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sábado, 15 de mayo de 2021

Colombia: “No cesó la horrible noche. La censuraron”

 El título de este escrito, tomado de alguna de las numerosas pancartas surgidas en la lucha, refleja lo que es la situación actual del país. La represión histórica que se sufre, de las peores en el continente americano, alcanzó un pico máximo en estos días, con una cantidad aún imprecisa de muertos y heridos. 

Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América

Desde Ciudad de Guatemala


El motivo: un entrecruzamiento de causas donde lo principal es la estructura misma de la nación, dada por una pequeña oligarquía dominante con enormes masas paupérrimas que, cuando intentan alzar la voz, solo reciben palo. A lo que se suma la presencia imperialista de Estados Unidos, que ha tomado el territorio colombiano como una base militar propia con la que puede controlar buena parte de Latinoamérica.  

 

En Colombia se vive un clima de violencia generalizada desde hace muy largas décadas. Como anticipamos, una sumatoria de causas explica esa dinámica; por un lado, la pobreza crónica y estructural (19.6% de la población, según datos del Departamento Administrativo Nacional de Estadística -Dane-, 2019), que excluye a amplios sectores, fundamentalmente rurales, lo que crea un clima de inestabilidad permanente. A ello se suma la presencia de una importante narcoactividad (2% del PBI, según datos de la Unidad de Información y Análisis Financiero -UIAF-), también en áreas rurales, donde igualmente se da la presencia histórica de movimientos revolucionarios de acción armada (llegó a haber tres para los años 90 del pasado siglo), perseguidos ferozmente por las estrategias contrainsurgentes del Estado. De hecho, Colombia presenta la guerra civil más prolongada de todo el continente, cuyos orígenes se remontan a la década del 50 del pasado siglo. Las consecuencias de todo esto fueron fatales; además de las cuantiosas pérdidas materiales, ese prolongado conflicto ocasionó cerca de un cuarto de millón de muertos, incalculables heridos, 70,000 desaparecidos, numerosas violaciones sexuales de mujeres y más de cinco millones de desplazados internos (primer país en el mundo en cantidad de esos desplazamientos por causas bélicas, según datos del ACNUR), sin contar con las secuelas psicológicas y sociológicas de ese clima de violencia perpetuo, y la apología de la misma como prácticamente único modo de relacionamiento entre grupos diversos.

 

¿Por qué se ha prolongado tanto este conflicto? ¿Qué hace que, mientras en otras latitudes las guerras pasan, se encuentran salidas negociadas, se ponen en marcha procesos de pacificación, en Colombia pareciera perpetuarse indefinidamente sin dar miras de poder entablarse negociaciones firmes que terminen de una vez el problema? Evidentemente, hay poderosos intereses en juego para que todo ello se perpetúe. El negocio de la violencia es muy redituable para ciertos grupos. Si bien ha habido numerosos intentos de pacificar el país en estos últimos años con cuantiosos compromisos contraídos, luego no cumplidos, y recientemente se firmaron importantes acuerdos entre el gobierno y el principal grupo revolucionario alzado en armas, la paz no termina de llegar nunca.

 

El clima bélico en que se ha venido moviendo la sociedad colombiana durante tan largos años es sumamente complejo por presentar numerosos y tan diversos componentes: movimientos revolucionarios de vía armada, carteles de la droga y narcoactividad, grupos paramilitares, Estado armado hasta los dientes, presencia de fuerzas armadas, de inteligencia y contrainsurgencia extranjeras directamente comprometidas en esa “guerra sucia” de mediana y baja intensidad selectiva (como es la estrategia de Washington), incluso con varios destacamentos fijos (siete en este momento: Palanquero, Apiay, Malambo, Cartagena, Tolemaida, Larandia y Bahía Málaga) y dotados de alta tecnología militar. Oficialmente son estas siete las bases estadounidenses en territorio colombiano -aunque se habla también de acuerdos secretos que abre las puertas a otras operaciones-, por lo que más de algún analista compara la situación del país caribeño con el papel que juega Israel, aliado de la política de la Casa Blanca, en el Medio Oriente. Es decir: el gendarme super armado de la región. No olvidar que Colombia tiene una posición estratégica al lado de Venezuela, que atesora las reservas de petróleo más grandes del mundo, más otros importantes recursos minerales (oro, hierro, coltán, tierras raras), todo lo cual es codiciado por la geoestrategia de Washington.

