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sábado, 19 de diciembre de 2020

La salud mental no es un lujo… ¿O sí? El caso de Guatemala

 Parece que para las poblaciones más sufridas, que son la mayoría del mundo -el caso de Guatemala es un palmario ejemplo- la atención del sufrimiento anímico no deja de ser un lujo. Pero que quede claro: ¡no lo es!

Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América

Desde Ciudad de Guatemala


A modo de introducción 

 

Hablar de “salud mental” es siempre problemático, equívoco, confuso. La idea dominante en este campo presenta una doble vertiente: por un lado, se presentifican ahí prejuicios ideológicos, estigmatizaciones de carácter moral que unen sutilmente lo psíquico, lo siempre ambiguamente definido como “mental”, con locura. Y junto a ello, una visión biomédica del asunto.

 

En otros términos: tener “problemas” psíquicos es estar loco. Lo cual equivale a decir que no se es dueño de sí mismo, que se está alienado, enajenado (no dejan de resonar ahí reminiscencias medievales de posesión diabólica). La ilusión de base es que se es absoluto dominador de la vida, que somos lo que consciente y voluntariamente decidimos ser. Falta ahí la idea de inconsciente, que recién llegó entrado el siglo XX con el descubrimiento de Sigmund Freud y el psicoanálisis.

 

Los malestares “del alma” -que no son los del cuerpo biológico- son considerados enajenantes, estigmatizantes; y, por tanto, en buena media, vergonzantes. Es más fácil hablar de nuestro cáncer o nuestra diabetes que de nuestra frigidez o nuestra eyaculación precoz. Padecer un trastorno físico, más allá de su gravedad y posibilidad de muerte, no segrega; los padecimientos anímicos tienen un sabor vergonzosamente angustiante. Sí segregan (por eso nadie quiere ser considerado loco). El problema se agrava con el tratamiento que el mundo moderno, capitalista, le da a ese malestar. Como la cultura dominante ha medicalizado todo, también el malestar psicológico se ha medicalizado. Ahí está la psiquiatría, en tanto rama de la medicina, tomando la batuta en el asunto.

 

El malestar psíquico se ha transformado en “enfermedad mental”, y la psiquiatría es la encargada de “arreglarlo”. Pero su abordaje se hace en términos biomédicos, por lo que no termina de dar en el blanco. Siguiendo los patrones biológicos/médicos/físico-químicos que fundamentan el conocimiento del cuerpo humano -centrados en la idea de sano y enfermo, de homeostasis como ley regulatoria de la materia viva- la psiquiatría no puede pasar de clasificar y buscar un alivio por medio de fármacos (eventualmente, con otros procedimientos “terapéuticos”, como electroshocks, lobotomía, duchas de agua fría… o buenos y sanos consejos). Y cierta psicología basada en la idea de conciencia y voluntad, apuntala igualmente este llamado a “poner de sí”, a “superarse”, obviando la idea de inconsciente. “¡Si usted quiere, puede!” es la consigna, siendo los libros de autoayuda los principalísimos best sellersde la industria editorial. 

 

De este modo, la atención del malestar no-orgánico (el malestar psíquico, el “dolor del alma”) queda confinado a un abordaje realizado siempre en la lógica de la curación médica. Lo considerado “patológico”: la angustia, las inhibiciones, los síntomas, delirios y alucinaciones, trastornos psicosomáticos varios, la depresión, son objeto de un acercamiento curativo, restaurativo, buscando hacer volver a la “normalidad”. Y ahí se plantea el gran problema: ¿qué es la normalidad?

 

Al hablar de salud mental, se habla de una sana adaptación al medio, lo cual muestra que se habla de un registro más social -ideológico/cultural- que biomédico. Los planteos psiquiátricos y psicológicos no psicoanalíticos no pueden pasar del “restablecimiento” de una pretendida normalidad perdida. Pero nunca queda claro en qué consiste esa normalidad. Curiosamente Freud, luego de largas décadas de trabajo y elucubraciones sobre estos temas, preguntado sobre en qué consiste esa normalidad, se limitó a decir: “capacidad de amar y trabajar” (lieben und arbeiten). Escueto, pero lapidario. Nunca hay una “normalidad” libre de conflictos.

 

Cuando se habla de salud mental, resuenan entonces todos los prejuicios antes mencionados. Quienes dan mayor respuesta a estas problemáticas son, en definitiva y dada la cultura medicalizada que nos inunda, aquellos que proveen medicamentos. En última instancia, esos son los grandes oligopolios farmacéuticos. O sea que la salud mental de las poblaciones está concebida desde una lógica mercantil -no preventiva- donde lo más importante termina siendo consumir medicamentos. ¡Hay quienes llegan a hablar de un “drogado preventivo” para evitar la posible futura angustia! Dicho de otro modo, salud mental es atender el malestar psicológico con psicofármacos, o con orientaciones y consejos centrados en la voluntad: “¡Todo depende de usted! ¡Cambie de actitud! ¡Supérese!

