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sábado, 11 de diciembre de 2021

Los caminos de los justicia (II)

 El valeroso poeta Almafuerte veía con tanta indignación el modo como a veces el poder solo defiende a los poderosos y desampara a los vulnerables, que se atrevió a decir en sus poemas: “No soy el Cristo Dios que te perdona, soy un Cristo mejor, soy el que te ama”. 

William Ospina / El Espectador


La literatura se interesa por los hechos criminales pero no a la manera del derecho, para juzgar, sino para tratar de comprender. Shakespeare no juzga a sus personajes, los muestra y hasta nos hace identificarnos con ellos. No solo muestra en Ricardo III al criminal que se deshizo de todos sus rivales para llegar a ser rey de Inglaterra, sino que lo muestra como alguien que desde el comienzo se sintió marginado y excluido, “despojado con trampas de la buena presencia por la naturaleza alevosa”, alguien que siente que ha sido víctima de un gran despojo desde la cuna misma y que se siente autorizado a toda maldad porque le parece que las ha padecido todas.

 

Hasta sería comprensible que un ser humano maltratado quiera cobrarles a los demás las culpas de las que ha sido víctima y crea corregir los males que sufrió infligiéndoles males a todos los otros. Pero no sería comprensible que la justicia obrara con el mismo espíritu revanchista, que convierte un crimen en diez crímenes y una injusticia en centenares de injusticias.

El paso de la venganza a la justicia no ha sido en la historia un mero acto de misericordia: es también un ejercicio de prudencia social. Y por eso no se trata de castigar sino de corregir, de reparar, de brindar incluso la posibilidad de un nuevo comienzo, porque el castigo puede ser apenas el inicio de una nueva cadena de retaliaciones. Por eso he comenzado esta charla recordando las palabras de Nietzsche, “qué extraña es nuestra manera de castigar, no redime al criminal; al contrario, envilece más que el crimen mismo”. 

 

A los policías ingleses los educan en el arte de proteger a los prisioneros aun al precio de tragarse las humillaciones, porque se supone que no están allí para mostrarse como individuos igual de susceptibles y coléricos que los otros, sino como una personificación de la madurez de la sociedad y de su voluntad de mejorar los índices de convivencia.

 

Hoy, cuando en el mundo entero volvemos a ver políticos y partidos que anuncian como su gran descubrimiento nuevas y refinadas versiones de la ley del talión, es más necesario que nunca recuperar no solo el espíritu de las leyes sino un sentido profundo de la justicia, que no reaccione frente a las meras circunstancias sino que vea los procesos, entienda los entornos sociales y trabaje por corregir los males profundos que están en la raíz de las conductas criminales.

 

Lejos de las iglesias, yo me siento pertenecer a la civilización cristiana. Considero un avance civilizatorio haber pasado del Dios de los ejércitos al Dios de la misericordia, del Dios de una tribu contra las otras al padre amoroso del género humano, y me parece que es un progreso dejar atrás la teoría de las patrias que se odian para pensar en la humanidad como una especie solidaria luchando por causas comunes y defendiendo su morada común.

 

Creo que se parece más a nuestra época y permite enfrentar mejor sus peligros un sentido profundo de humanidad y una mirada, más urgente hoy que nunca, sobre la naturaleza como nuestra responsabilidad, el conjunto de la vida como nuestros congéneres y el planeta entero como nuestra casa.

 

“No eres culpable ante mí, ni indigno, ni inservible”, dice en sus Hojas de hierba Walt Whitman. Si es difícil ser apenas un ser humano, ha de ser mucho más difícil ser juez, porque no solo supone un conocimiento más profundo de las leyes y de la justicia sino una comprensión más profunda de los actos humanos y de sus motivaciones.

 

Tener que tratar cada día con la misma materia con la que trataron Sófocles en sus tragedias, Shakespeare en sus dramas y Cervantes en su novela; con los mismos temas que abrumaron el alma de Dostoievski, las meditaciones de Tolstói, los pensamientos de Voltaire y las pesadillas de Kafka, y además tratar con ellos no como temas de la libre reflexión sino como asuntos urgentes de la vida práctica no puede ser cosa fácil. Siempre recuerdo aquella frase de don Quijote: “No está bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello”. Y me digo que la única justificación que puede tener el oficio de la justicia es la búsqueda verdadera del bien común.

 

Porque nada es más urgente que ir más allá de las meras sentencias; nada es más urgente que corregir las causas sociales de numerosas conductas delictivas que no habrían ocurrido si la sociedad fuera más justa, si sus gobiernos fueran más responsables, si sus propósitos estuvieran más claros, si los mismos principios de justicia que aplicamos a castigar a los seres humanos los aplicáramos también al diseño de las instituciones, al modelo de la educación, al dibujo de la sociedad.

 

Hoy se habla con mucha frecuencia entre nosotros de la necesidad de una justicia especial ante ciertos hechos históricos. Pero son las sociedades excepcionalmente injustas las que requieren justicias excepcionales. También es la falta de una justicia de base, compartida y profunda, que esté en la raíz de la sociedad, lo que hace que se presenten no guerras sino conflictos armados graves y duraderos entre quienes deberían convivir como ciudadanos libres y protegidos por un orden común. Y toda justicia excepcional termina desfigurando la justicia ordinaria, arrebatándole su legitimidad, porque si aceptamos que hay razones atenuantes para que se cometan gigantescos crímenes, ¿cómo no asumir que hay atenuantes para las medianas y para las pequeñas infracciones de cada día?

 

Sinceramente creo que no haremos justicia sobre las grandes cosas si no tratamos de hacer justicia sobre las pequeñas, que a la hora de abrir una nueva oportunidad para todos no basta con creer en la libertad, también hay que creer en la responsabilidad, y no solo en la responsabilidad de los ciudadanos sino en la responsabilidad de las instituciones.

 

Ricardo III dice en alguna parte: “Yo hago el mal, y soy el primero en empezar a regañar”. Una sentencia antigua dice que “el orden superior es un reflejo del orden inferior”. Para que encontremos justicia al final de los procesos, es necesario que haya justicia desde el comienzo, y para que reine la justicia en el conjunto, es necesario que empecemos por la justicia del detalle, por brindarles a los ciudadanos confianza, oportunidades, y el cuidado y el respeto profundo que merecen por la sola y divina razón de existir.

 

* Este texto fue leído por el autor en el XXIV Encuentro de la Jurisdicción Ordinaria realizado por la Corte Suprema de Justicia el 18 y 19 de noviembre.

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