Nayib Bukele, el
millenial niño consentido, ocurrente y berrinchudo no es, desafortunadamente,
una excepción en este panorama latinoamericano de inicios de la tercera década
del siglo XXI. Un retroceso en una región que no logra encontrar la senda de la
madurez política.
Rafael Cuevas Molina/Presidente
AUNA-Costa-Rica
Nayib Bukele, presidente de El Salvador. |
En medio de vítores,
aplausos, grabaciones en vídeo, selfies y una algarabía ensordecedora, el
presidente de El Salvador, Nayib Bukele, no tuvo otra alternativa que buscar un
lugar apartado y silencioso para conversar con Dios, su amigo personal con
quien, aparentemente, tiene línea directa, y lo encontró en el salón de
sesiones del Congreso salvadoreño que estaba, casualmente, a sus espaldas.
Puesto ya en
comunicación con el altísimo, se dirigió a Él, y sin ambages, le espetó la
pregunta del millón: "¿doy o no doy un golpe de Estado, Señor mío"? a
lo que, aparentemente, el Señor le respondió: "Esperate tantito, hijo
amado".
Qué fortuna para los
salvadoreños, la democracia y el futuro incierto del Congreso, porque pudieron
pasar varias cosas. La primera, que al hacer el intento, la línea que lleva
directo hasta el Altísimo estuviera ocupada; o que hubiera interferencias y el
tal Bukele entendiera "sí" en dónde se decía "no". Pero no,
todo marchó de maravillas, Bukele llamó y recibió respuesta pronta y clara:
"Hazte el pendejo y échame a mi la culpa que, total, para eso he venido a
este valle de lágrimas; di que te he dicho que recules, y mira a ver si puedes
salir bien librado de este atolladero que has armado".
Era la tarde del
domingo 9 de febrero, día libre para los casi 5000 burócratas convocados,
quienes azuzaron a su patrón en la tarima armada por el ejército frente al
Palacio Legislativo. A Bukele parecía urgirle un préstamo, y apremiaba a los
diputados para que se lo aprobaran ipso facto, aunque fuera domingo por la
tarde, día santo que hasta el convocado vía línea directa dedica al descanso.
Por muy histriónico y
ridículo que haya sido este montaje del presidente salvadoreño, no es el
primero. El 27 de setiembre del año pasado se tomó un selfie en la tribuna principal
de la Asamblea General de la ONU, y reconvino a esa organización para que
dejara de hacer reuniones tan caras a las que costaba tanto llegar, y mejor las
hiciera por teleconferencia. Ese fue su mensaje, como si no llegara de un país
como del que estaba llegando, con casi un cuarto de su población fuera de sus
fronteras, apaleado en los límites de México, y con índices de violencia sin
parangón.
Nayib Bukele no es,
tampoco y por desgracia, una excepción en este mundo patas arriba en el que
estamos viviendo. Por lo pronto, su congénere guatemalteco, el señor Alejandro
Gianmmattei, lo apoyó en su desplante, y no debemos enumerar las cantidad de
acciones similares que se despliegan de norte a sur en nuestro contiene.
Y, como si fuera poco,
a todo esto debemos agregar la reafirmación en esta situación salvadoreña del
oscuro papel de los ejércitos de la región que, luego de unas breve pausa,
vuelven a asumir un nefasto protagonismo que creíamos que habían dejado en el
olvido.
Nayib Bukele, el
millenial niño consentido, ocurrente y berrinchudo no es, desafortunadamente,
una excepción en este panorama latinoamericano de inicios de la tercera década
del siglo XXI. Un retroceso en una región que no logra encontrar la senda de la
madurez política. Es el producto, sin embargo, de la decepción de la población
con los que lo han antecedido. En el caso específico de El Salvador, con el
amañamiento entre las principales fuerzas políticas surgidas de la guerra,
Arena y el FMLN, que se cubrieron las espaldas mutuamente para evitar los
juicios por las atrocidades de la contienda, y protegieron a quienes robaron a
manos llenas cuando estuvieron en el poder.
Ahora que han sido
desplazados de la presidencia y, seguramente dentro de poco tiempo, del
Congreso, ya ni el recurso de orar les queda: Bukele tiene la línea directa con
Dios.
Loos persomajes de Kafka han nacido ya.
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