¿En qué sentido
internet ha cambiado el mundo? En este nuevo mundo digital, globalizado, hiper
comunicado, por supuesto es la savia vital de la nueva economía basada en la
información, en la velocidad rutilante, en la virtualidad del ciberespacio.
Pero permítasenos dos observaciones.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Un cuchillo puede servir para cortar la comida…, o para apuñalar a
alguien. Del mismo modo, la energía nuclear puede servir para alumbrar toda una
ciudad, o para hacerla volar por el aire. Conclusión: la tecnología en sí
misma, permítasenos apelar a este maniqueísmo un tanto reduccionista, no es ni
“buena” ni “mala”. El aprovechamiento de los avances técnicos está en función
del proyecto humano en que se despliegan. Los instrumentos que el ser humano va
creando, desde la primera piedra afilada del Homo Habilis hasta la más
sofisticada estación espacial actual, son herramientas que ayudan a la vida.
Las herramientas no tienen un valor por sí mismas: son la perspectiva ética, el
modelo de ser humano y de sociedad a la que sirven, quienes les dan su valor.
Es importante empezar diciendo esto para aclarar un mito que se ha
venido dibujando en el mundo moderno, el mundo de la industria basado en la
siempre creciente revolución científico-técnica: el mito de la tecnología y del
progreso sin par.
Las herramientas, los útiles que nos ayudan y hacen más cómoda la vida
cotidiana –el tenedor, la presa hidroeléctrica, el calzador para ponernos un
zapato o el microscopio electrónico– son pasos que nos van distanciando cada
vez más de nuestra raíz animal. Pero con la aceleración fabulosa de estos
últimos dos siglos que se da con la industria surgida en Europa y hoy ya
globalizada ampliamente, el poder técnico pareciera independizarse obteniendo
un valor intrínseco: la tecnología pasa a ser un nuevo dios ante el que nos
prosternamos. En muchas ocasiones terminamos por adorar la herramienta en sí
misma, independientemente de su real utilidad o de las consecuencias nocivas
que pueda acarrear.
Una vez más entonces: la tecnología no es “buena” ni “mala”. Es el
proyecto político-social en la que se inscribe lo que debe cuestionarse. Los
motores de combustión interna, por ejemplo, facilitaron las comunicaciones de
un modo espectacular, pero al mismo tiempo pasaron a ser los principales
contaminantes del mundo contribuyendo a provocar la catástrofe medioambiental
que vivimos destruyendo la capa de ozono favoreciendo el calentamiento global.
¿Son los automóviles la “causa” de ese desastre? Obviamente no, sino el
proyecto social al que sirven. Y es claro que el mismo está decidido e
implementado por grandes poderes que obligan a seguir determinados criterios y
no otros: ¡todo el mundo consume automóviles alimentados con gasolina hasta que
se termine la última gota de petróleo que hay en el subsuelo! ¿Se consultó a
alguien, a los ciudadanos comunes, si estábamos de acuerdo con eso? El mito
tecnológico alimenta generosamente esas construcciones culturales borrando la
reflexión crítica al respecto: “tener auto da estatus…, y si es una Ferrari,
¡mejor!”
Los mitos tienen esa función: dan explicaciones convincentes del mundo,
eximen de seguir interrogándonos porque “resuelven” el origen de todas las
cosas.
En la sociedad planetaria actual, marcada por la gran industria que
transformó radicalmente la vida en estos últimos 200 años, hoy por hoy el
desarrollo técnico ha llevado a entronizar la acumulación y procesamiento de
información como el bien más importante. Tanto, que se puede hablar de una
“sociedad de la información”. En esta nueva “aldea global”, las tecnologías de
punta ligadas a las comunicaciones marcan el ritmo: sociedad digital, sociedad
basada en la inteligencia artificial y en la virtualidad, donde quien no puede
seguir ese ritmo –y de hecho, es la gran mayoría planetaria– queda en una
situación de desventaja comparativa cada vez mayor con quien sí lo impone. De
más está decir que son unos pocos centros de poder mundial los que detentan
esas tecnologías. Las diferencias, por tanto, se aumentan exponencialmente.
Las sociedades agrarias que por milenios se desarrollaron en los
distintos puntos del planeta, con diferencias sin dudas, tenían no obstante una
cierta paridad entre sí. Hoy día, estas tecnologías hiper desarrolladas que
combinan ámbitos diversos como la navegación aeroespacial, la inteligencia
artificial y la búsqueda de nuevos materiales, han creado brechas (abismos,
mejor dicho) tan enormes que el mundo que se perfila para más adelante nos
presenta en realidad la perspectiva de dos mundos: quienes siguen con el arado
de bueyes… y quienes están en la ampulosamente llamada “post modernidad”.
“La tecnología de la información y las
comunicaciones entraña innovaciones en microelectrónica, computación (equipo y
programas informáticos), telecomunicaciones y óptica electrónica
(microprocesadores, semiconductores, fibra óptica). Esas innovaciones hacen
posible procesar y almacenar enormes cantidades de información, así como
distribuir con celeridad la información a través de las redes de comunicación.
