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sábado, 5 de diciembre de 2020

El futuro del pasado

 Hubo quien dijo alguna vez que nuestros pueblos eran fatalistas. Nunca lo fueron, y ahora lo demuestran nuevamente, en su empeño incansable por construir su propio futuro enfrentando en primer término el fatalismo que impregna toda la cultura, las mentalidades y las conductas de quienes ya no tienen ni siquiera ilusiones que ofrecer.

Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América

Desde Alto Boquete, Panamá


“La historia sólo adquiere significado y objetividad cuando se establece una relación coherente entre el pasado y el futuro.”

Edward Hallett Carr, 1961


Entre enero y marzo de 1961, el historiador inglés Edward Hallett Carr (1892-1982) ofreció un ciclo de seis conferencias en la Universidad de Cambridge, luego reunidas en un pequeño libro imprescindible titulado ¿Qué es la Historia?[1] Allí, Carr abordó desde la autoridad de su bien ganado prestigio seis temas de especial importancia para comprender el oficio y el objeto de trabajo del historiador: su relación con los hechos; el vínculo entre la sociedad y el individuo; el de la ciencia y la moral, y lo relativo a la causación, el progreso y las perspectivas de desarrollo de este campo del saber.

 

El año en que lo hizo también tuvo su importancia en Inglaterra. Corrían los tiempos de la reacción conservadora ante la desintegración del imperio británico, y de la desazón ante un relevo generacional y cultural que se encaminaba hacia el annus horribilis de la revolución de 1968. De este lado del Atlántico, la luz del año fue diferente, porque surgía de otra ladera del mismo volcán. Aquí, 1961 fue el año de Playa Girón, donde el pueblo cubano en armas le propinó al imperialismo norteamericano su primera derrota en nuestra América, quince días después de que Carr concluyera su ciclo de conferencias en Londres.

 

Ambos hechos, como el planeta entero, se vinculaban finalmente entre sí en el panorama de aquel momento de la historia de todos que Carr describe en su libro. “El gran periodo de los siglos XV y XVI, durante el cual se deshizo finalmente en ruinas el mundo medieval y se asentaron los cimientos del mundo moderno,” dijo allí, “se caracterizó por el descubrimiento de nuevos continentes y por el traslado del centro de gravedad del mundo de las riberas mediterráneas a las del Atlántico.”  Sin embargo, añadió en seguida, “los cambios acarreados por la revolución del siglo XX son mucho más arrolladores que cualesquiera otros acontecidos desde el siglo XVI”.

 

Ahora, al cabo de cuatrocientos años, “el centro de gravedad del mundo occidental ha salido claramente de Europa occidental”, la cual “junto con las otras partes del mundo de habla inglesa, se han convertido en zonas dependientes del continente norteamericano, o, si se prefiere, en aglomeración donde los Estados Unidos hacen a la vez de central eléctrica y de torre de control.” Para Carr, en todo caso, ese no era tampoco “el solo cambio, ni acaso el más importante” del periodo, pues si bien “el centro de gravedad” estaba ahora en “en el mundo de habla inglesa con su anejo europeo,” no había razón para pensar “que vaya a permanecer largo tiempo en él.” En cambio, dice, todo sugería que era “la gran extensión de terreno que cubren Europa oriental y Asia, con sus prolongaciones en África, la que marca la pauta en los asuntos mundiales de hoy. El tópico del ‘oriente inmutable’ está singularmente desacreditado en nuestros días.[2]

 

Este tipo de observaciones no llama tanto la atención hoy en día, como pudo hacerlo entonces, en el camino hacia el apogeo de la Guerra Fría, en la que cada una de las potencias enfrentadas buscaba alcanzar el fin de la historia con su propio triunfo. Carr, sin embargo, no era un hombre común entonces, ni probablemente lo sería hoy.


