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sábado, 12 de septiembre de 2020

¿Vicios en la izquierda? El problema de la ética revolucionaria

 No hay “vicios” de la derecha que se puedan “corregir” en la izquierda. Somos lo que somos (¿la caracterización de Voltaire?) en primer término; secundariamente podemos desarrollar un ideario de cambio, abrazar ideas transformadoras, revolucionarias, pero siempre sobre la base de cómo fuimos moldeados.

Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América

Desde Ciudad de Guatemala


Partamos por decir que al utilizar la designación “izquierda” estamos ante un muy amplio abanico de posibilidades; entran allí innumerables posiciones, desde tibios reformismos hasta perspectivas radicales que echan mano de la violencia armada. De todos modos, todas ellas tienen, al menos en términos generales, un común denominador: constituyen una crítica al sistema dominante. En tal sentido, se alzan como voces contestatarias, como propuestas de cambio. No importa precisar aquí si ese cambio se piensa en forma gradual, pacífico, por vía electoral o como resultado de estallidos violentos, con grandes movimientos de masas, con vanguardias que conducen o todo se deja librado al espontaneísmo.
  

No es intención de este breve texto analizar en detalle cada una de esas posiciones, y mucho menos su grado de impacto en ese proyecto transformador. Lo que está claro es que todas esas expresiones de “izquierda” se distancian de la derecha, la cual, presentando igualmente muy diversos matices y variantes, tiene un común denominador: busca mantener lo dado, es conservadora. Como rasgo distintivo y aglutinador de todas estas posiciones de derecha puede indicarse la voluntad de mantener los beneficios detentados: eso les une, sin dudas es lo único que les une (lo cual ya es más que suficiente para transformarla en un bloque monolítico). La derecha, en el más amplio sentido, tiene algo, o mucho, que perder: privilegios, prebendas, prerrogativas varias. En tal sentido, las posiciones de izquierda expresan el sentir de aquellos que, como dice el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, “no tienen nada que perder, más que sus cadenas”.

 

Dicho esto, puede intentarse entender qué es eso de “los vicios” que se critican en el campo de la izquierda. O, para ser más precisos, de las izquierdas. 

 

Habría así un extenso listado de “incorrecciones” en el campo de las izquierdas que, vistas desde una posición clásica, ortodoxa, podrían considerarse “vicios” (del latín vitium: falla o defecto), conductas cuestionables que merecen corrección. Es ya clásico, al menos en la ortodoxia de izquierda, hablar de “desviaciones” (lo que supone, por tanto, que habría un camino recto del que no se debería desviar). Entran allí, entre otras, el protagonismo, el mesianismo, la avidez de poder, el autoritarismo, lo que se llamó “comandantismo”, el culto a la personalidad, el machismo, el racismo. La lista es larga y admite muchas otras categorías más.

 

Quienes levantan esa idea, parten de la base que, en el ámbito de la derecha, todo esto es moneda corriente, lo normal, lo ya establecido, institucionalizado incluso. Por lo que, en el bando contrario, en el campo de las izquierdas, esto no debería pasar. Y si pasa, es un “vicio”, una incorrección que debe ser subsanada. Más aún: con todo el peso del cuestionamiento moral, debe ser castigado, fuertemente fustigado, sometido al escarnio para que no se repita. 

 

Lo patético es que todo esto pasa, y pasa mucho, tanto como en el campo de la derecha. Ejemplos al respecto sobran. La izquierda intenta levantar un mundo nuevo, más justo y solidario, no basado en la explotación de unos sobre otros. Idea encomiable, absolutamente plausible. De hecho, las experiencias socialistas que se dieron a lo largo del siglo XX intentaron poner en marcha un nuevo ideario, una nueva ética superadora de esos “vicios”. Sucede, sin embargo, que más allá de extraordinarios logros en el campo socio-económico que obtuvieron estos proyectos (se terminó con la miseria crónica, con el hambre, con la marginación, se redujo considerablemente o se abolieron distintas formas de explotación, se redujeron tasas de morbi-mortalidad, la noche oscura de la postración y la ignorancia secular se iluminó), más allá de todo ello, la construcción del “Hombre nuevo” siguió siendo una agenda pendiente. ¿Por qué?