 

El enfrentamiento bélico se ha dado, básicamente, entre el Estado, la presencia militar estadounidense, y en algunos casos los paramilitares como sus aliados, contra los movimientos revolucionarios (de los tres que llegó a haber años atrás, queda operativo hoy solo uno, más algunos elementos de otro que se rearmó parcialmente). De igual modo, el Estado colombiano, con la colaboración de Washington, ataca la narcoactividad, en buena media destruyendo sembradíos en zonas rurales por medio de fumigaciones aéreas. Lo curioso es que ese “combate al narcotráfico” nunca termina de dar resultados, y la producción de cocaína no cesa. No está de más recordar que a Estados Unidos llega una tonelada y media de drogas ilegales cada día, en buena medida cocaína colombiana. Ese supuesto “combate” que se da en tierra sudamericana, por lo tanto, abre suspicacias. ¿Realmente se lo combate?

 

El “Plan para la Paz y el Fortalecimiento del Estado”, más conocido como “Plan Colombia”, luego rebautizado “Plan Patriota” y finalmente “Plan Consolidación”, destinado a combatir la narcoactividad, pero con la agenda oculta de atacar a las guerrillas revolucionarias, implicó una erogación de USD. 20,000 millones por parte del erario colombiano, cobrado por las empresas que suministraron todo el equipo bélico y capacitación militar, todas de origen estadounidense. Lo curioso es que, pese a esa monumental inversión y despliegue de fuerzas militares, supuestamente para combatir la narcoactividad, la producción de hoja de coca no bajó y la fabricación de cocaína y otras drogas se mantuvo o se movió a otros países de Latinoamérica y el Caribe. Definitivamente hay ahí una sumatoria de elementos complejos e interrelacionados que hacen de Colombia una mezcla explosiva y que, según algunas estimaciones, lo colocan como el país más violento de Latinoamérica y uno de los más violentos del mundo donde pareciera que nadie desea terminar la guerra (porque para ciertos sectores trae cuantiosos réditos).

 

De hecho, a través de los últimos años ha habido numerosas negociaciones en búsqueda de la paz, y muchos de los actores involucrados en esa violencia han ido modificando posiciones. Por lo pronto, dos de los grupos guerrilleros históricos involucrados en esa larga contienda silenciaron sus armas: el Movimiento 19 de Abril -M 19-, desmovilizado en marzo de 1990, y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia -FARC-, desmovilizadas según Acuerdos de Paz con el gobierno en el 2016. Pero pese a ello, la violencia no se extingue -continuó la muerte de desmovilizados de las FARC-, lo que llevó a que grupos puntuales de esta organización guerrillera se alzaran en armas nuevamente en el transcurso del 2019, quizá sin constituir una real amenaza militar, pero con hondo significado político, distanciándose de sus cúpulas de dirección nacional a las que acusan de “traidoras”.

 

Se podría decir también que el movimiento paramilitar -de ultraderecha, participante también en la guerra interna- sumamente activo años atrás, agrupado en la Autodefensas Unidas de Colombia, se sumó a la desmovilización en el año 2003. E igualmente poderosos carteles del narcotráfico fueron diezmados por las fuerzas gubernamentales en operaciones conjuntas con la DEA, CIA y tropas especiales de Estados Unidos, a lo largo de los últimos años. De todos modos, pese a esas diversas operaciones de pacificación, de desmovilización de fuerzas combatientes y de grupos armados de acción violenta, Colombia nunca ha vivido en paz.