La ley de Moore predice que la capacidad de computación se duplicará cada
período de 18 a 24 meses gracias a la rápida evolución de la tecnología de
microprocesadores. La ley de Gilder augura que cada seis meses se duplicará la
capacidad de las comunicaciones, una explosión en la amplitud de banda, debido
a los avances de la tecnología de redes de fibra óptica”, alertaba Naciones
Unidas en su Informe de Desarrollo Humano algunos años atrás.
Es allí donde entran a tallar los mitos: “La tecnología es como la educación: permite a las personas
salir de la pobreza”, dice el referido Informe. Sí y no. Las nuevas
herramientas sirven, por supuesto; pero no resuelven la vida. Si hay pobreza
–¡y por cierto la hay, y mucha!– ello responde a estructuras de base asentadas
en la explotación de unos por otros. Allí hay una cuestión de ejercicio de
poder, conflictos de clase, dominación. Ninguna herramienta, por más
sofisticada que sea, puede cambiar esas relaciones.
La
tecnología ayuda a hacer el mundo más cómodo. Pero también puede transformarlo
en un infierno. No hay dudas que para quienes están leyendo este texto en la
pantalla de su computadora o de su teléfono inteligente, habiéndolo descargado
de internet, la tecnología digital es un paso adelante fabuloso. No dirán lo
mismo los pobladores de República Democrática del Congo, que viven en situación
de pobreza extrema y en guerra casi perpetua por ser el principal productor
mundial de coltán, el material con el que se elaboran los microchips gracias a
los cuales funcionan las computadoras y los satélites geoestacionarios que
permiten estos prodigios técnicos, como estar leyendo esto ahora.
Apurémonos a aclarar que este escrito no pretende ser, como en los
tiempos de la revolución industrial en Inglaterra, un llamado a destruir las
nuevas máquinas “endemoniadas”. Bienvenidas las nuevas tecnologías, sin dudas.
Pero no dejemos de ser críticos. Internet es un adelanto tecnológico
espectacular, de eso no cabe la menor duda. Pero estemos alertas con los mitos
que se van tejiendo al respecto.
“Internet ha cambiado
el mundo”, “la historia está cambiando gracias al internet”, “la vida antes y
después del internet”… Frases así se escuchan a diario, se han hecho comunes,
populares. Pero justamente por tan omnipresentes merecen ser, como mínimo, puestas
en entredicho.
No hay dudas que
algunos desarrollos técnicos tienen una importancia mayor que otros en la
historia humana. La agricultura, la rueda, los metales, la máquina de vapor
–por poner algunos ejemplos– definitivamente han dejado marcas indubitables,
más que otros. En la era de la revolución científico-técnica que vive el mundo
desde hace doscientos años, ciertas invenciones, ciertos campos de
descubrimiento posibilitaron saltos cualitativos de profundidades inéditas. Las
comunicaciones, quizá más que ninguna,
se inscriben en ese ámbito. Hoy, de hecho, ellas representan una de las áreas
más dinámicas del quehacer humano, en todo sentido: por la celeridad con que
crecen, por su calidad siempre en aumento, por las transformaciones
socio-culturales a que dan lugar, por las fortunas que contribuyen a amasar.
Internet hace parte de todo ese paquete, pero más aún: es su estandarte, su
insignia. El mundo llamado post moderno es el mundo de la red de redes, del
ciberespacio.
Ahora bien: ¿en qué
sentido internet ha cambiado el mundo? En este nuevo mundo digital,
globalizado, hiper comunicado, por supuesto es la savia vital de la nueva
economía basada en la información, en la velocidad rutilante, en la virtualidad
del ciberespacio. Pero permítasenos dos observaciones.
Por un lado, no toda la
población planetaria tiene acceso a internet. De acuerdo a los datos
disponibles, más de la mitad de la población mundial se conecta, ya sea por
computadora o por teléfono, habiendo notorias diferencias en el acceso:
mientras en Estados Unidos, Canadá y Europa Occidental la media de conectividad
ronda el 95%, en el África subsahariana no llega a 15% de la población. Mucha
población mundial todavía ni siquiera dispone de energía eléctrica, y el
analfabetismo (no el digital, sino el de la lectoescritura) sigue siendo una
dura realidad para alrededor de 1.000 millones de personas. No hay dudas que
internet llegó para quedarse, pero todavía estamos muy lejos de poder decir que
sea un invento disfrutado en equidad por las mayorías. El mito del cambio del mundo en función
de la llegada de internet, de momento no es sino la promoción mercadológica de
quienes detentan estas tecnologías, y por supuesto las comercializan. En muchos
países del Tercer Mundo hay ya más teléfonos celulares que población (y quizá
pronto haya tantas computadoras conectadas con internet como personas), pero de
todos modos el desarrollo no llega. Salir de la pobreza es algo más que una
cuestión técnica.
