British Petroleum calcula que nunca retornará al nivel de 2019, “la marca más alta en la historia del petróleo”. La compañía estatal Equinor de Noruega sitúa el derrumbe de la producción hacia 2027-28; la investigadora noruega Rystad Energy lo prevé para 2028; la francesa Total SA hacia 2030; la consultora Mc Kinsey para 2033; el grupo Bloomberg NEF y los consultores Wood Mackenzie en 2035; la estimación más optimista es la de la OPEP, que lo fecha hacia 2040, dentro de 18 años apenas.
El tesoro energético de los hidrocarburos fue gastado y malgastado porque era más fácil invadir, saquear o destruir a los países productores para la rapiña capitalista que usar sensatamente la energía no renovable para su progresiva sustitución por las renovables. Nada más aventurado que adivinar el futuro; nada más necesario que preverlo cuando parece inevitable. Pensemos en lo impensable.
En el plano ecológico, resultará dificultoso sustituir en pocas décadas el consumo energético actual, que en el 78.4% es suplido por el combustible fósil, con otras fuentes escasas, costosas y hoy apenas en desarrollo, como la eólica, la geotérmica, la hidráulica, la fotovoltaica. Procedimientos cada vez más drásticos de extracción, como el fracking estadounidense, multiplicarán los costos de la energía y la contaminación. Los picos de extracción de otros recursos naturales los harán también progresivamente incosteables. Ello propiciará el agotamiento de combustibles orgánicos como la madera o la biomasa fluvial. La producción de alimentos se hará la industria prioritaria. Las transnacionales intensificarán la disputa por la privatización y el monopolio de las tierras y del agua dulce, amenazando los pulmones vegetales de Siberia y la Amazonia, patentando nuevas especies y organismos modificados. La escasez de hidrocarburos y fertilizantes químicos dificultará los cultivos masivos de la agroindustria. Los campesinos incrementarán la lucha por las tierras y por la sustitución de los latifundios agroalimentarios por granjas comunales, cooperativas o familiares. Venezuela, dueña de la primera reserva de hidrocarburos del mundo –el doble de la de Arabia Saudita, unas trece veces mayor que la de Estados Unidos– ni debe ni puede ceder sus zonas de recursos naturales gratuitamente a transnacionales que no pagarán impuestos.
En el plano demográfico y social, se acentuará la declinación de la población en los países desarrollados y su incremento en los subdesarrollados. La progresiva informatización de los trabajos incrementará el desempleo de estratos cada vez mayores de marginales y excluidos. Tanques de pensamiento de los países hegemónicos formularán planes de control demográfico y esterilización masiva contra no propietarios y vastos sectores no indispensables para el modo de producción informatizado. La pauperización progresiva favorecerá la legalización de la compra y venta de órganos y el suicidio asistido. Políticas cada vez más duras de migración y represión de minorías étnicas multiplicarán la conflictividad social. Los costos de la calefacción incentivarán nuevos flujos migratorios de zonas frías y templadas hacia los trópicos. Se harán inviables los rascacielos con sus impracticables ascensores y sistemas de ventilación central; la escasez de alimentos propiciará migraciones de las urbes a los campos. La desinstalación de parques industriales multiplicará ciudades cuasi fantasmas, como Detroit. Se librará lucha constante por las cuotas de reproducción demográfica. Intrincados sistemas informáticos extremarán la discriminación y la exclusión de los usuarios sin medios económicos. El colapso de instituciones de asistencia y solidaridad impulsará el resurgimiento de vínculos naturales de familia e identidad cultural, grupal, tribal, de mera supervivencia y clase social. Venezuela no puede ni debe entregar su población a transnacionales exoneradas del cumplimiento de normas laborales, sindicales y sociales, que la constitución considera irreversibles e irrenunciables. Por el contrario, debe dedicar celosamente sus reservas de hidrocarburos y el fruto de ellas a la supervivencia de los venezolanos y su preparación para el duro mundo con declinante energía fósil.
En el plano económico, se hará imperativo pasar de un consumo promovido por el desecho a otro alimentado por el reciclaje. Proseguirá el crecimiento del sector terciario de la economía de finanzas, administración y entretenimiento, a costas del secundario de industria y transportes y del primario agropecuario y minero. El trabajo informatizado a distancia disminuirá la necesidad de traslado físico cotidiano de las periferias a los núcleos urbanos, lo que podría facilitar la desagregación espacial de ciudades y centros administrativos. Los costos crecientes de la energía y de la recesión permanente serán descargados por el capitalismo sobre el eslabón más débil, el trabajador. La contracción de la demanda relativa eternizará la recesión económica y la espiral inflacionaria. La organización sindical o gremial será de nuevo proscrita como delito. Un mercado informático secreto pero conocido por todos conectará la oferta y la demanda de todo lo que supuestamente no está en el mercado.
Cada vez más países se unirán a Rusia, China, la India, Irán y Arabia Saudita en la iniciativa de independizarse del dólar y exigir el pago de sus productos en divisas con respaldo en petróleo o en oro. Estados Unidos perderá el poder de comprarlo todo a cambio de billetes sin soporte, en momentos en que sus reservas petroleras alcanzan apenas para ocho años. El gran capital intensificará esfuerzos para saquear los recursos energéticos, ecológicos, estratégicos y humanos de los países periféricos fragmentándolos en zonas especiales donde sus enclaves no pagarán impuestos y no se reconocerán a los trabajadores derechos laborales ni sociales. El sistema bancario mundial enfrentará el colapso; su práctica de confiscar discrecionalmente las reservas depositadas en él provocará retiros masivos y la casi total retracción de nuevos depósitos. Venezuela puede y debe ejercer el derecho de exigir la devolución de sus bienes y reservas en oro confiscadas, y el pago de sus recursos en divisas con respaldo, o en bienes y equipos indispensables para reforzar su autonomía económica y alimentaria.
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