 

La represión de toda disidencia política ha marcado a sangre y fuego la historia del país, y hoy la sigue marcando. Esa es la nación de todo el continente americano donde más líderes comunitarios, políticos de izquierda, dirigentes campesinos, periodistas que denuncian injusticias y estudiantes movilizados han muerto en estas últimas décadas. Como bien dice Hernando Calvo Ospina: “Desde crematorios hasta criaderos de cocodrilos han sido creados para desaparecer a dirigentes comunitarios. No hay otro país en el mundo donde se hayan encontrado fosas comunes con más de 2000 personas cada una: ni los nazis lo lograron. Los grupos paramilitares hacen parte del régimen colombiano desde hace seis décadas. Perfeccionados por especialistas israelíes, ingleses y estadounidenses en los años ochenta del siglo pasado, fueron y siguen siendo financiados con dinero del narcotráfico. Ellos se encargan de hacer el «trabajo sucio» del ejército y de «limpiar» las zonas campesinas de posibles opositores a las transnacionales y terratenientes, que se apoderan de los inmensos recursos estratégicos”. En cualquier parte del mundo decir “Colombia” es decir muerte y represión. 

 

Al mismo tiempo, no puede dejarse de mencionar como elemento sumamente explosivo -que, en realidad, está en la base de toda aquella violencia-, la gran polarización económico-social que se da en el país, la cual se extendió aún más desde los ‘80 del pasado siglo, con las impuestas políticas neoliberales de los organismos de Bretton Woods (FMI y BM), y particularmente desde 1991 con las reformas constitucionales que permitieron profundizar las mismas. Según datos de Naciones Unidas, Colombia presenta una enorme disparidad en ese ámbito -uno de los países más desiguales del mundo- con un acaparamiento de tierras enorme en manos de una ínfima oligarquía terrateniente, y una gran masa de campesinos empobrecidos. Según el Informe de Oxfam “Radiografía de la Desigualdad”, 2020, basado en datos del Censo Nacional Agropecuario, el 1% de propietarios posee el 81% de las tierras. Mujeres solo presentan el 26% de la titularidad. De acuerdo con referido documento “Un millón de hogares campesinos vive en menos espacio del que tiene una vaca para pastar.”

 

Esa masa campesina encontró en el cultivo de plantas de coca -comprada por los carteles del narcotráfico para la elaboración de cocaína, en buena medida con destino a Estados Unidos- una forma de sobrevivencia que la aleja de la pobreza extrema, pero sujetándola a circuitos que le terminan creando más problemas, en definitiva. Para cierta visión punitiva del combate a las drogas -que es la que impulsan los distintos gobiernos del país en consonancia con lo estipulado por el gobierno federal de Estados Unidos-, el eslabón del pequeño productor de la materia prima es el más golpeado. De ahí la continua quema, fumigación de sembradíos, criminalización y castigo por actividades ilegales, que terminan arruinando, separando y estigmatizando a esas familias campesinas, que nunca salen de pobres pese a participar en este acaudalado negocio (un campesino cobra un centavo de dólar por cada gramo de hoja de coca, mientras que ese gramo procesado, ya como cocaína, se vende en las ciudades estadounidenses hasta a 200 dólares).

 

Esa histórica polarización económica colombiana entre acaudalados y empobrecidos se vio acrecentada desde fines de los años ‘80 del pasado siglo con la implementación de las políticas neoliberales que dominaron todo el panorama latinoamericano y caribeño. Todos los mandatarios colombianos, fieles a los dictados de los organismos crediticios de Bretton Woods (que no son sino los operadores de la gran banca privada global, estadounidense en mayor medida), siguieron implementando a la letra las recetas de ajuste estructural, lo cual empobreció más a los sectores históricamente empobrecidos, concentrando la riqueza en una oligarquía hiper rica. En el medio de la fiebre antineoliberal que barrió Latinoamérica hacia fines del año 2019, también la población colombiana reaccionó. Fue así que se asistió al despertar de espontáneas protestas populares. El presidente Iván Duque, de derecha, acérrimo defensor de los planes neoliberales y estrecho aliado del gobierno de Donald Trump, fue duramente cuestionado. En realidad, el actual presidente colombiano, sin con esto quitarle la más mínima responsabilidad, no hizo sino continuar las prácticas privatistas que vienen dándose desde los ‘90 del pasado siglo, forzadas por la banca internacional, en detrimento de las grandes mayorías. En otros términos: se continuó, igual que todos los presidentes anteriores, con las privatizaciones en el sector energético (petróleo y minería), en las comunicaciones y en los servicios financieros. Al mismo tiempo, continuaron las políticas de impuestos regresivos, beneficiando así a los grandes propietarios colombianos, y se profundizó la reducción de la inversión pública en áreas básicas (salud y educación). Todo ello aumentó la histórica pobreza urbana y profundizó la rural provocando un descontento creciente que estaba a punto de estallar en cualquier momento.