 

Por todos esos prejuicios, porque en realidad la medicina no sabe qué hacer con todo esto, el campo de la problemática y compleja “salud mental” es el pariente pobre del ámbito sanitario. Más aún: pariente pobre y volcado en muy buena medida a la atención de la “locura” (la rareza) o del “loco” con planteamientos psiquiátrico-manicomiales. Y las empresas farmacéuticas haciendo pingües negocios (los psicofármacos, ansiolíticos fundamentalmente, sin garantizar ninguna “salud mental” de nadie, están entre las medicinas más vendidas del mundo). 

 

Salud mental: un lujo

 

En los países de alto consumo, donde abundan las riquezas, se discute sobre la calidad de vida. En aquellos de escasos recursos (la mayoría del mundo), sobre su posibilidad. Allí donde el hambre, la violencia, la exclusión, las guerras, la falta de oportunidades son la constante, comer todos los días puede considerarse un lujo. La atención de otras necesidades, como el sufrimiento anímico, puede verse como una rareza. De ahí que ese siempre mal definido ámbito de la salud mental (más bien concebido como “enfermedad mental”) recibe solo migajas. De hecho, en el área centroamericana, los ministerios de salud destinan solo el 1% de sus siempre magros presupuestos al campo de la salud mental. Y de ese monto, el 90% va para los hospitales psiquiátricos. Las necesidades anímicas, los problemas psicológicos, las preguntas que conlleva el diario vivir con su carga de malestar y angustia, se responden con “buenos consejos”, con medicación psiquiátrica, con religiones (la invasión de cultos neopentecostales en la región lo atestigua). O con alcohol. El guatemalteco y Premio Nobel de Literatura, Miguel Ángel Asturias, lo dijo sin cortapisas: “Aquí solo se puede vivir borracho”. 

 

Para evidenciar todo esto mostrando cómo la salud mental está siempre relegada (en general, en todos los países, y en el Sur empobrecido, más aún), baste este ejemplo.

 

Guatemala sufrió la segunda guerra interna más prolongada del continente durante el siglo XX, luego de la colombiana. Fueron 36 años de intenso enfrentamiento, con consecuencias monstruosas para la población: 200,000 muertos, 45,000 desaparecidos, un millón de desplazados internos, 669 aldeas campesinas mayas destruidas con la política de “tierra arrasada” implementada por el Estado contrainsurgente. El terror se apoderó del país, y hablar podía costar caro: el silencio se hizo la norma. La Guerra Fría disputada por las dos superpotencias (Estados Unidos y la Unión Soviética), en este territorio se hizo insufriblemente caliente. Las secuelas psicológicas de todo eso son enormes, y un cuarto de siglo después, siguen presentes. Firmada la Paz el 29 de diciembre de 1996 entre Estado (ejército) y movimiento guerrillero, se hizo necesario atender las heridas psicológicas que dejó el conflicto bélico como una forma de asegurar la sostenibilidad del proceso allí iniciado, intentando garantizar el no retorno a una situación similar de guerra interna. En ese contexto se tornaba imprescindible abordar la problemática del estado psicológico y emocional de la población que se vio más sometida a los embates de la violencia en años anteriores. (Al día de hoy, mucha gente que sobrevivió a la guerra en zonas rurales aún se aterroriza al sentir el vuelo de un helicóptero; o no puede viajar sola por caminos locales por temor a las emboscadas. No se diga de las secuelas de las mujeres violadas por el ejército, que deben sobrellevar el peso de ese vejamen y además la estigmatización social de sus comunidades). 

 

En tal sentido, se hicieron numerosas recomendaciones sobre este espinoso asunto para poner en marcha programas específicos en la materia. Algunas de ellas están contenidas en un Informe de situación realizado por la Secretaría de la Paz -SEPAZ-, con fondos de Unión Europea. Entre algunas de las recomendaciones hechas en aquel entonces (1999) puede leerse: 

 

·       De acuerdo a los diagnósticos existentes y a los datos aportados por las instituciones que actualmente están desarrollando acciones específicas, las necesidades de intervención en relación a la Reparación Psicosocial de las víctimas de la violencia son muy altas.

·       Contrariamente, la oferta de servicios con respecto a acciones de salud mental es muy escasa, produciéndose un desbalance que debe ser corregido en términos de asegurar un Proceso de Paz duradero y sostenible.