Pero
por otro lado –quizá esto es lo más importante para analizar críticamente– los
cambios que puede traer aparejados, no necesariamente son transformaciones
positivas vistas en términos de especie humana. Hoy
día internet es cada vez más omnipresente en innumerables facetas de la vida:
sirve para la comercialización de bienes y servicios, para la banca en línea,
para la búsqueda de la más variada información (académica, periodística, de
solaz), para el ocio y esparcimiento (siendo los videojuegos una de las
instancias que más crece en el mundo de las nuevas tecnologías digitales, esto
no hay que olvidarlo –preparación en los niños de los futuros consumidores del
futuro–), en la gestión pública (muchos gobiernos ya han incorporado el uso de
redes sociales como Twitter, Facebook o Youtube cuando las autoridades dan a
conocer su posición sobre acontecimientos relevantes), habiendo incluso todo un
campo relacionado al sexo cibernético. Hasta incluso podríamos agregar que da
la posibilidad de espacios alternativos y de denuncia como éste donde ahora
aparece el presente texto. Todo esto beneficia la vida cotidiana, la hace más
cómoda, más placentera incluso, facilitando el acceso a fuentes de
información insospechadas algún tiempo atrás. Sin embargo, no debemos olvidar
que también esto ha creado una cultura de la “información de la pantalla”:
breves resúmenes audiovisuales que en tres líneas explican todo, desde una
receta de cocina a la “Fenomenología del Espíritu” de Hegel, desde la noticia
puntual del momento al Corán. Cultura de la inmediatez, del flash. Internet contribuye también,
visto en esta lógica, al triunfo de la imagen sobre la simbolización
–¿evaporación del pensamiento crítico?–
La imagen juega un papel muy importante en esta
cultura cibernética. Lo visual, cada vez más, pasa a ser definitorio. La imagen
es masiva e inmediata, dice todo en un golpe de vista. Eso seduce, atrapa; pero
al mismo tiempo no da mayores posibilidades de reflexión. “La lectura cansa. Se prefiere
el significado resumido y fulminante de la imagen sintética. Ésta fascina y
seduce. Se renuncia así al vínculo lógico, a la secuencia razonada, a la
reflexión que necesariamente implica el regreso a sí mismo”, se
quejaba amargamente Giovanni Sartori[1]. No hay dudas que “pega”
más una imagen atractiva que un discurso sesudo, profundo; la fascinación hace
parte medular de lo humano. Seguramente por eso pudo constituirse –y seguirá
ahondándose– esa cultura de lo visual no crítico. Lo cual no es condenable; lo
escandaloso es la manipulación con fines de control social que se pueda hacer
de ello.
Al respecto valen las palabras
de Carlos Estévez: “en términos
mayoritarios [los usuarios de internet] adquieren
información mecánicamente, desconectada de la realidad diaria, tienden a
dedicar el mínimo esfuerzo al estudio, necesario para la promoción, adoptan una
actitud pasiva frente al conocimiento, tienen dificultades para manejar
conceptos abstractos, no pueden establecer relaciones que articulen teoría y
práctica”.[2]
“¡No piense, mire la pantalla!” Así podría resumirse
la tendencia cultural moderna, de la que internet es principal tributario,
junto con la televisión. Según una investigación de la empresa de encuestas
Gallup, nada sospechosa de posiciones críticas precisamente, el 85% de lo que
“sabe” un adulto urbano término medio proviene de los mensajes asimilados en la
televisión. ¿Realmente sabe? La imagen atrapa, tiene un valor propio: fascina.
La actual cultura cibernética, nada distinta a la televisiva, obliga a
perpetuarse horas y horas ante una pantalla (de la computadora o de un teléfono
móvil con acceso a internet, o de las tablets).
Así como los insectos caen en la luz que los subyuga, así los humanos
sucumbimos a las pantallas de las “máquinas vendedoras de sueños”. Esto nos
lleva preguntar: ¿estamos condenados a vivir siempre con un nivel de ilusión?
¿Por qué es más fácil dejarse invadir por las imágenes atractivas que
desarrollar una lectura analítica? ¿Por qué gusta destinar tanto tiempo a la
“recreación” simple que nos ofrecen las pantallas? Y nadie, absolutamente nadie
podría decir que en internet no se ha desarrollado ya una fabulosa cultura del
“copia y pega” que va marcando nuestro cotidiano modo de hacer.
Una vez más, y para que
no queden dudas: internet es un invento fabuloso y vale la pena aprovecharlo al
máximo. Pero cuidado con los mitos que se puedan haber tejido al respecto. Las
llamadas redes sociales, por ejemplo –más a-sociales que sociales, que obligan
a estar en solitario ante la pantalla una buena parte del día– pueden
contribuir a juntar gente, a establecer contactos. O también, enmascaradas en
la ilusión de estar unidos –teniendo centenares de “amigos” en el perfil–
pueden obligar a la soledad de la lectura en la pantalla. De todos modos, es
una falacia pensar que el espacio virtual reemplaza a lo humano de carne y
hueso.
¿Reemplazará el sexo
cibernético al otro? ¿Podrá haber revoluciones sociales hechas desde las
pantallas? El debate está abierto.
Compartimos totalmente las reflexiones y consideraciones del autor. Ojalá que el humano tenga capacidad para valorar su capacidad de pensar y no solo de disfrutar de un recurso que debe servir para su elevación como ser racional.
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