 

Y finalmente, estalló. Entre fines de octubre e inicios de noviembre del año 2019, más de un millón de personas se movilizaron en las principales ciudades del país (Bogotá, Cali, Barranquilla, Bucaramanga, Cúcuta) exigiendo el fin de las medidas neoliberales. La respuesta del gobierno fue, al igual que en los otros países de la región que estallaron al mismo tiempo (Chile, Ecuador, Honduras, Haití), exactamente la misma: vigilancia, confrontación y represión. De ese modo, se registraron tres muertos, 250 heridos y cientos de arrestos.

 

Las protestas, conocidas como “Paro Nacional”, se prolongaron hasta el inicio del 2020. Como consecuencia de esa movilización popular, se conformó un Comité de Paro, integrado por distintas organizaciones sociales, que nuclea una pluralidad de sectores del campo popular, el cual entregó a fines del año 2019 una lista de demandas al gobierno del presidente Duque. El pliego de peticiones incluye un amplio listado que toca puntos sobre la política económica y social llevadas adelante por el gobierno, el cumplimiento de acuerdos suscritos con los movimientos estudiantil, campesino y sindical, con los pueblos indígenas y afrocolombianos en medio de las movilizaciones, la revisión de la política de seguridad vigente, de derechos humanos y lo concerniente a los asesinatos sistemáticos de lideresas y líderes sociales así como de excombatientes de las FARC, temáticas ligadas a la reforma política y electoral, normas y medidas para luchar contra la corrupción y el pedido de profundizar el diálogo de paz con la única fuerza guerrillera ahora vigente, el Ejército de Liberación Nacional -ELN-.

 

Para el año 2020, dándole seguimiento a ese pedido, se tenían previstas distintas manifestaciones exigiendo el cumplimiento de lo solicitado, con diversas convocatorias para el transcurso de los primeros meses del año (abril y mayo). La aparición de la pandemia de COVID-19 vino a alterar todo ello; los obligados confinamientos, que se dieron por igual en todos los países del mundo, enfriaron ese clima de protestas. O, en todo caso, lo aplacaron temporalmente. El mar de fondo, el malestar social, la pobreza crónica y la represión furiosa continuaron. 

 

Justamente la prolongada pandemia y el manejo que de ella hizo el gobierno pusieron más en evidencia las injusticias estructurales que siguen presentes en la historia colombiana. El sistema público de salud, colapsado por las privatistas políticas neoliberales de estos últimos años, no estuvo a la altura de las circunstancias. Como siempre, la cadena se corta por el eslabón más débil: fueron los sectores populares, eternamente empobrecidos y excluidos, quienes más sufrieron la pandemia. Si bien la crisis sanitaria vació temporalmente las calles de manifestantes, no terminó con la exclusión y pobreza de las grandes masas populares. 

 

Pero pese al distanciamiento social obligado y a las restricciones de movilidad, siguió habiendo organización popular. De hecho, el movimiento campesino siguió en pie de lucha, como hace décadas que lo está haciendo. Para octubre de 2020, en plena pandemia aún, 15 organizaciones indígenas, campesinas y afrodescendientes buscaron reactivar la movilización social y el diálogo con el gobierno. Intentaron abordar cuatro temas candentes: 1) el incumplimiento de los acuerdos pactados en el 2019 entre la administración de Iván Duque y las organizaciones sociales, 2) la continuidad de la violencia política en el país, con muy altas cifras de asesinatos de líderes y lideresas sociales, 3) el cumplimiento de los acuerdos de paz de 2016 cuando la desmovilización de las FARC, y 4) la búsqueda de caminos para terminar con la criminalización de la protesta social. Una vez más, el gobierno se ausentó del diálogo, mostrando para qué proyecto trabaja efectivamente. 

