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sábado, 27 de marzo de 2021

El “neoliberalismo” en Ecuador

 En mi primer artículo, (https://bit.ly/3kYnODt) destaqué cómo el neoliberalismo en América Latina tuvo que implantarse mediante dictaduras sangrientas; en el segundo, (https://bit.ly/3vHMLIj), repasé la vinculación de ese modelo económico con los gobiernos de la “era democrática” de la región. Completo esta trilogía refiriéndome específicamente al Ecuador.

Juan J. Paz y Miño Cepeda / www.historiaypresente.com


Después de la independencia, la república se levantó sobre una economía agraria, basada en las haciendas de costa y sierra, con predominio de relaciones de servidumbre sobre la enorme población rural de campesinos y sobre todo indígenas serranos. El cacao fue el principal producto de exportación y durante el segundo auge (1880-1920), posibilitó la acelerada consolidación de una oligarquía rica y poderosa de agroexportadores, comerciantes y banqueros, cuyo eje urbano fue Guayaquil. 

 El incipiente desarrollo de manufacturas despegó allí al comenzar el siglo XX; y las primeras manufacturas en aisladas zonas de la Sierra, apenas eran visibles en la década de 1920. Hasta inicios de la década de 1960 Ecuador era uno de los países más atrasados del continente, con predominio de estructuras “pre-capitalistas”.


La agroexportación del banano en los cincuentas aceleró el crecimiento urbano y la difusión de formas capitalistas; pero fue el desarrollismo de la década de 1960 el que inició el despegue de la modernización capitalista del país, que solo se consolidó con el desarrollismo petrolero durante la década de 1970. Sin la positiva acción del Estado sobre la economía, el desarrollo del Ecuador no habría ocurrido, como lo demostró la historia anterior, cuando la libre iniciativa privada (predominaban los hacendados) fue incapaz de promover el adelanto del país y peor la mejora de las condiciones de vida y de trabajo de la población.


En 1979, cuando empezó la “era democrática”, el desarrollismo todavía estaba vigente y la Constitución de ese año reconocía el papel fundamental que debía tener el Estado sobre la economía, sin desechar al sector privado. Pero la crisis de la deuda externa que estalló en 1982 y enseguida la llegada de los empresarios al poder con el gobierno de León Febres Cordero (1984-1988), en un ambiente latinoamericano presionado por las medidas aperturistas del Fondo Monetario Internacional (FMI) y, sobre todo, por la arremetida neoliberal inaugurada por el gobierno de Ronald Reagan (1981-1989), cambiaron el rumbo de la economía ecuatoriana, a tal punto que los sucesivos gobiernos hasta 2006 (11 en total), por sobre las diferencias políticas e ideológicas que podían exponer, se condujeron con una sola línea de políticas económicas vinculadas o inspiradas en el neoliberalismo. De hecho, entre 1983 y 2003 se suscribieron 16 cartas o programas económicos con el FMI, todas con el mismo contenido de medidas: liberalizar mercados, intereses y precios, incluyendo las tarifas públicas y los combustibles; reformar el sistema tributario privilegiando el IVA sobre los impuestos directos como el de rentas; flexibilizar las relaciones laborales; acelerar la privatización de bienes y servicios públicos; vincular el país a las dinámicas del capital financiero y la globalización. Además, desde 1998 se contó con una nueva Constitución que consagró el neoliberalismo.


Sin duda, ese camino se cortó a partir de 2007 con el gobierno de Rafael Correa y la Constitución de 2008. Se inició la construcción de una economía social, cuyas bases históricas se emparentaban, en parte, con la Revolución Liberal Radical de 1895, pero sobre todo con la Juliana de 1925 e incluso con los procesos desarrollistas. Las elites empresariales neoliberales dejaron de conducir la economía y perdieron su anterior influencia en el poder político gubernamental. El país dejó de sujetarse a los condicionamientos del FMI y la “revolución ciudadana” pasó a formar parte del ciclo de gobiernos progresistas en América Latina. Pero con la llegada al gobierno de Lenín Moreno en 2017, se abandonó la ruta de la economía social, se restauró el neoliberalismo, así como la influencia y poder de las elites empresariales, y el país volvió al FMI. En cuatro años, como ya ocurrió en el pasado, se derrumbaron las condiciones de vida y de trabajo, se reconcentró la riqueza, se desinstitucionalizó al Estado y se cultivó una “cultura del privilegio”, que resultó aún más evidente en medio de la pandemia del Coronavirus que se inició en 2020, porque ha demostrado la ausencia de políticas efectivas de salud poblacional, en tanto estalla el mayor escándalo por las vacunaciones “VIP” (
https://bit.ly/3s9HJ5e /y/ https://bit.ly/2OTvOKv).
 
Pero el neoliberalismo ecuatoriano, más que estar ligado a valores, principios o teorías económicas que lo fundamentan, se edificó sobre las conciencias oligárquicas de las elites económicas que lo impulsaron. La época del cacao dio origen a la cultura de los “gran cacao”: familias enriquecidas (varias vivían en Europa) con las rentas que generaban sus haciendas, bancos y negocios, sobre la base de la extendida miseria y explotación a los trabajadores. Hasta 1925 el Estado no intervino para regular la economía. El país carecía de impuestos directos, leyes laborales o seguridad social, pues el mayor avance fue la educación pública y gratuita introducida por la Revolución Liberal. Y si bien la oligarquía comercial-financiera resistió los cambios introducidos por los gobiernos julianos (1925-1931), pronto aprendió a disputar el control de las instituciones creadas, como el Banco Central, la Contraloría o la Superintendencia de Bancos y a impulsar gobiernos a su servicio. El desarrollismo, que de una parte afectaba a las oligarquías tradicionales y de otra promovió el surgimiento del empresariado moderno, también sirvió para que las viejas oligarquías y las nuevas burguesías nacidas bajo el amparo de ese modelo, aprendieran a controlar, exigir y captar recursos del Estado para su propio desarrollo y acumulación de riqueza.


