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sábado, 21 de mayo de 2022

Aquí, con nosotros

 La trascendencia de Martí le viene tanto de sus indudables méritos personales como de su capacidad para convertirse en el primero entre sus iguales de Cuba y la América hispana.

Guillermo Castro H./ Especial para Con Nuestra América
Desde Alto Boquete, Panamá


A Cintio Vitier, 

en su sol del mundo moral


Nacido en 1853, tenía 42 años al morir. Dejaba, tan joven, una obra literaria y política que ya abarca más de 28 tomos, escrita con un dominio hasta ahora insuperado del potencial expresivo de la lengua española. Y nos legaba además el acto primero de una época nueva en la historia de nuestra América, cuyos conflictos, contradicciones y promesas siguen definiendo a la vez los términos en que ejercemos nuestra existencia, y el juicio que ese ejercicio merezca.

 

La muerte en combate de José Martí, que hoy conmemoramos, confirma tanto lo que afirma el himno marcial de los cubanos - que morir por la Patria, en efecto, es vivir - como lo que él advirtió a sus compatriotas en el Manifiesto de Montecristi, que los convocaba en marzo de 1895 a seguirlo en la contienda a la que entregaría su propia vida apenas dos meses después. “Honra y conmueve pensar”, decía,

 

que cuando cae en tierra de Cuba un guerrero de la independencia, abandonado tal vez por los pueblos incautos o indiferentes a quienes se inmola, cae por el bien mayor del hombre, la confirmación de la república moral en América, y la creación de un archipiélago libre donde las naciones respetuosas derramen las riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero del mundo[1].

 

Aquella independencia por la que luchaba era a un tiempo la misma y otra que aquellas por las que había luchado el resto de las naciones hispanoamericanas entre 1810 y 1825. La misma, porque tenía como objetivo la creación de un Estado nacional independiente en las últimas colonias de España en América. Y otra, porque la fase final de la lucha contra el dominio colonial español sobre Cuba y Puerto Rico ocurría en una circunstancia entonces inédita, que Martí describe en términos de especial trascendencia. “En el fiel de América”, decía, “están las Antillas”

 

que serían, si esclavas, mero pontón de guerra de una república imperial contra el mundo celoso y superior que se prepara ya a negarle el poder, - mero fortín de la Roma americana; - y si libres- y dignas de serlo por el orden de la libertad equitativa y trabajadora – serían en el continente la garantía del equilibrio, la de la independencia para la América española aún amenazada y la del honor para la gran república del Norte, que en el desarrollo de su territorio – por desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hostiles – hallará más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de ellas abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo -… Es un mundo lo que estamos equilibrando:  no son sólo dos islas las que vamos a libertar.[2]

 

Tras aquel “nosotros” subyacía la segunda de las razones que distingue a la convocatoria martiana. En la Cuba del siglo XIX, en efrcto, no llegó a formarse una oligarquía agroexportadora capaz de aspirar al poder del Estado. Y en el resto de la América hispana, hacia 1890 esa oligarquía había utilizado aquel poder para darle a sus Estados un acentuado carácter liberal en lo económico, conservador en lo político y reaccionario hasta el tuétano en lo social. 

 

Ahora, pasa a un papel de primer orden el planteamiento de los problemas de relación entre la soberanía nacional y la soberanía popular, y los de la búsqueda de un lugar equitativo y próspero para las sociedades hispanoamericanas en un mundo que se acerca con rapidez a la disputa entre potencias imperialistas por el control del mercado mundial. Los voceros de esas demandas son ahora los representantes de una generación de intelectuales y políticos proveniente de una pequeña burguesía forjada en el servicio público, la enseñanza y las profesiones liberales, que emerge dispuesta a luchar por hacer realidad la promesa pendiente de crear, en las antiguas colonias de España en América, verdaderas Repúblicas construidas con todos, y para el bien de todos. 

 

En toda nuestra América ese grupo social madura con rapidez a lo largo de la década de 1880, y mantiene entre sí intercambios, solidaridades y contactos cuyo alcance no cesa de asombrarnos. No es casual que una parte sustantiva de la obra de Martí esté compuesta por la correspondencia con que acude a esa tarea colectiva, y por los artículos de prensa en que va dando cuenta del modo en que va tomando forma una visión nueva de nuestra América y su lugar en el mundo.

 

Así, cabe decir que la trascendencia de Martí le viene tanto de sus indudables méritos personales como de su capacidad para convertirse en el primero entre sus iguales de Cuba y la América hispana. En él encontramos la expresión más alta de un proceso histórico que, si por un lado había destruido ya la posibilidad de que el Estado Liberal Oligárquico pudiera conducir las tareas de construcción nacional, por el otro planteaba demandas culturales y políticas que sólo podían ser encaradas por intelectuales capaces de actuar desde organizaciones de complejidad adecuada a la solución de los problemas que el viento del mundo, y sus propios huracanes interiores, planteaban a nuestras sociedades.

