La pandemia nos despojó, nos dejó desnudos ante la desconocida adversidad; adversidad que jamás llegamos a advertir ni en tiempo, consecuencias, ni magnitud. Al contrario, sabemos que sigue agazapada mutando permanentemente.
La Patagonia es una gran lengua triangular, una inmensa meseta entre los océanos Atlántico y Pacífico que se pierde en la confluencia de los dos mares en el estrecho de Magallanes, navegante que en nombre de Carlos V intentó circunvalar por primera vez el globo terrestre, tarea que completó tras su muerte, Sebastián Elcano. Luego de 1810, argentinos y chilenos disputarán su posesión.
En el sur patagónico, pegada a la cordillera de Los Andes y rodeada de lagos y glaciares se encuentra la ciudad de El Calafate, un paraíso único en paisaje, flora y fauna. Su nombre proviene del Berberis microphylla, de flores amarillas característico del sur de la Patagonia, que da unas bayas de color azul oscuro. Antiguamente este arbusto y su resina se utilizaban para calafatear a los primeros barcos que llegaban a la costa patagónica a falta de cáñamo. De allí deriva el nombre de la ciudad fundada el 7 de diciembre de 1927 por los primeros colonos. Antiguamente, esa área geográfica era reconocida con el nombre de Kehek Aike (cuya pronunciación es Kegesh Aike) por parte de sus viejos moradores, los aonikenk, los que lo tenían como paradero o depósito de artefactos y bienes de la gente. Miles de años antes, otros pueblos cazadores y recolectores, seguramente venidos luego de la última glaciación, dejaron sus petroglifos en una roca inmensa, seguramente utilizada de morada y refugio a metros de la ruta provincial 15, protegida por antropólogos que estudian las primeras poblaciones de esas latitudes.
Luego decenas de siglos después de aquellos seres anónimos inmortalizados por los signos dejados en las piedras, vinieron los pioneros extranjeros desde el Atlántico y el sur fundando estancias inmensas dedicadas a la cría de ovejas, sometiendo a los nuevos pueblos originarios y acorralándolos contra las montañas, condenándolos al hambre y la intemperie. Otro despojo; despojo que el Centro de Interpretación Histórica del pueblo, con mirada crítica y del lado de los pueblos originarios, se encarga de recordar a los visitantes que llegan a él.
A principios del siglo pasado, entre los pioneros que iban llegando, se estableció proveniente de Punta Arenas, la familia Braun Menéndez, dueña de la estancia La Anita, fundadora luego de los supermercados La Anónima, proveedores casi exclusivos de la región. Eran tiempos en que se pagaba la matanza de indios presentando las orejas del occiso. Así desaparecieron los selknam. el escocés Alexander Mac Lennan, administrador de la estancia Primera Argentina, también de la familia Braun, apodado Chancho Colorado porque era de tez rosada y rubio de cabello, no tenía reparos en aplicar la que evaluaba la solución para el asunto indígena: “mejor es meterles una bala, decía." Despojo ¿de qué despojo me habla? –diría asombrado el Chancho Colorado– No entiendo.
Entre los Braun y los Menéndez llegaron a tener 1.376.160 hectáreas y 1.250.000 lanares que producían 5 millones de kilos de lana, 700.000 de cuero y 2.500.000 de carne. Hacia 1930, La Anónima –como la bautizó popularmente la gente para evitar el largo nombre de la sociedad comercial– contaba con 24 tiendas.[1]
En 1919 don José Menéndez ya no vivía, los negocios estaban a cargo sus hijos y de Mauricio Braun, esposo de su hija Josefina Menéndez Behety.
En la estancia La Anita se produjo la huelga de obreros esquiladores de ovejas en la que se asesinaron 1500 obreros en manos del Ejército Argentino al mando del Coronel Varela entre 1921 y 1922. Por ese hecho horroroso Varela fue conocido como el “Fusilador de la Patagonia”.
Cabe mencionar que, en virtud de un acuerdo celebrado en octubre de 2012 entre el municipio de El Calafate, la Comisión de Vecinos por la Memoria y el actual administrador de la estancia, el Archivo Nacional de la Memoria comisionó a la Universidad Nacional de la Patagonia Austral para conformar un equipo interdisciplinario que localice los enterramientos masivos de peones rurales, ejecutados allí durante la masacre de “La Patagonia rebelde”. Según lo acordado, el propietario de la empresa agropecuaria, Federico Braun, donará al Municipio los terrenos donde se hallen las tumbas masivas, “en el caso que los estudios definidos arrojen resultado positivo, y vinculado a la realidad histórica”.
Se cuenta que anochecía en el casco de Estancia Anita, en la zona de Lago Argentino, aquel martes 6 de diciembre de 1921. Allí se concentraron unos 600 peones rurales en huelga, reclamando por la libertad de sus compañeros detenidos en Río Gallegos y el cumplimiento del convenio firmado con los patrones el año anterior. Agotados y hambreados tras dos meses de deambular por las estepas patagónicas.
