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sábado, 14 de diciembre de 2019

América Latina entre los futuros posibles y el fantasma medieval

Si la protesta popular gana densidad y conducción política, estaremos, ciertamente, frente al inicio de un nuevo ciclo progresista, que exige un balance serio de los avances y limitaciones del momento anterior, pero representa también grandes desafíos y posibilidades de transformaciones más profundas y recuperación de la integración regional y soberanía de los pueblos y los gobiernos.

Monica Bruckmann / ALAI

El Siglo XX estuvo fuertemente marcado por momentos de gran ascenso y avances de las fuerzas progresistas y profundos retrocesos consecuencia de movimientos políticos de reacción a estos avances.  A cada reforma, le sucedió una contra-reforma económica, política y cultural.  Al avance de la socialdemocracia europea de principios del siglo XX, que condujo a los proyectos socialistas y antiimperialistas, le sucedió la emergencia del fascismo en todo el continente y su proyección planetaria.  A la acumulación política de las fuerzas populares en América Latina desde mediados del siglo XX que llevó al gobierno a Salvador Allende en Chile, a Juan Domingo Perón en Argentina o a Joao Goulart en Brasil, le siguieron cruentas dictaduras militares y programas económicos neoliberales que se extendieron como proyecto económico hegemónico hasta fines del siglo XX, aún después de los procesos de redemocratización en el continente.

No es muy diferente lo que ocurrió a inicios del siglo XXI en América Latina. La primera década y media de este siglo sustituyó la hegemonía neoliberal por la hegemonía de proyectos progresistas, de izquierda o de centro izquierda, como prefiera el lector.  Vimos multiplicarse las políticas de redistribución de renta a través de políticas de inclusión social, ampliación de los servicios públicos de salud y educación.  Varios países consiguieron erradicar el analfabetismo y ampliar expresivamente la infraestructura de educación superior.  Brasil creó 17 nuevas universidades públicas –y gratuitas, valga la observación, pues existen países en la región con universidades públicas pero no gratuitas, legado de la era neoliberal del siglo XX-; Ecuador tuvo uno de los programas más osados de “formación de talento humano” para “el cambio de matriz productiva” como lo establecía el segundo Plan Nacional del Bien Vivir de Rafael Correa, lo que significó el cierre de más de una decena de pequeñas universidades privadas de baja calidad educativa y la creación de cuatro universidades emblemáticas: la universidad de las artes, la universidad pedagógica, la universidad de la Amazonía Ikiam y la universidad de tecnología Yachay.  Durante varios años este país tuvo el presupuesto relativo al PIB más alto para el sector educación y no establecía techo presupuestario para becas de post grado en el exterior de los estudiantes ecuatorianos.

Los hospitales públicos de calidad y bien equipados se multiplicaron por toda América Latina, atendiendo no solo a los sectores populares sino también a parte importante de la clase media.  Con la participación de médicos cubanos y a partir de una visión de solidaridad y colaboración entre los países y gobiernos, se extendieron las misiones de salud pública hacia los lugares más recónditos de los andes, la Amazonía, o a las villas más alejadas de los centros poblados, allí donde los médicos nacionales no tenían interés de ir.

Diversas y múltiples fueron las políticas sociales en toda la región, desde el “hambre cero” (fome zero) en Brasil hasta el “mínimo vital de agua” en la Bogotá del alcalde Petro, que establecía la gratuidad del agua potable para los más pobres de la ciudad hasta un límite de 6 mil litros por familia, por mes.  En general, durante los primeros quince años del siglo XXI la región consiguió reducir expresivamente la miseria y la pobreza, ampliar los derechos sociales, democratizar el acceso a la universidad pública y gratuita, multiplicar las comunidades académicas y científicas en el contexto de un crecimiento económico sostenido a lo largo del periodo.  Muchos atribuyen este proceso al llamado super ciclo del precio internacional de las materias primas que amplió las rentas nacionales de manera general.  Quienes defienden estas tesis (el Banco Mundial, por ejemplo[1]) olvidan que, una política redistributiva fue fundamental para obtener los resultados sociales en la región, con los beneficios de ampliación de la capacidad de consumo de grandes estratos de la población excluidas no sólo de la posibilidad de un consumo mínimo de sobrevivencia sino también del ejercicio de ciudadanía.  Sin una intervención política de los gobiernos progresistas, este super ciclo habría derivado, seguramente, en una mayor concentración de riqueza en manos de las clases dominantes tradicionales en la región.  De hecho, estas últimas se sintieron expropiadas de los beneficios económicos y de la riqueza que por “tradición y costumbre” les correspondía. 