·       No existe legislación específica que regule este campo de trabajo. Las acciones ligadas a la problemática de atención en salud mental para víctimas del conflicto armado interno se rigen por los Acuerdos de Paz suscritos entre Gobierno y Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca -URNG-. [Valga aclarar que son acuerdos no-vinculantes].

·       Los proyectos e iniciativas referidos a atención psicológica son abordados por: a) el Estado, a través de dos programas específicos, b) la Iglesia Católica, a través de sus Servicios Pastorales, y c) organizaciones no gubernamentales ligadas al ámbito de la salud, la educación, los derechos humanos, la niñez y el desarrollo comunitario.

·       Si bien desde la Firma de la Paz hasta la fecha se han venido desarrollando acciones especializadas en la materia, todavía no ha habido un impacto considerable en términos globales que haya transformado de forma evidente y duradera los efectos psicológicos y culturales derivados de la violencia, sirviendo como cimiento sólido para nuevas formas de convivencia.

·       La capacidad instalada en el sector, aunque actualmente no es mucha cuantitativamente en relación a la demanda de servicios, tiene una experiencia y un peso cualitativo considerables, producto de años de trabajo y la exigencia de resolución de problemas a que se ha visto sometida, en tanto es Guatemala uno de los países donde se cuenta con mayor cantidad de población necesitada de acciones de salud mental en la región.

·       En el fomento de la cultura de la no violencia, si bien en algunos casos puntuales se utilizan los medios masivos de comunicación como instrumento de trabajo, no hay estrategias globales que apelen a los mismos, con lo que no se aprovecha al máximo una instancia de gran potencial.

 

Transcurridos ya casi 25 años de silenciadas las armas, los efectos psicológicos de aquel terremoto social vivido no se han atendido mayormente. Todo lo que el Informe de marras concluía, en lo sustancial no ha variado. ¿Será que la salud mental se sigue viendo como un lujo? Más allá de acciones puntuales de organizaciones de la sociedad civil, no hay planes sistemáticos para abordar toda la herencia de sufrimiento dejada por la guerra. Si eso no se hizo en los primeros momentos de firmada la paz, con considerable apoyo de la cooperación internacional en ese entonces, ya décadas después va quedando en el olvido. Pareciera que sí, efectivamente, lo relacionado con la salud mental es secundario, un lujo.

 

El hospital psiquiátrico -situado en la ciudad capital- sigue siendo el centro de la inversión del ministerio de salud en el ámbito de lo psi; programas preventivos -con todas las dificultades que se abren en el tema de “prevención en salud mental”, no existen; y la atención de las heridas de la guerra y de tanta violencia sufrida son casi inexistentes, a no ser por el trabajo humanitario desarrollado por algunas organizaciones no gubernamentales, con fondos siempre de cooperación internacional (por tanto, no sostenibles en el tiempo, y nunca apropiadas por las instancias estatales, por tanto, con impactos muy pequeños a nivel nacional). 

 

Sí cumplen una tarea de bálsamo las religiones, que además de ser un arma de control poblacional deleznable, más aún con la explosión incontenible de las nuevas iglesias evangélicas, presentifican lo dicho por Marx en 1844 en su “Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel”: “La religión es el suspiro de una criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, el espíritu de una situación carente de espíritu. La religión es el opio del pueblo”.

 

El psicoanálisis, no solo en los países empobrecidos del Sur sino, en general, en todo el mundo, sigue siendo visto con desconfianza (¿con temor?). Para una visión conservadora, incluso, no deja de ser un lujo (enmarcado en los invalidantes prejuicios que lo condenan). Quien toma la delantera en el campo de la salud mental son las técnicas de reforzamiento yoico y, por supuesto más que nadie marcando el paso, las grandes compañías farmacéuticas -que venden a través de los psiquiatras-. A propósito: los manuales de psiquiatría y psicopatología más usados están financiados por esas empresas. ¿Será por eso que cada vez crece más el número de “enfermedades mentales”? (primera edición del Manual estadounidense de esta materia, en 1952: 106 cuadros clínicos; quinta edición de 2013: 116 cuadros. Huele raro, ¿verdad?) Por tanto, solo quedan pastillas, religiones o consejos. O, recordando lo dicho por Miguel Ángel Asturias, ¿no queda otro recurso que el alcohol? 

 

Parece que para las poblaciones más sufridas, que son la mayoría del mundo -el caso de Guatemala es un palmario ejemplo- la atención del sufrimiento anímico no deja de ser un lujo. Pero que quede claro: ¡no lo es!

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