Páginas

sábado, 10 de octubre de 2020

Trabajo infantil: más pobreza a futuro

 Un niño o niña o un adolescente trabajando constituyen un síntoma social; hablan no sólo del presente de la comunidad a la que pertenecen, sino también de su porvenir. Las causas de por qué un menor trabaja están indisolublemente ligadas a la situación de pobreza estructural de la sociedad en que vive.

Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América

Desde Ciudad de Guatemala


Pobreza y riqueza 

 

“¡Los niños primero!” suele decirse. Y durante la artificialmente manipulada guerra de Irán-Irak, entre 1980 y 1988, en que se desangraron en forma inútil ambos países (favoreciendo solo a las potencias capitalistas, que se cansaron de venderles armamentos), esa consigna se cumplió en forma literal: eran niños los que iban primero, al frente… para detectar las minas –¡pisándolas!–. Este patético ejemplo muestra lo que, en buena medida, sigue siendo la actitud del mundo adulto con respecto a la niñez: no siempre se la comprende como la preconizada “semilla del futuro”, más allá que pueda declamárselo levantándose ampulosos discursos en su nombre.

  

La riqueza de las sociedades no está en sus recursos naturales. Siendo rigurosamente marxistas, o más aún: hegelianos, puede decirse que la única fuente creadora de riqueza es el trabajo humano. La pobreza no se relaciona directamente con la falta de tierra cultivable o la ausencia de un elemento tan importante hoy por hoy como el petróleo; está en la forma en la que se reparte el producto socialmente producido, lo cual tiene que ver con razones políticas, con la forma en que están armadas las sociedades. Por el contrario, la riqueza tiene directa relación con la gente, con la organización social, con la población bien capacitada y alimentada, sana y estudiosa, sin prejuicios atávicos que invalidan y cierran el entendimiento. Japón tiene pocos recursos naturales, y no posee ni una gota de petróleo, pero es inmensamente rico como país. Cuba no tiene una gran producción de bienes y servicios, debido en muy buena medida al inmisericorde e inmoral bloqueo que le impone Estados Unidos. Pero en el país no hay pobreza. Curioso: los índices socioeconómicos de los organismos internacionales que miden el desarrollo de las sociedades ponen a Japón (segunda economía capitalista del mundo) y a Cuba (socialista) en un plano casi de igualdad en relación al llamado “desarrollo humano”: no hay pobreza en dos modelos sociales tan distintos (ni afectan los desastres naturales recurrentes que ambos países sufren, lo que muestra que “riqueza” no es solo –o no es para nada– disponer de muchos aparatos de moda, de lo que ilusoriamente se llama “tecnología de vanguardia”. 

 

Es una verdad lapidaria que la pobreza genera pobreza. Eso no es nada nuevo, por cierto; pero conviene no olvidarlo nunca si queremos aportar algo en la lucha contra las injusticias. Un pueblo se desarrolla no cuando entra en el consumismo voraz sino cuando es dueño de su propio destino, cuando fomenta su espíritu crítico. En otros términos: cuando su población está realmente preparada y en condiciones de afrontar desafíos (los desastres naturales, por ejemplo). 

 

Terminar con la pobreza no es, en absoluto, algo sencillo ni rápido. Muchos países pobres del Sur, de lo que anteriormente llamábamos Tercer Mundo, países que en décadas pasadas comenzaron a recorrer la senda del socialismo (por ejemplo en el África sub-sahariana, países que se liberaron del yugo colonial en la segunda mitad del siglo XX, o naciones musulmanas de Medio Oriente con su llamado socialismo árabe), si bien pudieron crear cuotas de mayor justicia en el reparto de su renta nacional, no han podido aún superar esa lacra de la pobreza en tanto fenómeno económico-social y cultural. De hecho, la misma funciona como círculo vicioso: la pobreza (que no es sólo material: es una suma de carencias materiales y no materiales) no permite el desarrollo integral, y sin él no puede haber mejoramiento en la calidad de vida. Si la educación es una de las claves para superar la pobreza, los sectores pobres, los históricamente marginados son justamente los que menos acceso tienen a esas posibilidades (ni en Japón ni en Cuba hay población analfabeta). Por cierto, donde con mayor elocuencia se ve ese abominable fenómeno del analfabetismo al día de hoy es en la niñez pobre. (Dato complementario, que quizá aclare más el asunto: Argentina, país medianamente desarrollado, para las últimas décadas del siglo pasado no tenía alfabetismo; con las políticas neoliberales que llegaron a partir de la última dictadura militar en 1976, se logró que el mismo reapareciera en la actualidad, con un 30% de población en situación de pobreza).