 

De Martí puede decirse, así, lo que él dijera de Simón Bolívar en 1893,: que no es que los hombres hacen los pueblos, 

 

sino que los pueblos, con su hora de génesis, suelen ponerse, vibrantes y triunfantes, en un hombre. A veces está el hombre listo y no está el pueblo. A veces está listo el pueblo y no aparece el hombre.[3]

 

Pero habría que decir más, porque en ese momento el pueblo cubano aparecía ya como sujeto pleno de su propia historia en el Partido Revolucionario Cubano organizado por Martí y sus compañeros en 1892. 

 

Ese partido, en efecto, había sido concebido y producido como un medio nuevo para un propósito nuevo: conquistar el poder político para transformar las formas de vida y mentalidad que animaban el orden colonial de nuestras sociedades, de modo que pudieran incorporarse con voz y propósitos propios al mundo moderno. Así, la contienda a que convoca el Partido Revolucionario Cubano en 1895 ya no es la última guerra de independencia, sino la primera de liberación nacional en nuestra América. Y en esta relación entre el intelectual como organizador, y la organización desde la que actúa, Martí se nos presenta a un tiempo como el productor y el fruto de la más fecunda y trascendente de sus obras. Con ello, alienta la esperanza en tiempos de confusión e incertidumbre, en que la circunstancia de mayor dificultad y atraso político contribuye a estimular la propuesta estratégica más audaz, y de más largo aliento.  

 

Esa singularidad resalta aún más en la perspectiva del fruto mayor de aquella experiencia intelectual y política, que en enero de 1891 da de sí el ensayo “Nuestra América”, que es como el acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad. Allí dirá que el origen de nuestros males radica en que está pendiente de solución el problema de la independencia, que “no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu”, y que precisamente por eso, nuestra América debe ser comprendida y creada desde sí, entendiendo que no hay en ella batalla verdadera “entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”[4].

 

La cercanía de ese juicio no puede ser más evidente a la luz de las experiencias de nuestros pueblos, que durante los últimos treinta años han conocido un crecimiento económico mediocre e incierto, una desigualdad social persistente y un deterioro ambiental sostenido. La estabilidad política lograda a cuenta de la desmovilización y desintegración de las organizaciones sociales y populares se torna cada vez más precaria; nuestras economías regresan a modos de inserción en el mercado mundial que recuerdan a los de fines del siglo XIX, y parecen ya distantes los días en que nos proponíamos pensar por cuenta propia, y nos esforzábamos por formar los intelectuales que nuestros países requerían para enfrentar los problemas que ese pensamiento identificaba como fundamentales.

 

Hoy, la crisis que padecemos tiene sin duda origen en la persistencia agravada de los problemas que él señaló para nosotros desde entonces. Hoy, ante la bancarrota ideológica, política y moral del neoliberalismo, puesta en evidencia en cuanto empiezan nuestros pueblos a hacerse oír tras el estupor inicial de la imposición del llamado “Consenso de Washington”, descubrimos que nuestra América vuelve a la lucha por hacerse dueña de su propio destino al calor de movimientos sociales nuevos, que van planteando objetivos de complejidad cultural y política muy superior a los de nuestro pasado reciente, y ponen al día otra vez la demanda de la revolución democrática que corone y otorgue sentido a la obra de construcción de nuestros Estados nacionales.

 

Culminan ahora los tiempos que Martí anunció. Están ante nosotros, otra vez, las tareas que él emprendió. Y siendo tan grande la dificultad es al mismo tiempo más sencillo enfrentarla, porque lo mejor de su obra está aquí, con nosotros, para darnos aliento en el camino. Por lo mismo, es justo y necesario desarrollar y proteger lo mejor de su legado con la misma advertencia con que culminara, en abril de 1894, la explicación que daba a sus compatriotas sobre el alma de la revolución, y el deber de Cuba en América: ahora, como ayer y más quizás que entonces,

 

Un error en Cuba, es un error en América, es un error en la Humanidad entera. Quien se levanta hoy con Cuba se levanta para todos los tiempos. [5]

 

Panamá, 19 de mayo de 2022



[1] “Manifiesto de Montecristi”, 25 de marzo de 1895. Obras Completas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, Tomo 4, p. 101.

[2] Idem., p. 142.

[3] “La fiesta de Bolívar en la Sociedad Literaria Hispanoamericana”, 31 de octubre de 1893.  Obras Completas, ibid., Tomo 8, p. 251.

[4] ”. Obras Completas, ibid., Tomo 6, pp. 17 a 19.

[5] Idem., p. 143.

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