuba sale huyendo
la gente, escapando de esa “dictadura”. En promedio, salen 11 cubanos
diariamente, sobre una población de cerca de 12 millones. De Guatemala, con 16
millones, salen casi 300 personas por día, huyendo de la pobreza, con rumbo a
Estados Unidos, y aventurándose en una cada vez más incierta travesía. ¿Dónde
se vive mejor entonces?
Por supuesto que hay hechos violentos en la isla,
jóvenes agresivos, actos delictivos. Hay producción pornográfica disfrazada
también, a no dudarlo. De hecho, medios oficiales reconocen que la crisis
económica en que se hundió el país desde principios de los 90 del siglo XX con
el “período especial” ante el colapso soviético y las medidas que se
implementaron para salir de ese atolladero, abrieron paso a manifestaciones de “individualismo,
egoísmo, incivilidad, marginalismo y violencia cotidiana”. Pero las tasas
de seguridad ciudadana siguen siendo bajas, muy bajas, iguales o más bajas que
en los países escandinavos. Cuba es un lugar seguro.
Es muy importante destacar esto, porque hoy por
hoy, producto de la manipulación mediática de la que nadie puede escapar, la
“realidad” dominante del mundo, y no digamos de Latinoamérica, es la violencia
desatada, la criminalidad que pareciera no dar respiro, el crimen organizado
que se presenta como más poderoso que los mismos Estados. Ante ello es imprescindible
hacer ver que allí hay mucho de falacia, pues un país como Cuba, sin
“tolerancia cero” ni “mano dura” contra el crimen, presenta un clima de
seguridad del que está a años luz cualquier país vecino de la región (con
índices de homicidios de 50 por 100.000 habitantes en más de un caso, y
superando los 100 por 100.000 a veces, como Tijuana o Acapulco en México, o
Natal en Brasil).
En la isla no hay evidencias de la existencia de
pandillas juveniles, las temibles “maras” que llegan al colmo de paralizar todo
un país, como ocurriera en Honduras, u obligaron a militarizar las favelas de
Río de Janeiro en el 2007, paralizando prácticamente toda la ciudad, ni hay una
“crónica roja” que hace festín –y buen negocio– con el sensacionalismo de la
nota sangrienta, amarillista, pues si un delito toma estado público y llega a
los diarios, la nota se redacta con una prosa didáctica como parte de una
política preventiva. El consumo de drogas prohibidas es sumamente bajo (ése es
un verdadero problema de salud pública, por tanto político nacional, que hay
que atacar con inteligencia, y no cayendo sobre el campesino de los países
productores al que se le queman sembradíos). Si se quiere atacar realmente la
cadena de distribución y el tráfico de las sustancias prohibidas, toda la
parafernalia militarista con que los poderes “persiguen” mafiosos en los países
de la región no parece estar dando resultado (¿curiosamente?). Al menos, no
termina con el negocio… a no ser que el resultado buscado no sea ése
precisamente, sino controlar sociedades.
Cuba, hay que decirlo, no está “en manos del
narcotráfico”, como sucede en tantos Estados “descertificados” por la Casa
Blanca (¿cuándo la Organización Mundial de la Salud “descertificó” de la lista
de “países saludables” a Estados Unidos por principal nación del mundo en
presencia de tóxico-dependientes?) Ante un caso sonado de narcotráfico La
Habana efectivamente sí actuó y se detuvo el delito, fusilando al principal
responsable, el general Arnaldo Ochoa en 1989. De hecho no hay tráfico de
drogas ilegales en la isla, por tanto bandas que se ocupen del negocio. Ni por
tanto –¿será lo que se espera finalmente?– planes militares tipo Colombia ni
Mérida para enfrentar ese “apocalipsis”.
Cuba está llena de problemas, de contradicciones; si
queremos ser más duros incluso: de mezquindades y flaquezas. Pero si la
imposibilidad de caminar tranquilas (sin violación sexual a la vista) y
tranquilos por la calle es el gran déficit de las sociedades actuales –de las
de América Latina en especial, pero no sólo, pues el fenómeno va expandiéndose
en forma global–, si andar de noche pasó a ser un drama de proporciones
gigantescas dada la inseguridad reinante, si en cualquier esquina nos pueden
asaltar o sabemos que no tenemos que entrar en “zonas rojas” (rojas, no por
socialistas…, valga la aclaración) porque una mara ya no nos dejará salir en
paz, si gastamos tantos recursos en seguridad (alambradas, policías privadas,
sistemas de alarma, cárceles de máxima seguridad, vehículos blindados,
guardaespaldas, telecámaras y perros guardianes, etc., etc., etc.), si todo eso
es el principal problema de nuestros días, la “dictadura” cubana no lo
presenta. Una dictadura que cuida a su gente… ¡Vaya dictadura!, ¿no? Y decir
que la gente quiere huir de la dictadura no es buen argumento, porque de todos
los países latinoamericanos su empobrecida población sigue huyendo a diario
hacia el ¿paraíso? del norte, pese a que en el camino se encuentre con un
verdadero calvario rumbo al american dream.
Cuba no será un paraíso seguramente, pero al menos
está más lejos del infierno que todos los otros países hermanos de la región.
Sus índices de criminalidad lo dicen.
Excelente.
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