El Ejército estaba cerca y se disponía tomar una decisión sobre la actitud por asumir, mientras los obreros deliberaban democráticamente en asamblea qué hacer.
El miércoles 7 de diciembre las tropas llegaron, ofreciendo el respeto de las vidas de los trabajadores a cambio de su rendición incondicional, cosa que no estaban dispuestos a cumplir; el Coronel Varela tenía la sangre en el ojo, estaba convencido en dar término a todo aquello. La asamblea decidió rendirse y Antonio el Gallego Soto, previendo lo que iba a ocurrir, escapó hacia la cordillera: “No soy carne para tirar a los perros”, dijo al partir.
Fue entonces cuando se desató el infierno. Una orgía sangrienta impuesta por los fusiles del Ejército Argentino, el mismo que se levantaría contra Yrigoyen en 1930, en 1943, 1955 y 1976, bañando de rojo el territorio nacional, emprendió el aniquilamiento de los rendidos, hecho que aterrorizó hasta a los propios soldados encargados de cumplir las feroces órdenes.
El número total de fusilados en Estancia Anita fue, según el investigador Osvaldo Bayer –de cuya obra La Patagonia rebelde se extrajeron estos relatos– de al menos entre 120 y 150 trabajadores, ejecutados entre el 7 y el 10 de diciembre de 1921.
La localización exacta de las tumbas y su cesión al pueblo de El Calafate, representan un importante avance en la preservación de la memoria histórica de los trabajadores, pero no redunda aún en la aplicación de la Justicia. Jamás fueron condenados oficialmente, siquiera post-mortem, los responsables de la masacre: el presidente Hipólito Yrigoyen, el teniente coronel Héctor B. Varela, el capitán Pedro Viñas Ibarra, el subteniente Frugoni Miranda, y los estancieros que prestaron su concurso para marcar con la señal de la muerte a los delegados obreros y trabajadores, sin reparar en su inocencia ni en su edad. Es de esperar que estos crímenes de Estado, como los de la última dictadura militar, no sigan gozando de impunidad, un cáncer que corroe las entrañas mismas de la sociedad, de la auténtica democracia y de toda la humanidad.[2]
Imposible eludir la historia y el lugar, sobre todo cuando la comunidad ha levantado hitos en su recuerdo y homenaje a tanto sufrimiento, dolor y vergüenza. Frente a la entrada de la estancia Anita, exhibido en un viejo cartel sobre la tranquera, hay un monumento en conmemoración de aquella horrenda matanza en su centenario, en 2012, el que contó con la presencia del historiador y escritor anarquista Osvaldo Bayer, autor de Los vengadores de la Patagonia trágica, que sirvió como base del film, La Patagonia Rebelde de Héctor Olivera, filmada en 1973, cuya autorización estuvo a cargo del General Perón a su regreso del prolongado exilio, en su tercer mandato. Dato al margen, según la biografía de Osvaldo Bayer, El rebelde esperanzado de Germán Ferrari, al terminar de ver la proyección de la película, el viejo líder dijo, “la culpa de los fusilamientos se la echan al comandante Varela. No, yo estuve allá, y el verdadero culpable de las ejecuciones fue el capitán Anaya, tío del que actualmente es el comandante en jefe del Ejército”.[3] Como reza el viejo refrán, “entre bueyes no hay cornadas”; entre milicos, tampoco. El film fue prohibido durante el gobierno de Isabel Martínez de Perón y la dictadura iniciada en 1976.
Aunque las investigaciones arrojan otros responsables, (datos corroborados por el propio Bayer) el capitán Pedro Viñas Ibarra, el subteniente Frugoni Miranda, y los estancieros que prestaron su concurso para marcar con la señal de la muerte a los delegados obreros y trabajadores.[4]
A un costado de ese espacio conmemoratorio, hay una placa dedicada a Kurt Gustav Wilckens, el joven militante anarquista alemán de 36 años, autor del asesinato del teniente coronel Héctor Benigno Varela. Wilckens, era vegetariano y la bomba que utilizó en el atentado se la proporcionó Andrés Vázquez Paredes. Al realizarlo, inesperadamente apareció corriendo una niña de 10 años, que él intentó cubrirla por lo que fue apresado por la policía. Posteriormente, fue muerto por un pariente de Varela que entró a la cárcel armado con un fusil, dispuesto a ejecutarlo.
Antes de los trabajos de Bayer, José María Borrero había denunciado los hechos en 1928, bajo el título La Patagonia trágica, cuyos ejemplares desaparecieron rápidamente secuestrados por la familia Braun, y el escritor David Viñas publicó en 1958, Los dueños de la tierra, una novela en la que se narraba la situación a la que estaba expuesta la aporreada clase obrera en las estancias patagónicas, donde sus dueños eran dueños de hacer lo que les daba la gana.