De manera que, antes de que el neoliberalismo llegara al Ecuador de la mano de Reagan, el FMI, la influencia de Chile y el triunfo de la globalización transnacional con el derrumbe del socialismo, las elites económicas del país ya contaban con décadas de conciencia de clase a favor del retiro del Estado; tenían experiencia contra los impuestos tanto al comercio externo como, sobre todo, el de rentas, que por décadas ha sido evadido o burlado; sabían aprovecharse de los recursos, bienes o servicios públicos; eran resistentes a la legislación laboral que consideraban provenir del “comunismo”; creían que sus inversiones eran las únicas capaces de modernizar al Ecuador; confiaban en que los gobiernos ejecutaran políticas favorables a sus intereses; a todo lo cual hay que unir aquellos rasgos de racismo, clasismo y menosprecio de lo popular y de las condiciones de vida de la población pobre y miserable, cuyo origen lo entendían bien como algo “natural” o bien como resultado de gentes incapaces de generar la riqueza y el emprendimiento. Recelaban de los trabajadores y pobladores porque sus luchas, demandas y movilizaciones las entendían como “peligrosas” y hasta “irracionales”. Hay suficientes fuentes y estudios sobre estas formas de entender la realidad, que han caracterizado largamente a las elites económicas ecuatorianas.


Así es que la llegada del neoliberalismo se montó sobre las herencias ideológicas y culturales de unas elites que, de inmediato, acogieron sus postulados y los adecuaron a la naturaleza de su peculiar conciencia de clase. Bajo ese telón de fondo, las demandas y exigencias por un mercado libre de trabas, con libre competencia, abierto al mundo, sin intervencionismo estatal, con fomento a las actividades empresariales privadas, con seguridad institucional y legal para los inversionistas, etc., se ha traducido, en la práctica histórica del país, en la sucesión de gobiernos que han privilegiado a las elites empresariales y sus intereses por sobre los intereses nacionales. Y, en consecuencia, las medidas de política económica se han reducido casi al cumplimiento de consignas, ya que carecen de fundamentos teóricos e históricos para demostrarlas válidas para el mejoramiento social: achicar el tamaño del Estado, ajustar sus presupuestos reduciendo las inversiones y recortando el “gasto” social, ambiental y cultural; privatizar bienes y servicios públicos; afectar los impuestos directos; condonar deudas con el Estado u otorgar facilidades extraordinarias para su pago; desajustar los controles institucionales y reducir las capacidades de las instituciones públicas; garantizar las rentabilidades.


La trayectoria del sui géneris “neoliberalismo” ecuatoriano puede seguirse de gobierno en gobierno, desde la sucretización de las deudas privadas (1983), la resucretización (1987), hasta los “salvatajes” bancarios (1996 en adelante), el feriado bancario (1999) o la dolarización (2000), pasando por el alza de precios de los productos básicos, tarifas de los servicios públicos o los combustibles, las leyes de fomento productivo, las “troles” 1, 2 o 3; las flexibilidades laborales, las concesiones mineras o petroleras, y tantas medidas que merecerían unos cuantos libros. Desde 2017, no solo el retorno al FMI, sino varias leyes guiadas por el exclusivo interés empresarial privado, a costa del Estado y la sociedad. Por décadas, han sido constantes los casos de corrupción pública y privada.


El neoliberalismo ecuatoriano, como ocurrió en toda Latinoamérica, profundizó las desigualdades sociales en beneficio de capas ricas y grupos económicos privilegiados. Responde a conceptos conservadores y atrasados, por lo que no ha generado el desarrollo del país, como sí ha ocurrido en otras sociedades. Pero, además, no siempre se dimensiona que condujo a la crisis institucional y gubernamental entre 1997-2007 (7 gobiernos, 1 dictadura y 3 presidentes derrocados), así como al descalabro del Estado desde 2017. También suele descuidarse que ese neoliberalismo requirió de gobiernos capaces de imponer la “autoridad” y represión, un asunto de larga experiencia en toda Latinoamérica. Resulta sintomático que en los 42 años de la “era democrática” del Ecuador, se hayan producido dos informes de especial significación histórica: uno es el “Informe Final de la Comisión de la Verdad” (2010), sobre violaciones del gobierno de León Febres Cordero (1984-1988) a los derechos humanos (
https://bit.ly/3vGGdtA); otro es el “Informe de la Comisión Especial para la verdad y la justicia respecto de los hechos ocurridos en Ecuador entre el 3 y el 16 de octubre de 2019” (2021), es decir, durante el gobierno de Lenín Moreno, y que es fruto de la investigación realizada por la Defensoría del Pueblo (https://bit.ly/3tGMh3x). Ambos documentos revelan detenciones arbitrarias, torturas, violencia sexual, ejecuciones extrajudiciales y otras violaciones a los derechos humanos. Se habla de crímenes de lesa humanidad. Coinciden en señalar que hubo un “discurso oficial” para justificarlos. Y destacan cómo las fuerzas del orden extra limitaron sus actuaciones, bajo las visualizaciones que consideran a “los otros” como “enemigos peligrosos”. Entre 1984-1988 hubo el pretexto oficial del combate al grupo AVC y la garantía de impunidad sobre los represores. En 2019, a las versiones oficiales se unió, además, un “sesgo informativo” entre los grandes medios de comunicación, que desnaturalizó la protesta social, pues privilegió la idea de la violencia como eje de las movilizaciones. 

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