Para Carr, la historia como disciplina era “un proceso continuo de interacción entre el historiador y sus hechos, un diálogo sin fin entre el presente y el pasado.” A través de ese diálogo “en el que participan los individuos en calidad de seres sociales”, agrega, el pasado “nos resulta inteligible a la luz del presente”, porque “solo podemos comprender plenamente el presente a la luz del pasado.” 

 

Con todo, esa definición solo estaba completa en la medida en que la historia adquiría “significado y objetividad” al establecer “una relación coherente entre el pasado y el futuro.” Esa relación, dice Carr, permite entender que el progreso en la historia “se logra por conducto de la interdependencia y la interacción de hechos y valores”, lo cual a su vez depende de que quienes se dediquen a ella vean y acepten “en la historia misma un fuerte sentido de dirección”, asociado a la convicción de que provenimos de alguna parte y “a la creencia de que vamos a algún lado.” [3]

 

A partir de esa idea, Carr plantea un problema de especial relevancia para nuestro tiempo: una sociedad “que ha perdido la fe en su capacidad de progresar en el futuro dejará pronto de ocuparse de su propio progreso en el pasado.” Para Carr, la historia comienza cuando los seres humanos “empiezan a pensar en el transcurso del tiempo, no en función de procesos naturales – ciclo de las estaciones, lapso de la vida humana -,” sino de una serie de acontecimientos específicos en que ellos mismos “se hallan comprometidos conscientemente y en los que conscientemente pueden influir.” Por lo mismo, su objeto de estudio fundamental venía a ser “la larga lucha del hombre, mediante el ejercicio de su razón, por comprender el mundo que le rodea y actuar sobre él.”

 

En esa perspectiva, dice, la historia moderna comienza “cuando despiertan más y más hombres a la conciencia social y política, cuando más y más hombres toman conciencia de sus grupos respectivos como entidades históricas que tienen un pasado y un futuro”. Y añade

 

Sólo en los últimos doscientos años, a lo sumo, y aun en un puñado de naciones adelantadas, ha comenzado a difundirse la conciencia social, política e histórica entre la que podemos considerar mayoría de la población. Sólo hoy se ha hecho posible, por vez primera, siquiera imaginar un mundo que consista todo él en pueblos que han entrado en la historia en toda la amplitud de la expresión y que pasan a ocupar al historiador y no ya al administrador colonial o al antropólogo.[4]

 

En un mundo así puesto en movimiento, creer en el progreso “no significa la creencia en un proceso, cualquiera que sea éste, automático e ineluctable, sino en el desarrollo progresivo de las potencialidades humanas.” El progreso, añade, “es un término abstracto; y las metas concretas que se propone alcanzar la humanidad surgen de vez en cuando del curso de la historia, y no de alguna fuente fuera de ella.”[5]

 

Pregunte quien quiera confirmarlo a quienes combatieron en Playa Girón, o a quienes han recuperado su derecho al futuro en Bolivia, 59 años después de entonces. Aquí, entre nosotros, comprobamos cada día el acierto de Edward Hallett Carr al recordarnos que

 

La primera función de la razón, en cuanto se aplica al hombre en la sociedad, ya no es la mera de investigar sino la de transformar; y esta elevada consciencia del poder del hombre de mejorar la conducción de sus asuntos sociales, económicos y políticos por la aplicación de procesos racionales es, para mí, uno de los aspectos más destacados de la revolución del siglo XX.[6]

 

Hubo quien dijo alguna vez que nuestros pueblos eran fatalistas. Nunca lo fueron, y ahora lo demuestran nuevamente, en su empeño incansable por construir su propio futuro enfrentando en primer término el fatalismo que impregna toda la cultura, las mentalidades y las conductas de quienes ya no tienen ni siquiera ilusiones que ofrecer.

 

Alto Boquete, Panamá, 2 de diciembre de 2020



[1] Carr, E.H. (1961): ¿Qué es la historia? Ariel, Barcelona, 2014.

[2] Carr, 2014: 212.

[3] Carr, 2014: 194

[4] Carr, 2014: 214

[5]  Carr, 2014: 184

[6] Carr, 2014: 208

 

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