 

Niñez trabajadora

 

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) señala que para el año 2019 a nivel mundial trabajaban más de 150 millones de menores de edad. De éstos, la mitad participando en formas de trabajo infantil que deben erradicarse absolutamente por ser altamente peligrosas o entrañar explotación; a su vez, la mitad de ese total tiene entre 5 y 14 años de edad. Por otro lado, al menos 8 millones realizan actividades de prostitución o trabajo forzoso, incluyendo en esta última cifra aquellos que, sin ser trabajadores en sentido estricto, participan en conflictos armados como niños-soldado. La situación es altamente compleja, porque ese trabajo infantil en todos los casos es imprescindible para completar el ingreso familiar. 

 

Un niño o niña o un adolescente trabajando constituyen un síntoma social; hablan no sólo del presente de la comunidad a la que pertenecen, sino también de su porvenir. Las causas de por qué un menor trabaja están indisolublemente ligadas a la situación de pobreza estructural de la sociedad en que vive. En cualquier país donde se da el fenómeno, siempre hay que entender el mismo en la lógica de “ayuda” al presupuesto familiar. En las áreas urbanas, según estimaciones de la OIT igualmente, su trabajo puede aportar entre un 20 y un 25% del ingreso del hogar al que pertenece. Y en áreas rurales, donde su trabajo no se traduce monetariamente en forma directa, la ayuda es inestimable porque sin ella –tanto en las faenas agrícolas como en el ámbito doméstico– no se podrían sostener las familias. En Guatemala, por ejemplo –país pobre con altas tasas de desnutrición infantil y analfabetismo– se considera que ese trabajo infantil puede representar hasta un 2% del producto bruto interno. 

 

Por lo tanto, el trabajo infantil llena una acuciante necesidad; eliminarlo significa privar a una enorme cantidad de población adulta de una ayuda que, de no tenerla, se vería sumida irremediablemente en la indigencia total (sería como quitar las remesas que envían a los países pobres sus familiares que trabajan ilegales en el Norte). Por lo que estamos ante un complejo círculo vicioso: poblaciones pobres–familias pobres– padres con pesadas cargas familiares–niños que deben trabajar–niños que no acceden a la educación formal–futuros adultos sin capacitación–nuevas familias pobres–continuidad de las poblaciones pobres. Círculo, entonces, muy difícil de romper. ¿Por dónde empezar?

 

Como dice la Comisión Económica para América Latina (CEPAL): “Desactivar los mecanismos de reproducción de la pobreza precisa de políticas de inversión social que amplíen y potencien el capital humano”. Eso está claro, es una recomendación “políticamente correcta” (como lo son todas las formuladas por organismos internacionales que “estudian” los problemas sin capacidad alguna de incidencia en su solución); pero de no potenciarse eso que se llama “capital humano”, de no capacitarse en función de un desarrollo humano integral y sostenible –como sucede con la masa crítica de niños y niñas que a muy corta edad ya están trabajando y no completarán sus estudios, ni siquiera los primarios– no se ven entonces posibilidades reales de poder superar la pobreza. Está claro que esas recomendaciones, en sí mismas correctas, no dependen de la “buena voluntad” de los gobiernos de turno: tienen que ver con estructuras socio-económicas más profundas. Los gobiernos, aunque quieran, no pueden modificar esa situación, porque ello implica transformar de cuajo las estructuras socioeconómicas vigentes. No es solo cuestión de buena voluntad. Golpearse el pecho y “denunciar” esas injusticias no termina por solucionar nada.

 

¿Soluciones a la vista?

 

El capitalismo, claro está, sigue necesitando de esos sectores pobres (mano de obra poco calificada que le asegura altas tasas de rentabilidad) por lo que no se le ve salida al problema dentro de sus marcos. Hay que buscar, entonces, nuevas vías: léase socialismo. 