Las reacciones no se dejaron esperar, ya desde los primeros años del periodo que analizamos vimos intentos de golpes de Estado (2001 en Venezuela).  El paro petrolero de PDVSA, que por poco asfixia al gobierno del presidente Hugo Chávez, fue una reacción extrema de la oligarquía rentista venezolana que perdió el control de la empresa petrolera del país con las mayores reservas de petróleo del mundo (actualmente Venezuela detenta el 18% de las reservas mundiales).  Posteriormente, el golpe de Estado en Honduras (2009), seguido de la destitución, en menos de una semana, del presidente Lugo en Paraguay (2012) y de la destitución por el congreso brasileño, aduciendo crimen de responsabilidad en el ejercicio del cargo, pero sin crimen comprobado, de la presidenta Dilma Rousseff en Brasil, inauguraron un nuevo periodo de reacción de las derechas en la región con características particulares:

  1. A diferencia de los viejos golpes militares del siglo XX, se producen rupturas democráticas, estados de excepción, que rápidamente buscan legitimidad institucional y ropaje democrático.  Los poderes legislativos se constituyeron en el espacio fundamental para estos procesos;
  2. El uso de los poderes judiciales como instrumentos de persecución política y de intervención en los procesos electorales;
  3. El despliegue de grandes complejos tecnológicos en la comunicación de redes para impactar y orientar la opinión pública con noticias parcial o totalmente falsas.  Esta estrategia se combina con instrumentos tecnológicos y técnicas psicosociales;
  4. La política, cuya secularización constituyó una conquista de la democracia liberal, retorna al ardid religioso y al uso de símbolos de las iglesias evangélicas, pentecostales y católicas.  La cruz y las biblias recuperan el papel político que tuvieron en la Edad Media.  Esto, por cierto, implica también el fortalecimiento del pensamiento dogmático y fundamentalista que se declara en lucha abierta contra el pensamiento laico, contra las ciencias sociales y la filosofía.  De ahí los varios intentos, en toda América Latina, de reducir, asfixiar o simplemente decretar el cierre de los programas de ciencias sociales y humanidades.  Todo espacio de producción y elaboración del pensamiento crítico debe ser combatido (véase el caso extremo del Brasil de Bolsonaro);
  5.  El uso de las políticas de exterminio, principalmente pero no únicamente, en las favelas y periferias urbanas y rurales, ahora legitimadas por un discurso profundamente discriminador en todos los ámbitos (racismo, xenofobia, misoginia, homofobia, etc.);
  6. Una capacidad de movilización social importante de las ultraderechas a partir de un discurso religioso, de valores conservadores como la familia tradicional, el sexismo, el dogma, las buenas costumbres, el orden y el progreso.  Al mismo tiempo, las movilizaciones populares espontáneas u organizadas contra la agenda neoliberal, convierten a las calles y las plazas en un territorio de disputa entre dos proyectos y visiones de mundo contrapuestos.

¿Qué está en juego en América Latina en este momento?

Desde el punto de vista estratégico, como lo hemos venido sosteniendo en los últimos años, una vez más la disputa global por recursos naturales estratégicos para los ciclos tectológicos e industriales en desarrollo y emergentes en relación a los cuales América Latina tiene las principales reservas: litio (94% de las reservas mundiales, y sólo en Bolivia más de 75%), niobio (96% solo en Brasil), cobre (36% de participación mundial), la primera reserva mundial de petróleo (18% solo en Venezuela y el creciente potencial brasileño con las reservas offshore), casi 30% del agua dulce del planeta, siete de los diez países más megadiversos del mundo están en la región, solo para citar algunos ejemplos.

