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sábado, 5 de septiembre de 2020

La vigencia de los principios

 Mucho ha cambiado el mundo en seis décadas, pero no menos cierto es el hecho de que todavía permanecen latentes no pocas de las amenazas y tensiones geopolíticas que denunció la Declaración de La Habana.

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica


“Los destinos de nuestro pueblo eran decididos en la cancillería norteamericana; nuestro pueblo no contaba para nada en los destinos del país. ¿Podía Cuba seguir resignada a esa suerte?”

Fidel Castro (2 de setiembre de 1960)



Hace 60 años, ante un mar hombres y mujeres congregado en asamblea general nacional, en lo que hoy conocemos como la Plaza de la Revolución, Fidel Castro sometió a la aprobación del pueblo cubano la primera Declaración de La Habana, un documento que por la claridad, contundencia y valor de los principios que en él se enuncian, se convirtió en un texto clave del pensamiento político crítico del siglo XX. Desde ese momento, el 2 de setiembre de 1960 figura como una de las fechas inolvidables de la historia revolucionaria de nuestra América.
   

La Declaración de La Habana fue la respuesta inmediata, y profundamente democrática, del gobierno revolucionario a la llamada Declaración de San José de Costa Rica, firmada pocos días antes por los cancilleres latinoamericanos, quienes acudieron a la capital del país centroamericano, convocados por el Departamento de Estado de los Estados Unidos para condenar, bajo la mampara de la OEA, el curso de la política exterior de Cuba -que por entonces forjaba sus relaciones con la URSS y la República Popular China, y valoraba su apoyo militar en caso de una invasión estadounidense-, y de paso, reclamar su vuelta al redil del llamado sistema interamericano: es decir, su sometimiento al entramado político y diplomático que no había dicho ni una palabra sobre las crecientes agresiones estadounidenses y mercenarias que desde muy temprano sufría la triunfante Revolución. Un silencio cómplice y vergonzoso que llega hasta nuestros días.

 

Leída desde nuestro convulso presente, con un ojo puesto en el doloroso retroceso democrático que experimenta América Latina bajo la contraofensiva neoliberal de los últimos años, y con el otro mirando atentos el curso de los acontecimientos recientes en el norte revuelto y brutal que nos desprecia -al decir de José Martí-, la Declaración se nos presenta como un documento de inusitada vigencia, cuyo ideario trasciende las condiciones contextuales de su tiempo, toda vez que plantea como eje de interpretación de nuestra historia contemporánea la confrontación no resuelta entre panamericanismo (imperialista) y latinoamericanismo. 

 

Desde allí, el texto opone a las acciones del imperialismo estadounidense el derecho “a la autodeterminación nacional, la soberanía y la dignidad de los pueblos hermanos del continente” (artículo 1), y denuncia a las élites y gobiernos que, al apoyar la “intervención abierta y criminal” de los imperialistas, acaban por traicionar “los ideales independentistas de sus pueblos” (artículo 2); además, rechaza el intento de los Estados Unidos de preservar la Doctrina Monroe -rediviva bajo la actual administración de Donald Trump- como instrumento para extender su dominio en el continente (artículo 3); ratifica la importancia de desarrollar una “política de amistad con todos los pueblos del mundo” (artículo 5); reafirma la convicción de que “la democracia no es compatible con la oligarquía financiera” ni con la existencia de cualquier forma de explotación y discriminación, y que su praxis no puede reducirse sólo “al ejercicio de un voto electoral”, sino que debe hacer posible, sobre todo, el derecho de los ciudadanos a decidir su propio destino (artículo 6); asimismo, postula el deber de los oprimidos, colonizados y explotados de luchar por su liberación y solidarizarse en esa batalla con todos los pueblos del mundo (artículo 7); y finalmente, ratifica una postura y vocación latinoamericanista, para “trabajar por ese común destino latinoamericano que permitirá a nuestros países edificar una solidaridad verdadera, asentada en la libre voluntad de cada uno de ellos y en las aspiraciones conjuntas de todos”[1] (artículo 8). 

 

Mucho ha cambiado el mundo en seis décadas, pero no menos cierto es el hecho de que todavía permanecen latentes no pocas de las amenazas y tensiones geopolíticas que denunció la Declaración de La Habana; y aquellas aspiraciones emancipatorias que insuflaron vigor y combatividad a las palabras  que Fidel dirigió a su pueblo -y en ese acto, también a todos los pueblos de la región-, y al texto que se aprobó por aclamación, se mantienen incólumes como principios orientadores de las luchas sociales, políticas, antiiimperialistas y revolucionarias que, seguramente por caminos nuevos y originales, aún están pendientes de darse en nuestra América.  



[1] Castro, F. (2009). Latinoamericanismo vs. Imperialismo (compilación de Luis Suárez Salazar). México, D.F.: Ocean Sur, pp. 48-53.

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