 

Un menor de edad que trabaja tiene hipotecado su futuro, y por lo tanto el de su sociedad. La relación es inversamente proporcional: a mayor cantidad de horas trabajadas menor cantidad de horas de estudio. Por tanto: el trabajo infantil puede salvar del hambre aquí y ahora –como de hecho sucede– pero cercena a futuro las posibilidades de desarrollo, tanto personal como social. Un niño pobre y que trabaja a corta edad será un adulto empobrecido, poco preparado académicamente, que en el mercado de trabajo capitalista solo podrá acceder a los puestos menos remunerados. Por tanto, el sistema seguirá enriqueciéndose, y por supuesto quienes detentan el capital, mientras esa masa de población no podrá salir de los “ejércitos de reserva industrial”, cada vez más grandes, con un modelo económico que cada vez expulsa más gente. Es obvio que el sistema se está suicidando así, pero de momento no da muestras de caer. 

 

Por otro lado, en sí mismo el trabajo infantil es cuestionable por otro cúmulo de razones. Que un niño o niña a cierta edad desarrolle alguna tarea doméstica, o aprenda el oficio de sus padres, puede ser un gran aliciente, tanto personal como colectivo. Es una forma de contribuir a la socialización, puede ser una manera de ir generando un espíritu de responsabilidad, de solidaridad incluso. Pero el trabajo al que nos referimos no es ése precisamente: se trata de algo realizado en un clima de dependencia con todas las cargas que sobrelleva un trabajador –cumplimiento de horarios, exigencias, a veces una gran cuota de peligro– en una edad en que ningún ser humano está preparado para ello, aunque la urgencia de la vida fuerce a soportarlo. Es eso lo que se denuncia como cuestionable: un menor que trabaja pierde, además de su estudio, la posibilidad de disfrutar su infancia, de jugar, de la magia de ser niño; es decir: sufre. Si queremos decirlo en forma simplificada: la niñez es la preparación para la adultez. Por tanto, un niño debe ser niño y no un adulto en pequeño. Si eso sucede, en muy buena medida su historia de sufrimiento y penurias varias ya está escrita. 

 

Adicionalmente, y reforzando la historia de que el hilo se corta por el lado más delgado, el trabajo infantil se desenvuelve siempre, comparado con el de los adultos, en condiciones de mayor precariedad. Muchas veces está invisibilizado como tal, y en general no goza de prestaciones laborales ni derechos específicos, y aunque haya normativas al respecto, dado que es un grupo mucho más vulnerable por su misma condición de “pequeño” (prejuicio con el que deberíamos terminar alguna vez), resulta más “fácil” para el empleador saltarse las legislaciones.

 

Luchar contra el trabajo infantil es luchar contra una grosera forma de explotación. Está claro que la pobreza es un círculo vicioso, y desde la pobreza es más urgente encontrar soluciones puntuales, aquí y ahora, que posibiliten comer todos los días y no pensar en términos de largo plazo. Pero ahí está la cuestión: un niño trabajador, al igual que un niño puesto en la calle, un niño que mendiga o que se droga, un niño transgresor, nos muestra que todavía falta muchísimo por trabajar en pro de la justicia en todo el mundo. Los moldes del capitalismo definitivamente no permiten encontrarle salida al problema.

 

Dijo UNICEF: “El mundo no resolverá sus principales problemas mientras no aprenda a mejorar la protección e inversión en el desarrollo físico, mental y emocional de sus niños y niñas. Si es cierto que el futuro está dado por la niñez, solo atendiendo realmente su situación actual podrá pensarse en un mañana distinto. Ahora bien: si esto se sabe, ¿por qué los gobiernos de la inmensa mayoría del mundo, de los países pobres básicamente, no hacen algo en contra del trabajo infantil, más allá de pomposas declaraciones altisonantes? Simplemente porque el sistema capitalista no lo permite. Educación de primera y buena alimentación para la niñez primermundista (15% de la población mundial); sobrevivencia al modo que se pueda para la otra niñez (no olvidando lo de la guerra Irán-Irak arriba citada). ¿Por qué la “buena” recomendación de UNICEF no es viable en términos reales? Porque el sistema no lo permite. Conclusión: hay que pensar en otro sistema. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario