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sábado, 30 de octubre de 2021

Católicos doctrinarios y políticos sin doctrina

 Las ideas introducidas por el Papa Francisco, capaces de despertar sensibilidades humanas en las sociedades latinoamericanas divididas por el odio político, el dominio de clases económicas atrasadas, la riqueza ilegítima y la explotación social, también reciben furibundas reacciones.

Juan J. Paz-y-Miño Cepeda / www.historiaypresente.com


La Doctrina Social Católica (DSC) se fundamenta en la Biblia, aunque se reconoce que la inauguró el Papa León XIII con la Encíclica Rerum Novarum (1891), en la cual se condenó al liberalismo y al socialismo, al mismo tiempo que se alentó la intervención del Estado para orientar la justicia, armonizando a patronos y trabajadores, pero inclinándose por éstos, a los que había que reconocer descansos, un salario justo, asociaciones obreras, pero no huelgas. Pío XI le dio continuidad en su Encíclica Quadragesimo Anno (1931), que mantuvo el enfoque obrerista, pero otorgándole una dimensión más amplia para la búsqueda del “bien común” como fin supremo del Estado e incluso cuestionando al capitalismo, al que se lo vio como un sistema que se había convertido en verdadera dictadura económica de los ricos y poderosos.

 

En América Latina, durante el siglo XIX, la larga vigencia del bipartidismo conservador/liberal, hizo de los partidos conservadores aliados permanentes de la Iglesia y defensores de la religión católica, hasta que los triunfos liberales cortaron su hegemonía en el Estado. Pero en el siglo XX, el surgimiento y progreso de la DSC no fueron acogidos por los partidos conservadores, sino por segmentos pertenecientes a ellos, pues la doctrina afectaba a los regímenes oligárquicos y a la explotación laboral del que las elites conservadoras, tanto como las liberales, habían aprovechado para construir sus poderes económicos. El caso ecuatoriano puede ser ilustrativo: en las filas conservadoras y en la misma Iglesia hubo recelo sobre la difusión de la DSC, atacada de “comunista” por altos sectores sociales; sin embargo, jóvenes conservadores, con apoyo de las jerarquías eclesiásticas, fundaron en 1938 la Confederación Ecuatoriana de Obreros Católicos (CEDOC), la primera central nacional.

 

La segunda oleada de fortalecimiento de la DSC llegó en la década de 1960 con el Concilio Vaticano II (1962) que impulsó Juan XXIII y, sobre todo en América Latina, con la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano de Medellín (1968) y el desarrollo de la Teología de la Liberación. En la región surgió una iglesia popular, se condenó al capitalismo y sus estructuras de pecado, fueron reivindicados los derechos sociales y laborales, se asumió la opción preferente por los pobres e incluso se llegó a admitir la posibilidad de la lucha armada ante las condiciones infamantes de la miseria y la explotación humana. En plena época de guerra fría, esas posiciones fueron atacadas por “comunistas”, de modo que, en el combate a las guerrillas y a las izquierdas marxistas de toda la región, también fueron perseguidas las izquierdas cristianas y fueron víctimas de la represión varios sacerdotes, como ocurriera en el Cono Sur de la década de 1970 dominado por dictaduras militares terroristas, así como en El Salvador, con el asesinato del arzobispo Oscar Romero (1980) y los jesuitas Mártires de la UCA (1989). Una reunión eclesial que se realizaba en la ciudad de Riobamba, en Ecuador (1976), fue interrumpida por la reaccionaria dictadura militar de la época y los sacerdotes extranjeros expulsados. Un sacerdote español que se hallaba entre ellos declaró que después de Riobamba “estaba claro que existe una estrategia continental de represión contra la nueva Iglesia iberoamericana” (https://bit.ly/3pxfIGc).