 

Porque la ética -es decir: la tabla de valores que rige la vida, la normativa social, la moral dominante en un momento histórico determinado- no se puede fijar por decreto, no cambia por un acto de voluntad. Es decir: no se puede ser “buena” o “mala” gente por decisión simplemente porque…. no hay “buena” o “mala” gente. 

 

En tal sentido, entonces, debe reconsiderarse esto de “los vicios”. La gente de izquierda o de derecha es, ante todo, gente. O sea: seres humanos cortados por similar tijera, con análogas constituciones psicológicas, formados por historias previas que nos moldean, que nos hacen participar por igual a todo el mundo en el mismo maremágnum de símbolos que organizan nuestras vidas. Si somos consecuentes con lo que nos enseña el psicoanálisis, podemos afirmar que los sujetos humanos no presentamos mayores diferencias estructurales unos de otros, por lo que la “normalidad” es la forma en que la amplia mayoría, la casi totalidad de mortales compartimos los códigos que nos humanizan. Es decir: lo que llamaremos “normales adaptados”, o sea, neuróticos: gente que se humanizó dentro de los cánones impuestos por cada cultura particular en cada momento histórico determinado (con un resto mínimo que no entra ahí: los psicóticos -locos-, o entra a medias: los psicópatas -transgresores-). 

 

De tal forma que los comportamientos que se podrán juzgar “inapropiados”, no pertenecen a la derecha: son patrimonio de la totalidad, del colectivo. La gente que se enrola en ese complejo campo llamado las izquierdas está conformada igualmente por las mismas prácticas. Las luchas de poder, el machismo o el protagonismo individualista, por poner algunos ejemplos, ¿son acaso patrimonio de derechas o de izquierdas?

 

Está claro que cuando surge la teoría revolucionaria del socialismo científico a mediados del siglo XIX de la mano de Marx y Engels, no se conocía nada aún de las “profundidades” psicológicas de lo humano, lo cual se desarrolla ya entrado el siglo siguiente. Había en ese decimonónico momento fundacional una confianza casi absoluta en la buena fe, en la voluntad humana. La idea de “Hombre nuevo” que se fue forjando en el socialismo de las experiencias reales habidas en el siglo XX se inspira en ese voluntarismo, a veces con ribetes casi mesiánicos. Y los “vicios”, por supuesto, son denostados como “elemento perturbador”, cuerpo extraño que debe ser abolido, anatematizado. “El hombre es un ser lleno de instintos, de egoísmos, nace egoísta; pero por otro lado, la conciencia lo puede conducir a los más grandes actos de heroísmo”, pudo decir Fidel Castro.

 

Sin dudas, es necesaria una cuota de “voluntad”, de decisión consciente para plantearse cambios sociales. O, si se quiere ser más claro aún: de pasión (el psicoanálisis dirá de deseo). “Nada grande se ha hecho en el mundo sin una gran pasión”, dirá Hegel. 

 

La experiencia humana en su conjunto, la experiencia de estos primeros pasos dado por las primeras revoluciones socialistas, nos muestran con descarnada evidencia que esos “vicios” son el pan nuestro de cada día, nos construyen, son lo que nos funda como humanos. Entre los animales no hay juegos de poder: el macho alfa de la manada cumple con un instinto al servicio del mantenimiento de la especie; allí no hay machismo patriarcal, ni racismo, ni discriminación por diversidad sexual, ni revista Forbes que indica quiénes son los más “exitosos”. Entre los humanos sí. Si hay mandamientos (“No codiciar la mujer de tu prójimo”, por ejemplo) es porque no existen mecanismos biológicos de autorregulación: somos todos -derecha e izquierda- producto de una construcción social, histórica, por tanto cambiante. 

