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sábado, 3 de abril de 2021

Semana Santa

 América Latina, el gran reducto del catolicismo mundial, está cambiando rápidamente en lo que concierne a la religiosidad que la caracterizó.

Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica



La Semana Santa va quedando como un residuo de un tipo de religiosidad católica que otrora caracterizó a los latinoamericanos. Su conmemoración actual, sin embargo, no tiene nada que ver como lo que fue hace 50 o 60 años, cuando la población se recluía en sus casas y observaba rigurosos rituales de duelo que incluían ayunar, no bañarse, hablar en voz baja y solo salir para, eventualmente, presenciar las procesiones.

 

Hoy, los centros de recreo, sobre todo las playas, se llenan de vacacionistas jolgoriosos que, del diente al labio, se autodefinen como cristianos, pero que no tienen ningún reparo en vivir escindidamente su fe, es decir, en pensar o creer una cosa y hacer otra. Hay, también, un acelerado proceso de laicización de la vida. En países como el Uruguay este es un fenómeno de larga data; para el caso que nos ocupa, hace ya mucho que ahí ya no se habla de la Semana Santa sino de la Semana de Turismo, pues estas fechas son de las últimas que los uruguayos tienen para disfrutar del sol antes de entrar en su largo y frío invierno.

 

América Latina, el gran reducto del catolicismo mundial, está cambiando rápidamente en lo que concierne a la religiosidad que la caracterizó. En primer lugar, esos procesos de laicización, sobre todo de las jóvenes generaciones, que han llevado a que haya un decrecimiento acelerado de fieles, sin contar aquellos que se declaran creyentes, pero no practicantes. Es un fenómeno propio de cualquier sociedad que se moderniza, si no, véase las iglesias trasformadas en bibliotecas, restaurantes y salas de conciertos en Europa.

 

Pero, también el cambio ha venido por el tránsito de una religiosidad católica con resabios coloniales, hacia una religiosidad “de nuevo tipo”, signada por las iglesias neopentecostales y sus rituales performáticos centrados en la concepción de un Dios que ofrece dádivas a cambio de dinero, y que no ve con malos ojos que se disfrute de los frutos del éxito económico, como ir a la playa en Semana Santa y ostentar los frutos de “la bendición” de la que se ha sido objeto.

 

Para el comercio, la Semana Santa es ocasión de beneplácito; en estos tiempos de vacas flacas, los empresarios hoteleros ven la oportunidad de resarcirse, aunque sea parcialmente, de las pérdidas en las que han incurrido por la pandemia. En sus locales, en los que predomina la fiesta y el licor, ni la abuelita verá el Vía Crucis encabezado por Francisco en el Vaticano. El responso adolorido que emana de la Plaza de San Pedro se perderá entre la cumbia y el reggaetón que sin descanso ameniza la recreación de quienes identifican ruido con alegría.

 

En medio del desbarajuste de la fiesta no faltan los que, farisaicamente, llaman a transformar esta semana en un tiempo de reflexión. En medio del bochinche, hay medios de comunicación en los que, para taparle el ojo al macho, algún locutor, aguantando la risa, recuerde el precepto de “reflexionar”, ¿sobre qué?, nadie lo sabe a ciencia cierta, tal vez sobre los posibles pecados cometidos o sobre la finitud de la vida que, seguramente, de llevarse a cabo, solo serviría para exacerbar la pulsión de goce del aquí y el ahora, mientras se está vivo.

 

Pero con reflexión o sin ella, lo que todos hacen es, acorde con los tiempos, tomarse fotos a sí mismos, lo que ahora llaman selfies, en la playa, en alguna tumbona en la que aparece el mar en el horizonte lejano y los pies del fotógrafo en lo inmediato; revolcados por las olas; atardeceres deslumbrantes y platos de mariscos acompañados por cervezas. Cada quien haciendo lo que todos hacen para sentirse diferente. Amén.

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