Aunque, si hablamos de despojo, sin ánimo de hacer apología, pero yendo al hueso, debemos irnos a octubre de 1492, a la llegada a estas tierras del navegante genovés de apellido Colón, cuya desmedida ambición comenzó el gran despojo, luego de reiterados genocidios realizados en nombre de la espada y la cruz. El encubrimiento fue la madre de los despojos del rico y exuberante nuevo mundo por el hambriento y codicioso viejo mundo.
Con el tiempo y la ambición de los extremeños conquistadores que desembarcaron con Hernán Cortez, la Patagonia argentina formó parte de la provincia de Mendoza hasta mediados del siglo XIX, según los mapas que presenta ante la Confederación de las Provincias Unidas del Río de la Plata, el jurista Manuel A. Sáenz. El puerto pudo más que el interior, otro despojo. La Constitución liberal de 1853/60 impuso un modelo para las provincias que luego redactaran sus propias cartas magnas, Buenos Aires y Mendoza coincidieron en 1854 en establecerlas y aunque Juan Bautista Alberdi, autor de las Bases para la Constitución de la Nación Argentina fue el autor de la Constitución mendocina, el territorio fue el de la división de las provincias de Cuyo en 1820.
Los grandes estancieros, entre los que estaba don Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires en varias oportunidades, entre 1833 y 1834, emprendió una campaña al desierto financiada por la provincia y los estancieros preocupados por la amenaza indígena de sus propiedades. El hábil Restaurador, gaucho entre los gauchos, pactó con los pampas y se enfrentó con los ranqueles y la Confederación al mando del cacique Juan Manuel Calfucurá. Según el informe presentado por Rosas al gobierno de Buenos Aires a poco de comenzar la campaña, el saldo fue de 3200 indios muertos, 1200 prisioneros y se rescataron 1000 cautivos blancos.
Con el prestigio ganado en la campaña, fue reelecto nuevamente en 1835, con la suma del poder público. Ni lerdo ni perezoso, consolidó la unidad ideológica del pueblo de la Provincia de Buenos Aires con la divisa rojo punzó y reprimió a quienes se le oponían a través de los mazorqueros. Con el puerto a pocas cuadras de su residencia, sancionó la Ley de Aduanas para beneficio de las arcas provinciales, todo producto que entraba o salía del país debía pagar tributo. Un despojo para el resto de las provincias federales que padecían su injerencia.
Luego de su derrota en Caseros en 1852, por el caudillo entrerriano, el General Urquiza, el poder terrateniente demandó mayores territorios para sus vacas; la ley de enfiteusis fue la base para apropiaciones del denominado “desierto” del sudeste bonaerense, el que finalmente será “conquistado” desde el Atlántico hasta Los Andes por el General Julio A. Roca a finales de la década del setenta. Igual que Juan Manuel de Rosas, cuatro décadas más tarde, a su regreso victorioso del genocidio realizado y con familias enteras de indios esclavos, será premiado con la presidencia de la nación. Más despojo.
Con Julio Argentino Roca – según la historia oficial – se inicia el Estado moderno en Argentina, pacifica al país eliminando a los caudillos federales que continuaban dominando sus provincias. Su lema fue “Paz y administración”. Su nombre fue incorporado a la toponimia nacional, está en calles de casi todos los pueblos del territorio. Hay tres lagos con su nombre, uno en El Calafate en el que desemboca el río Mitre. ¿Quién diría? Don Bartolo regando al “Zorro” el sur austral. Curioso ¿no?
Osvaldo Bayer en sus últimos años se dedicó a “desmonumentalizar” al General Roca por el genocidio y la esclavitud operado contra los pueblos originarios. Bayer murió convencido que algún día saldría un tiro para el lado de la justicia. Un verdadero luchador contra los sucesivos despojos.
A dos años de la última vez que estuvimos en El Calafate, nuevamente comienzan a llegar miles de turistas de todo el mundo a disfrutar de sus maravillas. Caminando por las veredas del amplio bulevar de la Avenida Libertador pocos imaginan lo dura que fue la vida para sus primeros habitantes, castigadas sus pieles por un viento helado que pocas veces se aquieta. Mucho menos pueden llegar a suponer las matanzas y la sangre derramada en ese paisaje de ensueño.
Durante el prolongado encierro de la pandemia estuvo desierto y muchos pobladores se fueron al no tener visitantes. Los que resistieron se dedicaron a hermosear la ciudad, entre las mejoras está el Pasaje Soto, con un cartel de madera lustrada que indica que está dedicado a Antonio el Gallego Soto, uno de los líderes que escapó a los fusiles del Coronel Varela.
[1] Soledad Gil, La Anónima, la saga patagónica de la familia Braun Menéndez, La Nación, 12 de septiembre de 2018.
[2] Silva, Horacio Ricardo, Unidiversidad.com.ar, 8 de octubre de 2013.
[3] Ferrari, Germán, Osvaldo Bayer. El rebelde esperanzado, Editorial Sudamericana, CABA, 2018. Pág. 286.
[4] Silva, Horacio Ricardo, Op.cit.
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