 

Ahí se plantea el problema crucial: ¿cómo cambiar la sociedad?, ¿cómo sentar los cimientos de un nuevo orden social justo y solidario con este elemento que somos, llenos de “vicios”? Hablando de la naturaleza humana, Voltaire se preguntaba: “¿Creéis que en todo tiempo los hombres se han matado unos a otros como lo hacen actualmente? ¿Que siempre han sido mentirosos, bellacos, pérfidos, ingratos, ladrones, débiles, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, desenfrenados, fanáticos, hipócritas y necios?” La respuesta, sin dudas, es afirmativa. 

 

El campo de la izquierda tradicionalmente fue optimista en relación a la ética: hay que construir un mundo de equidades, y ello sí es posible. Lo que muestra la experiencia es que, luego de las revoluciones -que efectivamente mejoran condiciones objetivas de las grandes mayorías- también se construyeron grupos privilegiados, burocracias con dachas y prebendas, a veces insultantes para el pueblo, llegándose a excesos increíbles como lo sucedido en algunos movimientos guerrilleros latinoamericanos donde problemas entre “comandantes” se dirimían a balazos: ¿quién es el más revolucionario?, mandándose a matar al “menos” revolucionario.  

 

Entonces, si eso somos, si en las izquierdas también encontramos todo eso, más allá de una declaración de principios altruista y generosa, la cuestión se abre en relación a cómo es posible dar ese cambio social. Si no somos tan solidarios y, pese a las declaraciones de principios, en lo individual seguimos siendo protagonistas, egoístas, machistas, alcohólicos o racistas, ¿cómo construir un mundo de solidaridades donde se superen todos esos “vicios”?

 

No hay “vicios” de la derecha que se puedan “corregir” en la izquierda. Somos lo que somos (¿la caracterización de Voltaire?) en primer término; secundariamente podemos desarrollar un ideario de cambio, abrazar ideas transformadoras, revolucionarias, pero siempre sobre la base de cómo fuimos moldeados. En nombre de las ideas de cambio se puede estar dispuesto a los más grandes sacrificios, pero la plataforma de partida es lo que somos: es decir, sujetos construidos en todos esos “vicios”. El desafío es grande, pero vale la pena. 

 

Entonces queda la pregunta: ¿qué hay que construir primero: el “Hombre nuevo” o la sociedad nueva? El solo hecho de preguntarlo así ya da la respuesta: ¿“Hombre” nuevo? ¿“Hombre” como sinónimo de Humanidad? El machismo patriarcal se nos filtra indefectiblemente a todos, comandantes y comunes de a pie. No es una cuestión de “buena” o “mala” voluntad: estamos armados sobre esa matriz social, y se hace imposible salirse totalmente de ella, por más “buena” voluntad que haya. Los actos de voluntarismo no pueden dejar de ser eso: actos de voluntarismo. Por tanto, habrá que construir otra matriz, otro código global que dé como resultado nuevos sujetos. De aquí, con el tiempo, quizá surja otro ser humano distinto, con otros “vicios” tal vez, no los ya conocidos. Dinámica compleja, por cierto, que remite a la eterna aporía de qué es primero, si el huevo o la gallina. 

 

Esto no debe llevarnos a la desesperanza, al pesimismo y la resignación. Quizá no hay “progreso” en términos subjetivos, pero sí en términos sociales, macros, que son los que construyen la subjetividad. Sin dudas, la dialéctica del cambio regulará las cuotas de voluntarismo -que tiene límites, por cierto, pero que es necesario en un momento- y la edificación de un nuevo tejido social, moldeador de nuevos sujetos. Valga esta cita de Freud -que no era un marxista precisamente, pero que entendió muy cabalmente lo humano- para llenarnos de esperanza: “Hoy día los nazis queman mis libros; en la Edad Media me hubieran quemado a mí. ¡Hemos progresado!

 

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