 

Los últimos partidos en reivindicar la DSC en los países latinoamericanos fueron los socialcristianos y los demócratacristianos (DC), normalmente fundidos en una sola entidad política. Sus mayores representantes en América Latina fueron el COPEI de Venezuela (1946) y el Partido Demócrata Cristiano de Chile (1957). Asumieron la DSC para fundamentar su reformismo social, con orientación a favor de los sectores populares y para reforzar la institucionalidad pública. Pero hubo diversidad política, porque mientras en Chile con Eduardo Frei (1964-1970) incluso se impulsó un programa reformista y nacionalista, atacado de “comunista”, en El Salvador fue cuestionado el papel de la democracia cristiana ante la guerra interna del país, como lo demostró el libro de Stephen Webre, José Napoleón Duarte y el Partido Demócrata Cristiano en la política salvadoreña 1960-1972 (1985), en tanto en Ecuador el gobierno de Osvaldo Hurtado (1981-1984) pasó del reformismo social de los primeros momentos al favoritismo de las elites económicas, hasta que en la década de 1990 la DC abandonó sus antiguos principios, renunció al “socialismo comunitario” y los gobiernos identificados con su tendencia ejecutaron exclusivamente programas neoliberales.

 

Durante las décadas de 1980 y 1990, al compás del derrumbe del socialismo en el mundo, el desarrollo de la globalización transnacional, los programas económicos inducidos por el FMI y la penetración de la ideología neoliberal, los partidos de las derechas políticas latinoamericanas abandonaron cualquier orientación derivada de la DSC, por más que en conceptos y argumentos utilizaran un catolicismo simplemente vulgar. El Ecuador es paradigmático: el Partido Social Cristiano (PSC), derivado del movimiento que en la década de 1950 fundara Camilo Ponce, un conservador renovado, profundo religioso y presidente del país entre 1956-1960, fue cooptado a fines de los años 70 por una elite política en nada identificada con la DSC, y se convirtió en la expresión de la poderosa oligarquía de Guayaquil, logrando el dominio del gobierno local desde 1992 hasta el presente, además de un extendido éxito nacional, que le convirtió en la principal fuerza expresiva de las derechas políticas y económicas.

 

El Papa Francisco ha marcado un nuevo avance en el desarrollo de la DSC. Entre las innovaciones se encuentran los planteamientos realizados en el reciente IV Encuentro Mundial de Movimientos Populares (16/octubre/2021). El Papa ha sido tajante en cuestionar la explotación laboral y en términos concretos ha planteado dos asuntos de vital importancia para América Latina: reducir la jornada de trabajo y alcanzar un salario (renta) mínimo universal (https://bit.ly/3nla9rP), que son propuestas coincidentes con las que técnicamente han elaborado la CEPAL y una serie de académicos de la región. Y mucho antes de que apareciera el escándalo mundial de los “pandora papers”, el Papa abogó por “el camino de la economía social” y exhortó a “invertir en el bien común y no esconder la plata en los paraísos fiscales”, pues “uno esconde cuando no tiene la conciencia limpia o cuando está rabioso. Cuando escondemos es porque algo está funcionando mal” (https://bit.ly/3jyTS1h), que resultan palabras de enorme significado histórico cuando tales “papeles” involucran directamente a los presidentes Sebastián Piñera (Chile), Luis Abinader (República Dominicana) y Guillermo Lasso (Ecuador), además de 11 exmandatarios latinoamericanos (https://bit.ly/3mz52E6).

 

Como siempre ha ocurrido en la historia de América Latina, toda doctrina o posición que se vincula a los sectores populares recibe los ataques y las persecuciones más radicales. No hay razones para que la DSC deje de sufrir iguales condiciones. Así es que las ideas introducidas por el Papa Francisco, capaces de despertar sensibilidades humanas en las sociedades latinoamericanas divididas por el odio político, el dominio de clases económicas atrasadas, la riqueza ilegítima y la explotación social, también reciben furibundas reacciones. En una región en la cual existe la polarización entre dos tipos de modelos económicos: el de economía social, impulsada por gobiernos progresistas y democráticos, y el de economía empresarial-neoliberal, instaurada por los propietarios del capital, la doctrina social católica ha dejado de ser útil y fuente de inspiración para las élites del poder político y económico.

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