Estados Unidos declara en todos sus documentos estratégicos, sean de seguridad nacional o de otra índole, incluidos los planes de ciencia y tecnología, que el acceso a recursos naturales estratégicos es una cuestión de seguridad nacional.  Los datos muestran que en casi todos los casos estos recursos naturales están fuera de su territorio continental y de ultramar, principalmente en América Latina y particularmente en América del Sur.  Por otro lado China, desde fines de los años 90 ha venido incrementando la demanda de estos recursos, y después del reflujo de los precios de las materias primas, como consecuencia de la crisis del 2008, observamos una tendencia a la recuperación de los precios de estos recursos y la inminencia de un nuevo super-ciclo de precios en la medida en que avance la Nueva Ruta de la Seda: un corredor, proyecto propuesto por China en 2013 y que hoy en día incluye a más de cien países del mundo.  La disputa por la hegemonía en el sistema mundial entre una China emergente y Estados Unidos en declive económico está produciendo reorganizaciones geopolíticas de gran envergadura, está reconfigurando los territorios y bloques económicos en un ambiente global de grandes tensiones y amenazas, de gran radicalidad de los proyectos neo conservadores que se resisten a los cambios de época y reaccionan con violencia creciente.  Al mismo tiempo, una creciente militarización de los territorios y reposicionamiento de las bases militares de Estados Unidos en la región acompañan este proceso.

Desde el punto de vista económico, se trata de imponer a sangre y fuego el programa económico neoliberal, que algunos analistas han llamado neoliberalismo 2.0, a pesar del fracaso evidente de este proyecto implantado durante las últimas década del siglo XX.  En la agenda económica están como principales prioridades: la desregulación de los derechos laborales y de jubilación, la venta de las empresas públicas con el viejo argumento de achicar el Estado, la entrega de recursos naturales por la vía de concesiones que poco o nada dejan a los Estados, la transferencia de recursos públicos al sector financiero y la recontratación de deudas públicas (véase el caso de la deuda externa creada por el gobierno de Macri en Argentina: 107 mil millones de dólares en menos de cuatro años, de la cual 98% ya salió del país), la reducción radical de inversión del Estado en servicios básicos como salud y educación, proponiendo la privatización de estos servicios (el ejemplo del programa “Future-se” del gobierno de Bolsonaro para las universidades públicas en Brasil, elaborado a partir de una consultoría al Banco Mundial, es un buen ejemplo de esta tendencia).

Evidentemente, frente a las consecuencias de este neoliberalismo 2.0, la protesta popular se profundiza en todo el continente, a partir de un estado de ánimo de descontento e indignación creciente de la población, pero también de la pérdida acelerada de conquistas sociales y políticas de aquellos sectores que no están más dispuestos a regresar a la miseria y la indigencia, que no admiten estafas políticas ni golpes de Estado de nuevo tipo.  La respuesta popular indígena frente a la renuncia obligada del presidente Evo Morales y toda la primera línea de gobierno en Bolivia es una muestra del potencial de esta movilización social, pero también es una evidencia de los niveles de violencia y racismo que las oligarquías regionales y sus aliados internacionales son capaces de desplegar.

Nos espera un 2020 de crecientes tensiones y enfrentamientos entre estos dos proyectos políticos, económicos y civilizatorios.  Sin embargo, es bueno recordar que la reacción de los sectores conservadores se hace más violenta, justamente cuando pierden legitimidad política, económica y social.  El neoliberalismo 2.0 es incompatible con la propia democracia liberal, y de ella tiene que guardar respetable distancia, aun cuando pretenda mantener las apariencias.  Si la protesta popular gana densidad y conducción política, estaremos, ciertamente, frente al inicio de un nuevo ciclo progresista, que exige un balance serio de los avances y limitaciones del momento anterior, pero representa también grandes desafíos y posibilidades de transformaciones más profundas y recuperación de la integración regional y soberanía de los pueblos y los gobiernos.

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