 

El año 2020 terminó en medio de la crisis producida por el coronavirus y por la paralización económica. Sin que se buscara directamente por el gobierno y la derecha dominante, la protesta popular del 2019 se desarticuló, como consecuencia natural de los confinamientos. Aunque no terminó. El malestar siguió absolutamente presente. La paralización de la economía -que para algunos economistas es una expresión de una crisis global del capitalismo anterior a la pandemia, y que se potenció con la misma- afectó más aún a los ya históricamente afectados de siempre: el pueblo trabajador (urbano o rural, asalariado, sub-asalariado, ama de casa, desocupado). Para paliar en parte esa crisis, este año 2021 el 5 de abril el gobierno del presidente Duque propuso un paquetazo de impuestos, tendiente a recaudar 23 billones de pesos colombianos adicionales al presupuesto ordinario (alrededor de 6,300 millones de dólares). Como siempre también, el peso de esta reforma tributaria -presentada disfrazadamente como “Ley de solidaridad sostenible”- caería en los más empobrecidos y desamparados. 

 

La reacción popular no se hizo esperar. La población salió a manifestar, harta ya de tanto golpe, de tanta injusticia y represión. 72,000 muertes debidas a la pandemia de COVID-19, más el inaudito retraso en el proceso de vacunación, aunada a una cólera histórica que se mantiene por la miseria generalizada y la sangrienta represión de las protestas como algo ya normalizado, encendieron la movilización popular. Se podría decir “espontánea”, dado que ningún grupo político en especial la llamó; pero en cierto sentido no es espontánea: la sumatoria de todos los factores apuntados la produjeron, tiene historia, tiene profundas causas. Muchas ciudades, principales y secundarias, se vieron movilizadas, y una vez más, como pasó en el 2019 -no solo en Colombia sino en varios países latinoamericanos y del mundo- la gente dijo “no” al empobrecimiento creciente. Una vez más también, como parece ser ya la norma, el gobierno reprimió ferozmente. Para el caso, con policía y ejército, utilizando tanques de guerra y armas de alto calibre con munición real. 

 

Los medios de comunicación corporativos presentan tergiversadamente la situación. Iván Duque trató a los manifestantes de “vándalos y terroristas”. En un acto de soberbia asesina -con asesoramiento de estrategas de Washington- el gobierno reprimió en forma brutal. Al momento de escribirse estas líneas no está claro el número de víctimas. Todo indica, sin embargo, que son varias decenas de muertos y cientos de heridos. El presidente Duque tuvo que dar marcha atrás con la reforma tributaria, renunciando el Ministro de Hacienda Alberto Carrasquilla. De todos modos, las protestas continúan. 

 

La OEA, “ministerio de colonias de Washington” con su impresentable títere Luis Almagro a la cabeza, no ha dicho una palabra sobre el asunto. 

 

No está claro aun cómo seguirá el conflicto. La ira histórica que acumula la población ha estallado una vez más. Ello muestra el empantamiento del sistema capitalista que, aunque quisiera, no puede ofrecer salidas a su modelo estructuralmente explotador. Pero a esa situación de injusticia histórica se suman las políticas neoliberales de estas últimas décadas, y más aún, la crisis desatada por el COVID-      19, todo lo cual tensó mucho más las cosas. Hay un generalizado clamor popular que pide cambios. La cuestión es que la represión furiosa que se ha sufrido en Colombia, así como el estado de desmovilización ideológica a que nos ha llevado el fin de la Guerra Fría, no permite tener proyectos alternativos claros, ideas revolucionarias que realmente se puedan viabilizar en este momento. Ello habla de la falta de dirección política en las izquierdas, no solo en este país, sino como déficit global.

 

No puede afirmarse categóricamente que la movilización actual de Colombia sea el camino, porque una explosión popular sin proyecto se agota. Pero esto muestra que la revolución socialista, en tanto proyecto de superación del capitalismo, ahí sigue esperando. 

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